EL FUTURO DE LA HUMANIDAD Y LA TECNOLOGÍA
¿Hacia un capitalismo tecnológico con rostro humano?
Frente a quienes repiten los viejos gestos del humanismo,
ahora tecnologizado, urge reimaginar las relaciones entre humanidad,
tecnologías y biosfera más allá del capitalismo.
Desde la revolución industrial, las innovaciones
tecnológicas han ido de la mano de una transformación de nuestras vidas y de
los conceptos con los que nos pensamos. Así, en las últimas décadas, avances en ámbitos como la biotecnología o las TIC
han ido ligados al surgimiento de narrativas rivales en torno a las relaciones
entre humanidad y tecnología. Desde la década de los 90 y
los 2000, una de ellas ha sido el transhumanismo, una visión abanderada por
figuras de Silicon Valley como Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google,
que afirman que debemos usar la tecnología para mejorar radicalmente nuestra
constitución biológica, cognitiva y social.
Más recientemente, el humanismo tecnológico ha subrayado una urgencia inversa, no la necesidad de tecnologizar lo humano sino la de humanizar la tecnología, introduciendo la ética y los valores del humanismo en su seno para evitar que nos destruya. Esta segunda posición agrupa a figuras públicas que van desde algunos renegados de Silicon Valley a intelectuales como José María Lasalle, Secretario de Estado entre 2016 y 2018.
Lejos de ser juegos retóricos anecdóticos, estas visiones van ligadas a agendas político-económicas de medio y largo plazo que podrían definir el futuro de ambas, humanidad y tecnología. Mientras que el transhumanismo parece triunfar entre actores ligados a grandes empresas tecnológicas y fondos de inversión, el humanismo tecnológico empieza a traducirse en estrategias de colaboración entre actores públicos, como el Gobierno central y el Ayuntamiento de Barcelona, y actores privados, como los congregados cada año en torno a grandes eventos como el Smart City Expo y el Mobile World Congress.
En torno al
humanismo: las medidas y las concepciones de lo humano.
Tanto el
transhumanismo como el humanismo tecnológico hunden sus raíces en una de las
grandes narrativas de la modernidad, el humanismo, que, en tanto que filosofía
del Hombre, situó al ser humano como medida de la realidad. Si bien
a veces se identifica al humanismo con un movimiento cultural que floreció
entre los siglos XIV y XVI, lo cierto es que buena parte de las ideas
humanistas anteceden a ese periodo y han pervivido mucho más allá de él.
Intuiciones del Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico
della Mirandola, escrito en el siglo XV, perduran en obras de Sartre o en la
Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, escritas a mediados del
XX. Por ello, más allá del umanesimo italiano, parece
necesario pensar el humanismo como una constelación filosófica característica
de la Modernidad, algunas de cuyas coordenadas pueden encontrarse ya en la
tradición grecorromana.
No sin una inevitable simplificación, podría decirse que han
sido tres las medidas de lo humano en la tradición filosófica humanista. Una
primera, que podría definirse como la medida “exterior”, apunta a la relación
entre el ser humano y el resto de realidades del universo. Para la tradición
filosófica humanista el ser humano es “la medida de todas las cosas”, el potencial
propietario de todas ellas y su conocedor y agente moral clave, fundamento
trascendental y fin último. Además de esta medida exterior habría una segunda
métrica de lo humano, la que podríamos calificar como “interior”, que apunta a
la relación entre el ser humano y su diversidad interna, tanto social como
personal. Esta segunda medida podría rastrearse en la disputada sentencia de
Terencio que reza “humano soy, y nada de lo humano me es ajeno”. En ella, las
diferencias entre seres humanos, sociales o morales, intelectuales o
sentimentales, podrían retrotraerse a una misma y compleja condición humana. El
tercer gesto del humanismo, la medida que denominaremos “superior”, apunta a un
ideal de plenitud, es decir, a un despliegue completo de las mejores
posibilidades del ser humano. Históricamente, esta tercera medida coaguló en
ideales que fueron desde las virtudes de la tradición antigua (como la
templanza, la valentía, la prudencia y la justicia platónicas o la humanitas ciceroniana)
hasta la excelencia intelectual, moral y sentimental de los modernos.
Esta trinidad antropométrica, estas medidas exterior,
interior y superior, sirvieron como cuadrante orientativo al hombre vitruviano
del humanismo. Sus diversas formulaciones, de la neoplatónica a la liberal,
mantuvieron estos tres gestos en común.
