PÀGINES MONOGRÀFIQUES

25/5/21

Experimentar y cuidar, reconociendo la interdependencia y el valor de lo vivo

EL FUTURO DE LA HUMANIDAD Y LA TECNOLOGÍA

¿Hacia un capitalismo tecnológico con rostro humano?

Frente a quienes repiten los viejos gestos del humanismo, ahora tecnologizado, urge reimaginar las relaciones entre humanidad, tecnologías y biosfera más allá del capitalismo.

Desde la revolución industrial, las innovaciones tecnológicas han ido de la mano de una transformación de nuestras vidas y de los conceptos con los que nos pensamos. Así, en las últimas décadas, avances en ámbitos como la biotecnología o las TIC han ido ligados al surgimiento de narrativas rivales en torno a las relaciones entre humanidad y tecnología. Desde la década de los 90 y los 2000, una de ellas ha sido el transhumanismo, una visión abanderada por figuras de Silicon Valley como Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google, que afirman que debemos usar la tecnología para mejorar radicalmente nuestra constitución biológica, cognitiva y social.

Más recientemente, el humanismo tecnológico ha subrayado una urgencia inversa, no la necesidad de tecnologizar lo humano sino la de humanizar la tecnología, introduciendo la ética y los valores del humanismo en su seno para evitar que nos destruya. Esta segunda posición agrupa a figuras públicas que van desde algunos renegados de Silicon Valley a intelectuales como José María Lasalle, Secretario de Estado entre 2016 y 2018. 

Lejos de ser juegos retóricos anecdóticos, estas visiones van ligadas a agendas político-económicas de medio y largo plazo que podrían definir el futuro de ambas, humanidad y tecnologíaMientras que el transhumanismo parece triunfar entre actores ligados a grandes empresas tecnológicas y fondos de inversión, el humanismo tecnológico empieza a traducirse en estrategias de colaboración entre actores públicos, como el Gobierno central y el Ayuntamiento de Barcelona, y actores privados, como los congregados cada año en torno a grandes eventos como el Smart City Expo y el Mobile World Congress.  

En torno al humanismo: las medidas y las concepciones de lo humano.

Tanto el transhumanismo como el humanismo tecnológico hunden sus raíces en una de las grandes narrativas de la modernidad, el humanismo, que, en tanto que filosofía del Hombre, situó al ser humano como medida de la realidad. Si bien a veces se identifica al humanismo con un movimiento cultural que floreció entre los siglos XIV y XVI, lo cierto es que buena parte de las ideas humanistas anteceden a ese periodo y han pervivido mucho más allá de él. Intuiciones del Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirandola, escrito en el siglo XV, perduran en obras de Sartre o en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, escritas a mediados del XX. Por ello, más allá del umanesimo italiano, parece necesario pensar el humanismo como una constelación filosófica característica de la Modernidad, algunas de cuyas coordenadas pueden encontrarse ya en la tradición grecorromana. 

No sin una inevitable simplificación, podría decirse que han sido tres las medidas de lo humano en la tradición filosófica humanista. Una primera, que podría definirse como la medida “exterior”, apunta a la relación entre el ser humano y el resto de realidades del universo. Para la tradición filosófica humanista el ser humano es “la medida de todas las cosas”, el potencial propietario de todas ellas y su conocedor y agente moral clave, fundamento trascendental y fin último. Además de esta medida exterior habría una segunda métrica de lo humano, la que podríamos calificar como “interior”, que apunta a la relación entre el ser humano y su diversidad interna, tanto social como personal. Esta segunda medida podría rastrearse en la disputada sentencia de Terencio que reza “humano soy, y nada de lo humano me es ajeno”. En ella, las diferencias entre seres humanos, sociales o morales, intelectuales o sentimentales, podrían retrotraerse a una misma y compleja condición humana. El tercer gesto del humanismo, la medida que denominaremos “superior”, apunta a un ideal de plenitud, es decir, a un despliegue completo de las mejores posibilidades del ser humano. Históricamente, esta tercera medida coaguló en ideales que fueron desde las virtudes de la tradición antigua (como la templanza, la valentía, la prudencia y la justicia platónicas o la humanitas ciceroniana) hasta la excelencia intelectual, moral y sentimental de los modernos.

Esta trinidad antropométrica, estas medidas exterior, interior y superior, sirvieron como cuadrante orientativo al hombre vitruviano del humanismo. Sus diversas formulaciones, de la neoplatónica a la liberal, mantuvieron estos tres gestos en común. 

Como todo modelo, el humanismo implicó, asumió u ocultó una tremenda simplificación y jerarquización tanto del mundo como del propio ser humano. Así, buena parte de la tradición humanista se ha caracterizado por el antropocentrismo (y el excepcionalismo humano y el especismo frente al resto de seres vivos) en lo relativo a su medida exterior, el androcentrismo (y la jerarquización por género, raza o clase) en lo que respecta a su medida interior, y el reduccionismo moral (y la priorización de un reducido número de visiones sobre la plenitud humana) en lo relativo a su medida superior.

Esto resultó de una lógica de identidad y diferencia ligada al poder y la exclusión: la definición y el despliegue de ciertas versiones de la esencia humana hacia el exterior, hacia el interior y hacia lo superior implicó procesos de jerarquización entre seres humanos y no humanos, entre unos seres humanos y otros, y entre unas versiones de la vida humana y otras; cuando no de aniquilación de los segundos por los primeros.

Estas tres medidas han variado en conexión con diversas definiciones del ser humano ligadas, a su vez, a diferentes constelaciones culturales, técnicas y socioeconómicas. Del homo politicus  de Aristóteles en la Antigüedad o el homo sapiens de Linneo en el clímax de la Ilustración, pasando por el homo faber de Franklin y Marx durante las  revoluciones industriales o el homo economicus de Stuart Mill en el siglo XIX, hasta llegar al homo consumens del que hablase Fromm en el XX. Estas tres últimas parecen ser las versiones del ser humano que marcaron los últimos dos siglos, periodo de revoluciones industriales, economías capitalistas y sociedades de consumo.

La conjunción del homo faber, el homo economicus y el homo consumens delinea la figura de un maximizador utilitarista u homo utilitarius: un ser humano que define sus relaciones con la realidad (seres vivos u objetos, es decir, su medida exterior), con la sociedad (otros seres humanos y su propia persona, su medida interior) y la moralidad (las mejores versiones de sí mismo, su medida superior) en términos de maximización del control y la transformación técnica, del capital y el beneficio económico, así como del consumo y el disfrute. Cualquier otra medida de lo humano y de las cosas pasa a ser relativa, medio subordinado a estos tres fines. Esta medida implica una jerarquización interna y externa, socioeconómica y ecológica: quienes se encuentran en la cúspide de esta jerarquía explotan seres humanos, seres vivos y recursos materiales a una escala sin precedentes en la historia. 

Homo utilitarius y Capitaloceno. 

Es desde esta construcción del ser humano como homo utilitarius y su relación con un determinado modelo socioeconómico desde donde debe, quizá, leerse nuestra época. En la última década se ha extendido la idea de que nos encontramos en una nueva era geológica debido a los cambios acelerados que la actividad humana está teniendo sobre la biosfera y el clima: habríamos pasado del Holoceno, el periodo previo, al Antropoceno, la era geológica del ser humano. Sin embargo, si bien algunos de los impactos ecológicos de la especie humana datan de miles de años atrás, es desde la revolución industrial y la emergencia del capitalismo cuando su actividad se ha hecho insoslayable y particularmente destructiva. Por ello, hay quienes han sugerido que, más que de Antropoceno, deberíamos hablar de CapitalocenoLa huella del homo utilitarius y del capitalismo sobre la Tierra es, ciertamente, una huella mucho mayor y más dramática que la de Amstrong sobre la Luna: está destruyendo las condiciones en las que nuestra especie y muchas otras formas de vida existen sobre el planeta. Está secando el humus del que surge y depende el homo, etimológica y biológicamente.

Transhumanismo: la religión del homo deus. 