Como todo modelo, el humanismo implicó, asumió u ocultó una
tremenda simplificación y jerarquización tanto del mundo como del propio ser
humano. Así, buena parte de la tradición humanista se ha caracterizado por
el antropocentrismo (y el excepcionalismo humano y el especismo frente al resto
de seres vivos) en lo relativo a su medida exterior, el androcentrismo (y la
jerarquización por género, raza o clase) en lo que respecta a su medida
interior, y el reduccionismo moral (y la priorización de un reducido número de
visiones sobre la plenitud humana) en lo relativo a su medida superior.
Esto resultó de una lógica de identidad y diferencia ligada
al poder y la exclusión: la definición y el despliegue de ciertas versiones de
la esencia humana hacia el exterior, hacia el interior y hacia lo superior
implicó procesos de jerarquización entre seres humanos y no humanos, entre unos
seres humanos y otros, y entre unas versiones de la vida humana y otras; cuando
no de aniquilación de los segundos por los primeros.
Estas tres medidas
han variado en conexión con diversas definiciones del ser humano ligadas, a su
vez, a diferentes constelaciones culturales, técnicas y socioeconómicas. Del homo
politicus de Aristóteles en la Antigüedad o el homo sapiens de
Linneo en el clímax de la Ilustración, pasando por el homo faber de
Franklin y Marx durante las revoluciones industriales o el homo
economicus de Stuart Mill en el siglo XIX, hasta llegar al homo
consumens del que hablase Fromm en el XX. Estas tres últimas parecen
ser las versiones del ser humano que marcaron los últimos dos siglos, periodo
de revoluciones industriales, economías capitalistas y sociedades de consumo.
La conjunción del homo faber, el homo
economicus y el homo consumens delinea la figura de
un maximizador utilitarista u homo utilitarius: un ser humano que
define sus relaciones con la realidad (seres vivos u objetos, es decir, su
medida exterior), con la sociedad (otros seres humanos y su propia persona, su
medida interior) y la moralidad (las mejores versiones de sí mismo, su medida
superior) en términos de maximización del control y la transformación técnica,
del capital y el beneficio económico, así como del consumo y el
disfrute. Cualquier otra medida de lo humano y de las cosas pasa a ser
relativa, medio subordinado a estos tres fines. Esta medida implica una
jerarquización interna y externa, socioeconómica y ecológica: quienes se
encuentran en la cúspide de esta jerarquía explotan seres humanos, seres vivos
y recursos materiales a una escala sin precedentes en la historia.
Homo utilitarius y
Capitaloceno.
Es desde esta construcción del ser humano como homo
utilitarius y su relación con un determinado modelo socioeconómico
desde donde debe, quizá, leerse nuestra época. En la última década se ha
extendido la idea de que nos encontramos en una nueva era geológica debido a
los cambios acelerados que la actividad humana está teniendo sobre la biosfera
y el clima: habríamos pasado del Holoceno, el periodo previo, al Antropoceno, la
era geológica del ser humano. Sin embargo, si bien algunos de los impactos
ecológicos de la especie humana datan de miles de años atrás, es desde la
revolución industrial y la emergencia del capitalismo cuando su actividad se ha
hecho insoslayable y particularmente destructiva. Por ello, hay quienes han
sugerido que, más que de Antropoceno, deberíamos hablar de Capitaloceno. La huella del homo utilitarius y
del capitalismo sobre la Tierra es, ciertamente, una huella mucho mayor y más
dramática que la de Amstrong sobre la Luna: está destruyendo las
condiciones en las que nuestra especie y muchas otras formas de vida existen
sobre el planeta. Está secando el humus del que surge y
depende el homo, etimológica y biológicamente.
Transhumanismo: la
religión del homo deus.
Hecho este repaso por algunos elementos clave del humanismo
y sus implicaciones para nuestra época geohistórica, volvamos ahora a los dos
movimientos con los que abríamos el artículo. El primero, el transhumanismo,
que surge en el siglo XX pero gana fuerza en los inicios del siglo XXI,
defiende el desarrollo y uso de la
ciencia y la tecnología, especialmente las denominadas “tecnologías
convergentes” o NBIC (nanotecnología, biotecnología, informática y ciencias
cognitivas), para mejorar al ser humano en tres direcciones básicas: la superinteligencia,
la superlongevidad y el superbienestar. Transhumanistas
como Max More apelan a principios como el de libertad morfológica (la
posibilidad de dar a nuestro ser la forma que deseemos) o el de proacción (que
contrapone al principio de precaución en el desarrollo tecnológico) para
legitimar el avance hacia el mejoramiento humano.