Hecho este repaso por algunos elementos clave del humanismo y sus implicaciones para nuestra época geohistórica, volvamos ahora a los dos movimientos con los que abríamos el artículo. El primero, el transhumanismo, que surge en el siglo XX pero gana fuerza en los inicios del siglo XXI, defiende el desarrollo y uso de la ciencia y la tecnología, especialmente las denominadas “tecnologías convergentes” o NBIC (nanotecnología, biotecnología, informática y ciencias cognitivas), para mejorar al ser humano en tres direcciones básicas: la superinteligencia, la superlongevidad  y el superbienestar. Transhumanistas como Max More apelan a principios como el de libertad morfológica (la posibilidad de dar a nuestro ser la forma que deseemos) o el de proacción (que contrapone al principio de precaución en el desarrollo tecnológico) para legitimar el avance hacia el mejoramiento humano. 

El horizonte a medio plazo es la transición de lo humano (de ahí el “trans” del transhumanismo) hacia un ser casi divino, entre el cíborg y el homo deus, como lo denomina Yuval Noah Harari. Esto da lugar a una medida transhumanista de lo humano, que tiene varias implicaciones. En primer lugar y en su faceta “exterior”, apunta a una extensión radical del ideal humanista de control sobre el mundo. En segundo lugar, en relación a la medida interior del ser humano, conlleva una enajenación narrativa y posterior eliminación técnica, de todo aquello que limita nuestra inteligencia, longevidad o bienestar; una narrativa que omite, a su vez, las limitaciones de la propia tecnociencia, que se presenta a la luz de un optimismo cuasi-religioso. En tercer lugar, el transhumanismo implica una medida superior que descarta o reformula los ideales cualitativos de la Antigüedad y la Modernidad (p.ej.: las virtudes), que pasan a cuantificarse en términos de cociente intelectual, años de vida o grado de bienestar, y que se alcanzan no ya mediante técnicas intersubjetivas como la educación sino a través de intervenciones objetivantes como la modificación genética y psíquica apoyada en las NBIC. La tensión moderna entre diferentes versiones y aspectos de lo humano dentro del propio humanismo se resuelve en el transhumanismo con la victoria de la razón científica, técnica y económica frente a toda ética o política crítica, y, más allá, frente a la propia condición humana.  

Para el transhumanismo, tras este mejoramiento de lo humano aguardaría un horizonte posthumano: la posibilidad de volcar la conciencia humana en sistemas informáticos, la robotización masiva y, en última instancia, la emergencia de superinteligencias y seres superiores en todas sus facetas al ser humano actual. Así, Ray Kurzweil ha sugerido que, atendiendo al progreso supuestamente “exponencial” del desarrollo tecnológico en las últimas décadas, la convergencia NBIC traerá hacia 2045 una “singularidad tecnológica” que generará cambios irreversibles e impredecibles en la historia y la evolución de lo humano y, más allá, de la vida y la inteligencia mismas. 

En general, las posiciones transhumanistas se mueven entre el voluntarismo de quienes abogan por impulsar estos desarrollos (More) y el tecnodeterminismo de quienes los dan por imparables (Kurzweil); entre el libertarismo de quienes apelan a la decisión individual (More) y el democratismo de quienes exigen intervención y beneficio social del desarrollo de estas tecnologías (James Hughes); entre el optimismo ilustrado de quienes confían ciegamente en la ciencia, la tecnología o la razón (la mayoría) y quienes, sin perder el optimismo, advierten diversos riesgos existenciales para el género humano, tales como su obsolescencia o incluso su extinción a manos de estas superinteligencias (Nick Bostrom).

Estas narrativas coinciden con enormes inversiones de dinero: de los programas de la National Science Foundation o la Comisión Europea para impulsar las NBIC y su convergencia en torno al cambio de milenio a Neuralink, la empresa de Elon Musk orientada a diseñar interfaces humano-máquina, Calico, la corporación de Alphabet que ha declarado la guerra a la muerte, o las inversiones de Peter Thiel (financiador de Paypal, Facebook o Palantir) en el ámbito de los fármacos psico- y noo-trópicos, en la segunda década del siglo XXI.

Más allá de las expectativas y su financiación, los límites e interrogantes son muchos: del hecho de que nuestros genes interactúan entre sí y con el entorno a la hora de expresarse y delinear las capacidades humanas al hecho de que conceptos como el de inteligencia o bienestar son, en buena medida, constructos contextuales. Por no hablar de los problemas de algunas de estas predicciones: las fallas históricas de las narrativas exponenciales que, mediante sinécdoques, generalizan y proyectan patrones como la Ley de Moore en el desarrollo de microprocesadores al conjunto de la tecnología, o que omiten factores sociodemográficos y económicos clave en estos avances, los límites materiales (de la posible escasez de ciertos minerales clave al coste ecológico de estas tecnologías) o los de principio (como la diferencia fundamental entre carbono y silicio en tanto que bases de sistemas con conciencia). 

Incluso si estas dudas se disipasen, la ciencia ficción y la historia del humanismo permiten anticipar algunos escenarios poco halagüeños. En este punto, una pregunta clave es la de cuál es la versión del homo y de la sociedad que guía la transición al homo deus del transhumanismo. Muchas de las inversiones y narrativas, tanto utópicas como distópicas, que acabamos de apuntar parecen indicar que no es otra que la del homo utilitarius, la trinidad del homo faber, economicus y consumens. Las implicaciones de este hecho han sido exploradas en la ciencia ficción, de Neuromancer a Elysium o Altered Carbon.

En sus versiones excluyentes, estas ficciones presentan un mundo en el que las desigualdades de capital y poder hacen que los avances de las NBIC estén disponibles solo para unos pocos. Esto deriva en una secesión específica (una diferenciación de especie) de los ricos, la imagen opresiva de un homo deus que gobierna sociedades de meros sapiens o que quizá los abandona al colapso, camino de alguna isla, o de Marte: la medida interior de lo humano se escindiría técnicamente siguiendo las líneas de la clase social.

En sus versiones incluyentes, en las que las tecnologías de mejoramiento humano permean hacia clases (o especies) subalternas, estas ficciones sugieren que el paisaje podría no mejorar: millones de seres humanos autotransformarían su inteligencia, longevidad y bienestar mediante los servicios de diversas corporaciones, acrecentando si cabe aún más su exposición a ellas. Frente al ideal libertario de la elección libre, la decisión personal de adoptar estas mejoras tendría lugar en un contexto en el que el capitalismo ha elevado la competición en todos los ámbitos, ha precarizado crecientemente la vida y ha hecho de enfermedades mentales como la depresión una pandemia: intervenir tecnológicamente en la inteligencia o el bienestar tendría poco de elección libre en un contexto como ese. Por adaptar un argumento habitual en la literatura a nuestro contexto local: incluso la superlongevidad de las masas podría no ser más que la enésima oportunidad de retrasar la edad de jubilación para un José Luis Escrivá de 160 años. 

Si en su versión excluyente el transhumanismo apunta a una secesión específica de los ricos, en su versión incluyente apunta a las supercapacidades como un bien de competición y consumo, y a la tecnología como sostenedora de la supercronificación (es decir, la extensión ampliada tecnológicamente) de las disfunciones del capitalismo. En definitiva, el transhumanismo sería la visión paradigmática de lo humano desde el prisma del capitalismo tecnológico. Si los avances tecnológicos actuales no están salvando la educación ni la sanidad públicas, frenando las desigualdades o el ecocidio hoy, parece injustificado esperar que los futuros salven a las mayorías (humanas y no humanas) mañana, si no se da una transformación fundamental del modelo humano y socioeconómico que los define. Antes bien, cabe anticipar una distribución desigual de los riesgos y de los beneficios. Como han señalado autores como Ted Chiang, acaso muchos de los difusos miedos actuales con respecto a la robotización o la Inteligencia Artificial deriven, precisamente, de esta intuición.  

Humanismo tecnológico: ¿hacia un capitalismo con rostro humano? 