El horizonte a medio
plazo es la transición de lo humano (de ahí el “trans” del transhumanismo)
hacia un ser casi divino, entre el cíborg y el homo deus,
como lo denomina Yuval Noah Harari. Esto da lugar a una medida transhumanista
de lo humano, que tiene varias implicaciones. En primer lugar y en su faceta
“exterior”, apunta a una extensión radical del ideal humanista de control sobre
el mundo. En segundo lugar, en relación a la medida interior del ser humano,
conlleva una enajenación narrativa y posterior eliminación técnica, de todo
aquello que limita nuestra inteligencia, longevidad o bienestar; una narrativa
que omite, a su vez, las limitaciones de la propia tecnociencia, que se presenta
a la luz de un optimismo cuasi-religioso. En tercer lugar, el transhumanismo
implica una medida superior que descarta o reformula los ideales cualitativos
de la Antigüedad y la Modernidad (p.ej.: las virtudes), que pasan a
cuantificarse en términos de cociente intelectual, años de vida o grado de
bienestar, y que se alcanzan no ya mediante técnicas intersubjetivas como la
educación sino a través de intervenciones objetivantes como la modificación
genética y psíquica apoyada en las NBIC. La tensión moderna entre diferentes
versiones y aspectos de lo humano dentro del propio humanismo se resuelve en el
transhumanismo con la victoria de la razón científica, técnica y económica
frente a toda ética o política crítica, y, más allá, frente a la propia condición
humana.
Para el
transhumanismo, tras este mejoramiento de lo humano aguardaría un horizonte
posthumano: la posibilidad de volcar la conciencia humana en sistemas
informáticos, la robotización masiva y, en última instancia, la emergencia de
superinteligencias y seres superiores en todas sus facetas al ser humano
actual. Así, Ray Kurzweil ha sugerido que, atendiendo al progreso
supuestamente “exponencial” del desarrollo tecnológico en las últimas décadas,
la convergencia NBIC traerá hacia 2045 una “singularidad
tecnológica” que generará cambios irreversibles e impredecibles en la
historia y la evolución de lo humano y, más allá, de la vida y la inteligencia
mismas.
En general, las posiciones transhumanistas se mueven entre
el voluntarismo de quienes abogan por impulsar estos desarrollos (More) y el
tecnodeterminismo de quienes los dan por imparables (Kurzweil); entre el
libertarismo de quienes apelan a la decisión individual (More) y el
democratismo de quienes exigen intervención y beneficio social del desarrollo
de estas tecnologías (James Hughes); entre el optimismo ilustrado de quienes
confían ciegamente en la ciencia, la tecnología o la razón (la mayoría) y
quienes, sin perder el optimismo, advierten diversos riesgos existenciales para
el género humano, tales como su obsolescencia o incluso su extinción a manos de
estas superinteligencias (Nick Bostrom).
Estas narrativas coinciden con enormes inversiones de
dinero: de los programas de la National Science Foundation o la Comisión
Europea para impulsar las NBIC y su convergencia en torno al cambio de milenio
a Neuralink, la empresa de Elon Musk orientada a diseñar interfaces
humano-máquina, Calico, la corporación de Alphabet que ha declarado la guerra a
la muerte, o las inversiones de Peter Thiel (financiador de Paypal, Facebook o
Palantir) en el ámbito de los fármacos psico- y noo-trópicos, en la segunda
década del siglo XXI.
Más allá de las
expectativas y su financiación, los límites e interrogantes son muchos: del
hecho de que nuestros genes interactúan entre sí y con el entorno a la hora de
expresarse y delinear las capacidades humanas al hecho de que conceptos como el
de inteligencia o bienestar son, en buena medida, constructos contextuales. Por
no hablar de los problemas de algunas de estas predicciones: las fallas
históricas de las narrativas exponenciales que, mediante sinécdoques,
generalizan y proyectan patrones como la Ley de Moore en el desarrollo de
microprocesadores al conjunto de la tecnología, o que omiten factores
sociodemográficos y económicos clave en estos avances, los límites materiales
(de la posible escasez de ciertos minerales clave al coste ecológico de estas
tecnologías) o los de principio (como la diferencia fundamental entre carbono y
silicio en tanto que bases de sistemas con conciencia).