La realidad dista de la ficción, sea utópica o distópica. La convergencia de las NBIC y la supuesta cuarta revolución industrial podrían traer transformaciones radicales en un futuro más o menos próximo pero la actualidad está marcada todavía por los efectos de la tercera de esas revoluciones, la informática. La lista de corporaciones con mayor capitalización bursátil a día de hoy es prueba de ello. Este es el contexto de El dilema de las redes sociales, documental de Netflix que, a través de voces como las de Shoshana Zuboff o Jaron Lanier, plantea cómo Twitter o Facebook, unas “redes que nos conectan”, también “nos dividen, nos polarizan, nos distraen, nos controlan, nos manipulan, nos monetizan”. Frente a ello, algunos protagonistas del documental han constituido un Centro por una Tecnología Humana.

Este diagnóstico es también el punto de partida de la obra “Ciberleviatán: el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital”, de José María Lasalle, obra y autor que, en los últimos dos años, han impulsado en España una narrativa en torno al “humanismo tecnológico”. Según Lasalle, la “revolución digital” está transformando de manera acelerada el mundo, un mundo cuyos habitantes se encuentran golpeados por un “tsunami de datos”, cada vez más descorporalizados por el uso continuo de pantallas, dependientes de sistemas de inteligencia artificial de modo creciente y vigilados por ellos de manera permanente. Esto estaría resultando en la emergencia de un homo digitalis “proletario”, cada vez con menos autonomía y derechos en un nuevo mundo digital gobernado por grandes corporaciones y por el “patriciado” (aquí prefiere evitar la terminología marxista) que las controla.

En el horizonte se insinuaría un Leviatán émulo del que Hobbes invocara como palanca para sacar a los humanos del estado de naturaleza. Este emergente “ciberleviatán” surgiría por la concentración de conocimiento y poder en ciertas corporaciones y estados generado por las tecnologías digitales. Un monstruo al que el emergente “proletariado digital”, expropiado de sus datos y aturdido por un mundo acelerado por la propia tecnología, estaría cada vez más dispuesto a ceder libertad a cambio de seguridad y eficacia en su vida cotidiana. El riesgo, advierte, es que la Inteligencia Artificial pase a ser la medida de todas las cosas. Lejos de un análisis en profundidad del capitalismo digital, Lasalle tiende a acusar a la tecnología de ser el principal causante de tanto mal. 

Frente a la posible emergencia del ciberleviatán, Lasalle reclama una nueva revolución liberal inspirada en Locke: un nuevo pacto social definido por el humanismo tecnológico, una renovada democracia liberal digital y un actualizado ordoliberalismo económico. El primero retomaría el clásico gesto humanista, declarando al ser humano centro del nuevo mundo digital, la segunda apelaría a la visión de una ciudadanía activa en el ámbito tecnológico, mientras que el tercero, por un lado, garantizaría legalmente los derechos del homo digitalis (especialmente, el derecho a la propiedad de sus datos) y, por otro, establecería las reglas de juego de nuevos mercados informacionales en torno a ellos. De este modo, la propuesta de Lasalle afirma aspirar a acabar con los actuales monopolios de conocimiento y poder que, como un emergente ciberleviatán omnipresente y omnipotente, estarían socavando la libertad, amenazando así el modelo de economía, democracia y humanidad misma que el liberalismo contribuyó a construir.    

Aplicando nuestra triple medida podemos apreciar los límites de esta actualización del humanismo liberal de Locke. En primer lugar, delinea una medida externa que sitúa al ser humano como propietario en el centro de un emergente mundo digital, omitiendo o tocando de pasada un reto clave para el ser humano hoy: la crisis climática y de biodiversidad, conectable en su origen con el individualismo posesivo lockeano y su concepto de propiedad, crisis  con la que la tecnología digital tiene, por su parte, conexiones ambivalentes.  Al confiar las posibilidades de transformación social al marco liberal del mercado, se ancla al horizonte del capitalismo y el Capitaloceno; es más, como ha señalado Ekaitz Cancela en un artículo sobre la obra de Lasalle, este modelo de digitalización apoyado en la privatización de los datos facilitaría la mercantilización de nuestra vidas.

En segundo lugar, a pesar de ciertas referencias a la igualdad, la centralidad del homo economicus y el homo consumens en el planteamiento de Lasalle anticipa una jerarquización social por razón de clase como medida interna de lo humano. En tercer lugar, Lasalle esboza una medida superior de lo humano basada en una visión de la libertad, de la responsabilidad y del ejercicio cívico limitados por los confines de la democracia representativa liberal y su modelo de ciudadanía. Así pues, la triple medida de este humanismo tecnológico parece una triple limitación, y sus pretensiones revolucionarias, la garantía de pervivencia del status quo.  