Incluso si estas dudas se disipasen, la ciencia ficción y la
historia del humanismo permiten anticipar algunos escenarios poco halagüeños.
En este punto, una pregunta clave es la de cuál es la versión del homo y
de la sociedad que guía la transición al homo deus del
transhumanismo. Muchas de las inversiones y narrativas, tanto utópicas como
distópicas, que acabamos de apuntar parecen indicar que no es otra que la
del homo utilitarius, la trinidad del homo faber,
economicus y consumens. Las implicaciones de este hecho han sido exploradas
en la ciencia ficción, de Neuromancer a Elysium o Altered
Carbon.
En sus versiones excluyentes, estas ficciones presentan un
mundo en el que las desigualdades de capital y poder hacen que los avances de
las NBIC estén disponibles solo para unos pocos. Esto deriva en una secesión
específica (una diferenciación de especie) de los ricos, la imagen opresiva de
un homo deus que gobierna sociedades de meros sapiens o que
quizá los abandona
al colapso, camino de alguna isla, o de Marte: la medida interior de lo
humano se escindiría técnicamente siguiendo las líneas de la clase social.
En sus versiones incluyentes, en las que las tecnologías de
mejoramiento humano permean hacia clases (o especies) subalternas, estas
ficciones sugieren que el paisaje podría no mejorar: millones de seres humanos
autotransformarían su inteligencia, longevidad y bienestar mediante los
servicios de diversas corporaciones, acrecentando si cabe aún más su exposición
a ellas. Frente al ideal libertario de la elección libre, la decisión personal
de adoptar estas mejoras tendría lugar en un contexto en el que el capitalismo
ha elevado la competición en todos los ámbitos, ha precarizado crecientemente
la vida y ha hecho de enfermedades mentales como la depresión una pandemia:
intervenir tecnológicamente en la inteligencia o el bienestar tendría poco de
elección libre en un contexto como ese. Por adaptar un argumento habitual en la
literatura a nuestro contexto local: incluso la superlongevidad de las masas
podría no ser más que la enésima oportunidad de retrasar la edad de jubilación
para un José Luis Escrivá de 160 años.
Si en su versión
excluyente el transhumanismo apunta a una secesión específica de los ricos, en
su versión incluyente apunta a las supercapacidades como un bien de competición
y consumo, y a la tecnología como sostenedora de la supercronificación (es
decir, la extensión ampliada tecnológicamente) de las disfunciones del
capitalismo. En definitiva,
el transhumanismo sería la visión paradigmática de lo humano desde el prisma
del capitalismo tecnológico. Si los avances tecnológicos
actuales no están salvando la educación ni la sanidad públicas, frenando las
desigualdades o el ecocidio hoy, parece injustificado esperar que los futuros
salven a las mayorías (humanas y no humanas) mañana, si no se da una
transformación fundamental del modelo humano y socioeconómico que los define.
Antes bien, cabe anticipar una distribución desigual de los riesgos y de los
beneficios. Como han señalado autores como Ted Chiang, acaso muchos de los
difusos miedos actuales con respecto a la robotización o la Inteligencia
Artificial deriven, precisamente, de esta intuición.
Humanismo
tecnológico: ¿hacia un capitalismo con rostro humano?
La realidad dista de la ficción, sea utópica o distópica. La
convergencia de las NBIC y la supuesta cuarta
revolución industrial podrían traer transformaciones radicales en un
futuro más o menos próximo pero la actualidad está marcada todavía por los
efectos de la tercera de esas revoluciones, la informática. La lista de
corporaciones con mayor capitalización bursátil a día de hoy es prueba de ello.
Este es el contexto de El dilema de las redes sociales, documental de
Netflix que, a través de voces como las de Shoshana Zuboff o Jaron Lanier,
plantea cómo Twitter o Facebook, unas
“redes que nos conectan”, también “nos dividen, nos polarizan, nos distraen,
nos controlan, nos manipulan, nos monetizan”. Frente a ello,
algunos protagonistas del documental han constituido un Centro por una Tecnología
Humana.
Este diagnóstico es también el punto de partida de la obra “Ciberleviatán:
el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital”, de José
María Lasalle, obra y autor que, en los últimos dos años, han impulsado en
España una narrativa en torno al “humanismo tecnológico”. Según Lasalle, la “revolución digital” está
transformando de manera acelerada el mundo, un mundo cuyos habitantes se
encuentran golpeados por un “tsunami de datos”, cada vez más descorporalizados
por el uso continuo de pantallas, dependientes de sistemas de inteligencia
artificial de modo creciente y vigilados por ellos de manera permanente.
Esto estaría resultando en la emergencia de un homo digitalis “proletario”,
cada vez con menos autonomía y derechos en un nuevo mundo digital gobernado por
grandes corporaciones y por el “patriciado” (aquí prefiere evitar la
terminología marxista) que las controla.
En el horizonte se insinuaría un Leviatán émulo del que
Hobbes invocara como palanca para sacar a los humanos del estado de naturaleza.
Este emergente “ciberleviatán”
surgiría por la concentración de conocimiento y poder en ciertas corporaciones
y estados generado por las tecnologías digitales. Un monstruo al que el
emergente “proletariado digital”, expropiado de sus datos y aturdido por un
mundo acelerado por la propia tecnología, estaría cada vez más dispuesto a
ceder libertad a cambio de seguridad y eficacia en su vida cotidiana. El riesgo, advierte, es que la Inteligencia
Artificial pase a ser la medida de todas las cosas. Lejos de un
análisis en profundidad del capitalismo digital, Lasalle tiende a acusar a la
tecnología de ser el principal causante de tanto mal.
Frente a la posible
emergencia del ciberleviatán, Lasalle reclama una nueva revolución liberal
inspirada en Locke: un nuevo pacto social definido por el humanismo
tecnológico, una renovada democracia liberal digital y un actualizado
ordoliberalismo económico. El primero retomaría el clásico gesto
humanista, declarando al ser humano centro del nuevo mundo digital, la segunda
apelaría a la visión de una ciudadanía activa en el ámbito tecnológico,
mientras que el tercero, por un lado, garantizaría legalmente los derechos
del homo digitalis (especialmente, el derecho a la propiedad
de sus datos) y, por otro, establecería las reglas de juego de nuevos mercados
informacionales en torno a ellos. De este modo, la propuesta de Lasalle afirma
aspirar a acabar con los actuales monopolios de conocimiento y poder que, como
un emergente ciberleviatán omnipresente y omnipotente, estarían socavando la
libertad, amenazando así el modelo de economía, democracia y humanidad misma
que el liberalismo contribuyó a construir.
Aplicando nuestra triple medida podemos apreciar los límites
de esta actualización del humanismo liberal de Locke. En primer lugar, delinea
una medida externa que sitúa al ser humano como propietario en el centro de un
emergente mundo digital, omitiendo o tocando de pasada un reto clave para el
ser humano hoy: la crisis climática y de biodiversidad, conectable en su origen
con el individualismo posesivo lockeano y su concepto de propiedad,
crisis con la que la tecnología digital tiene, por su parte, conexiones
ambivalentes. Al confiar las posibilidades de transformación social al
marco liberal del mercado, se ancla al horizonte del capitalismo y el
Capitaloceno; es más, como ha señalado Ekaitz Cancela en un artículo
sobre la obra de Lasalle, este modelo de digitalización apoyado en la
privatización de los datos facilitaría la mercantilización de nuestra vidas.
En segundo lugar, a pesar de ciertas referencias a la
igualdad, la centralidad del homo economicus y el homo
consumens en el planteamiento de Lasalle anticipa una jerarquización
social por razón de clase como medida interna de lo humano. En tercer lugar,
Lasalle esboza una medida superior de lo humano basada en una visión de la
libertad, de la responsabilidad y del ejercicio cívico limitados por los
confines de la democracia representativa liberal y su modelo de ciudadanía. Así
pues, la triple medida de este
humanismo tecnológico parece una triple limitación, y sus pretensiones
revolucionarias, la garantía de pervivencia del status quo.
Como ocurría en el caso del transhumanismo, la agenda del
humanismo tecnológico va de la mano de agendas político-económicas de medio y
largo plazo. El humanismo, profundamente enraizado en la historia europea,
podría ser la nueva marca de un modelo de tecnología made in Europe,
que se plantea como una rentable alternativa al ciberleviatán estadounidense o
chino, y que Lasalle sugiere exportar a América Latina. En esta recomposición
del capitalismo tecnológico ibérico y europeo parece sugerirse evitar Google y
abrazar el humanismo de Telefónica o Bankia.
Pero el asunto no queda, obviamente, en el sector privado.
En este caso, instituciones que van desde el Ministerio
de Economía o la Secretaría
de Estado de Digitalización del Gobierno central al Ayuntamiento
de Barcelona o el Foro
de Humanismo Tecnológico en ESADE ensayan diversos alineamientos
público-privados en torno al humanismo tecnológico. A la propuesta de
Lasalle de hacer de Barcelona la capital del humanismo tecnológico y sede de
un Davos
digital, han respondido figuras como la edil barcelonesa Laia Bonet tomando
con decisión esta bandera. Además, algunos actores de la sociedad civil y la
academia se han sumado a esta alianza de cuádruple
hélice con un claro motor público-privado, lo que ha traído cierta
transversalidad y riqueza a las estrategias ligadas al humanismo tecnológico.
El marco, en cualquier caso, se mantiene dentro del horizonte de la propuesta
de Lasalle.
Esto puede apreciarse en diferentes aspectos de las
políticas socialistas a escala local y estatal. Por ejemplo, en el énfasis,
necesario, pero limitado y limitante, cuando no potencialmente desencaminado y
despolitizador, en la “ética” (aquí cabría preguntarse de qué modelo de ética
se habla, si del eudaimonismo aristotélico, de la deontología kantiana, del
utilitarismo, más probablemente, o de alguna otra) o la mera “transparencia” en
el desarrollo y despliegue de tecnologías. Se aprecia también en la
colaboración continuada con actores económicos cuya relación con dicha ética es
puramente instrumental (un “lavado de cara”) cuando no inexistente o,
directamente, beligerante. Asimismo se aprecia en diversos límites de las
propuestas de regulación de la economía de plataforma o de actualización de los
derechos humanos en la era digital. La lista podría extenderse.
A diferencia del
humanismo tecnológico, la narrativa de la soberanía
tecnológica u otras, como la de la democratización
tecnológica (definitoria de proyectos como Decidim), subrayan, en un lenguaje decididamente
político, la necesidad de una transformación socioeconómica de raíz, en y a
través de la tecnología. Subrayan la necesidad de avanzar en la
construcción y gobernanza pública o público-común de las infraestructuras
digitales críticas (inteligencia artificial, datos, plataformas...); la urgencia
de reforzar la economía digital social, solidaria y procomún, y de conectar
ambas con una democracia participativa ampliada; la obligación de incorporar la
crítica interseccional y ecológica (cuando no el decrecimiento) en el
desarrollo y despliegue de tecnologías; o la importancia de impulsar la
innovación y experimentación de quíntuple hélice con liderazgo y horizonte
público-común.
Lejos queda esto de la posición de Lasalle, con su énfasis
en el individuo, el mercado y la democracia liberal. Y es que todo lo comentado
hasta aquí hace pensar que, como ocurriera con cierta versión del capitalismo
anunciada hace unos años, este
“liberalismo tecnológico”, como también lo denomina el ex-secretario del
Estado, no sería más que una suerte de capitalismo tecnológico con rostro
humano. En definitiva, por recordar a Thoreau, el humanismo tecnológico pondría
medios mejorados al servicio de fines sin mejorar.
Posthumanismos
críticos: aterrizando lo humano en el cosmos.
Como alternativa a la tradición humanista y sus dos
tecnologizados y opuestos sucesores, en las últimas décadas han proliferado
los posthumanismos críticos. En la
tradición de Foucault, esta aproximación desarrolla una genealogía de las
causas, transformaciones y efectos de los discursos en torno a lo humano
(particularmente, los del humanismo), conectándolos con diferentes formas
tecnológicas, culturales y socioeconómicas. Esta tarea crítica va de la mano de
una tarea creativa, acaso más importante: la de apuntar posibles alternativas.
Para resumir sus hipótesis clave recurriremos a la terna de
medidas de lo humano (exterior, interior y superior) que venimos empleando. El
posthumanismo crítico cuestiona, en primer lugar, el antropocentrismo inherente
a la idea del ser humano como medida de las cosas y como ser excepcional
situado en la cúspide de la pirámide evolutiva. Como alternativa, retoma la
narrativa ecológica que lo resitúa como un ser más en una biosfera que lo
antecede y lo atraviesa, de la cual no es independiente sino interdependiente.
En segundo lugar, esta aproximación profundiza en el cuestionamiento de la medida interior de lo humano planteado por la crítica interseccional: impugna las opresiones generadas en torno al género, la clase o la raza; denuncia, en definitiva, el patriarcado, el capitalismo y el racismo. Como ejemplo, en el clásico Manifiesto cíborg de Donna Haraway, además de la imagen del cíborg resulta central la de la mujer de color: en sus argumentos no prima el fetichismo de la tecnología o la imagen del Hombre protético sino el potencial de este par a la hora de repensar la sociedad y el feminismo socialista a finales del siglo XX. El posthumanismo crítico amplía el desmontaje interseccional de la medida interior humanista en dos direcciones, una tecnológica y otra biológica, interrogando las distinciones tradicionales (ontológicas, legales, morales...) entre humano y tecnología, por un lado, y entre humano y animal, por otro lado.
En esta narrativa ninguno de los dos se
consideran “ajenos” al ser humano. Al fin y al cabo, la técnica ha
sido central para el género homo ya desde el homo
habilis, ha coevolucionado con él: el ser humano llegó a ser sapiens porque
primero fue faber. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse cuál es el potencial
transformador del reclamo de “humanizar la tecnología” o de construir una
“tecnología humana”. Toda tecnología es humana. Lo urgente es plantear,
políticamente y de raíz, modelos alternativos de humanidad y de tecnología y,
más aún, de sociedad y de economía.
En esta construcción de alternativas, la segunda ampliación
posthumanista, la bioecológica, es clave. Autoras que van de Lynn Margulis a
Donna Haraway han subrayado que los procesos que generaron al homo
sapiens sapiens, lejos de ser una línea única y ascendente impulsada exclusivamente
por la competición, exhiben múltiples formas de simbiosis, cooperación y
recombinación entre especies. Esta narrativa posthumanista arroja una imagen
mucho más compleja de la historia, identidad y posible supervivencia del ser
humano sobre la tierra: del microbioma de nuestros cuerpos (que acumula más
cantidad de material genético no humano que humano) a la más reciente
domesticación animal, la constitución del homo parece resultar
de una coproducción interespecífica y ecosistémica. Las implicaciones de este
tipo de narrativa posthumanista se aprecian hoy más que nunca: al tiempo que
declaramos la época geológica del anthropos se muestra no sólo
la fragilidad de la biosfera sino también la nuestra en relación con ella. El
resultado es una imagen del humano relacional, cuya medida interior se apoya en
su exterior. Esta redefinición exige incorporar a los no humanos en nuevas
“cosmopolíticas”, como propusiese Bruno Latour hace dos décadas.
La redefinición de las medidas exterior e interior de lo humano exige, a su vez, repensar las medidas “superiores” que cristalizaron en torno a las diferentes virtudes y versiones de la humanitas. El posthumanismo crítico ensaya esa redefinición desde una ontología, una ética y una política relacional y materialista que reconoce lo no humano y lo inhumano dentro de lo humano, en torno a lo humano y más allá de lo humano. Así, algunas narrativas posthumanistas como la de Rosi Braidotti, apuntan a agendas político-económicas que atienden no solo al florecimiento de los seres humanos sino al de la vida sobre la Tierra, en su prolija e imbricada diversidad. Una ética y una política que reconocen deberes, compromisos y nuevos conflictos en torno a la sostenibilidad y plenitud de estos ecosistemas de relaciones. Lo hacen sin recurrir a universalismos anclados en un medida o esencia humana, sino haciéndose cargo de la situación, encarnación y diversidad de estos nuevos actores éticos y políticos.
Esto implica ir más allá de posturas animalistas
liberales que aún jerarquizan, legal o moralmente, a los seres vivos en función
de su similitud con el ser humano (p.ej., por su inteligencia); implica
explorar éticas relacionales no limitadas a la racionalidad; implica, en
definitiva, construir nuevas formas de dignidad y respeto más acá y más allá de
lo humano. Como ejemplo, Haraway propone la imagen de las especies de compañía,
ejemplificadas por sus perros, como puerta de entrada para replantear las
relaciones entre humanos y animales. Así, subraya la urgencia de generar
“parentescos” (afinidades, no quimeras) entre especies, de repensar la
tecnociencia y el futuro desde la falibilidad y la ficción, y de redefinir
nuestras formas de “respons-abilidad” ante los problemas crónicos de un planeta
herido.
Estas narrativas se separan del imaginario transhumanista
de La isla del doctor Moreau y sus vengativas quimeras pero
también de las metáforas de tintes ecofascistas que denostan al humano como
virus planetario, en lugar de atacar ciertas métricas y sistemas
socioeconómicos suyos. Dicho esto, lejos de la visión nostálgica de una Naturaleza idealizada y
sustantivizada, estas aproximaciones incluyen a la tecnología como aspecto
clave en la construcción de mundos alternativos al del homo utilitarius y
el capitalismo. Simétricamente, la reflexión en torno a la tecnología desde la
perspectiva posthumanista crítica incluye la ecología política en su mismo
núcleo.
Estas narrativas posthumanistas apuntan a concepciones del
ser humano que ya no son reductibles ni al homo sapiens, ni
al faber ni, menos aún, al economicus. Una
propuesta neohumanista alineada con esta sugerencia, e inspirada en las
ciencias complejas, sería la del homo complexus, formulada por
Edgar Morin décadas atrás, o quizá la del humanista no-humanista de Edward
Said, apoyado en la experiencia del exilio, la extraterritorialidad y la
autocrítica. Las medidas del ser humano serían, en este caso, muy diferentes a
las de la tradición humanista y transhumanista. Pero el posthumanismo crítico
iría más allá en la difuminación de lo interior y lo exterior, lo propio y lo
ajeno. Acaso apuntando a un humano que ya no pretenda ser la medida de las
cosas, a un humano tal vez abierto a que las cosas sean su medida, o quizá a
que, por decirlo cruzando a San Agustín y a Blake, la única medida sea la
ausencia de medida. En el fondo, posiciones como las de Braidotti apuntan
a:
Una humanitas y a un sistema
socioeconómico no centrado en la maximización del control, del beneficio o del
consumo, sino en la experimentación colectiva y el cuidado por el
florecimiento, el reconocimiento de la interdependencia y el valor de lo vivo.
Una política no del poder propio sino de la potencia mutua, definida por
equilibrios siempre problemáticos y conflictivos, necesitados de crítica y no
sólo de ética.
Este horizonte no puede en modo alguno omitir la realidad
del presente: la de la desigualdad social creciente en muchos países y el
incumplimiento cotidiano de los derechos humanos en todo el mundo, la de la
compleja traducción de la crítica posthumanista en estrategia política en un
momento de urgencia como el actual, o la del riesgo de su limitación al ámbito
cultural. Sin embargo, acaso el intento de alcanzar el cumplimiento de derechos
básicos exija una transformación sistémica y de raíz, tanto de las narrativas
en torno al ser humano como de las prácticas culturales, tecnológicas y
socioeconómicas enlazadas con ellas, desde una mirada de corto, medio, largo y
muy largo plazo.
Si es cierto que nos
amenaza un ciberleviatán, por un lado, y un colapso climático y ecológico, por
otro, lo urgente no sería reiterar los gestos cansados del humanismo sino
reimaginar y reconstruir las relaciones entre humanidad, tecnología y biosfera
más allá del capitalismo. Tal vez explorar las posibilidades de esa
multitud anterior al pacto social de la que hablaba Hobbes y de la que Michael
Hardt y Antonio Negri han hecho el actor clave del capitalismo cognitivo.
Una multitud que, tras pasar por el crisol posthumanista,
debería incorporar, en tanto que multiplicidad de singularidades, no solo a
seres humanos sino también no humanos, en pos de nuevos pactos no ya sociales
sino ecosociotécnicos.
Ante nosotros ya no se abriría, entonces, una alternativa
entre el transhumanismo de la Singularidad única y mayúscula de Kurzweil,
apoteosis trascendente del capitalismo tecnológico, y un pacto social para la
renovación del mercado, la democracia liberal y el individuo cívico en el
contexto digital, como propone Lasalle, trasunto de un capitalismo tecnológico
con rostro humano. En su lugar se abriría, tal vez, la posibilidad de un
diálogo entre esta concepción compleja y posthumanista del ser humano y
procesos de democratización tecnológica, de transformación política y
socioeconómica, a la altura tanto de la sociedad digital como del Capitaloceno.
Antonio Calleja-López.
Investigador y coordinador de tecnopolitica.net en el Instituto
Interdisciplinario de Internet (IN3) de la Universitat Oberta de Catalunya
(UOC)
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