Como ocurría en el caso del transhumanismo, la agenda del humanismo tecnológico va de la mano de agendas político-económicas de medio y largo plazo. El humanismo, profundamente enraizado en la historia europea, podría ser la nueva marca de un modelo de tecnología made in Europe, que se plantea como una rentable alternativa al ciberleviatán estadounidense o chino, y que Lasalle sugiere exportar a América Latina. En esta recomposición del capitalismo tecnológico ibérico y europeo parece sugerirse evitar Google y abrazar el humanismo de  Telefónica o Bankia

Pero el asunto no queda, obviamente, en el sector privado. En este caso, instituciones que van desde el Ministerio de Economía o la Secretaría de Estado de Digitalización del Gobierno central al Ayuntamiento de Barcelona o el Foro de Humanismo Tecnológico en ESADE ensayan diversos alineamientos público-privados en torno al humanismo tecnológico. A la propuesta de Lasalle de hacer de Barcelona la capital del humanismo tecnológico y sede de un Davos digital, han respondido figuras como la edil barcelonesa Laia Bonet tomando con decisión esta bandera. Además, algunos actores de la sociedad civil y la academia se han sumado a esta alianza de cuádruple hélice con un claro motor público-privado, lo que ha traído cierta transversalidad y riqueza a las estrategias ligadas al humanismo tecnológico. El marco, en cualquier caso, se mantiene dentro del horizonte de la propuesta de Lasalle.

Esto puede apreciarse en diferentes aspectos de las políticas socialistas a escala local y estatal. Por ejemplo, en el énfasis, necesario, pero limitado y limitante, cuando no potencialmente desencaminado y despolitizador, en la “ética” (aquí cabría preguntarse de qué modelo de ética se habla, si del eudaimonismo aristotélico, de la deontología kantiana, del utilitarismo, más probablemente, o de alguna otra) o la mera “transparencia” en el desarrollo y despliegue de tecnologías. Se aprecia también en la colaboración continuada con actores económicos cuya relación con dicha ética es puramente instrumental (un “lavado de cara”) cuando no inexistente o, directamente, beligerante. Asimismo se aprecia en diversos límites de las propuestas de regulación de la economía de plataforma o de actualización de los derechos humanos en la era digital. La lista podría extenderse.    

A diferencia del humanismo tecnológico, la narrativa de la soberanía tecnológica u otras, como la de la democratización tecnológica (definitoria de proyectos como Decidim), subrayan, en un lenguaje decididamente político, la necesidad de una transformación socioeconómica de raíz, en y a través de la tecnología. Subrayan la necesidad de avanzar en la construcción y gobernanza pública o público-común de las infraestructuras digitales críticas (inteligencia artificial, datos, plataformas...); la urgencia de reforzar la economía digital social, solidaria y procomún, y de conectar ambas con una democracia participativa ampliada; la obligación de incorporar la crítica interseccional y ecológica (cuando no el decrecimiento) en el desarrollo y despliegue de tecnologías; o la importancia de impulsar la innovación y experimentación de quíntuple hélice con liderazgo y horizonte público-común.

Lejos queda esto de la posición de Lasalle, con su énfasis en el individuo, el mercado y la democracia liberal. Y es que todo lo comentado hasta aquí hace pensar que, como ocurriera con cierta versión del capitalismo anunciada hace unos años, este “liberalismo tecnológico”, como también lo denomina el ex-secretario del Estado, no sería más que una suerte de capitalismo tecnológico con rostro humano. En definitiva, por recordar a Thoreau, el humanismo tecnológico pondría medios mejorados al servicio de fines sin mejorar. 

Posthumanismos críticos: aterrizando lo humano en el cosmos. 

Como alternativa a la tradición humanista y sus dos tecnologizados y opuestos sucesores, en las últimas décadas han proliferado los posthumanismos críticos. En la tradición de Foucault, esta aproximación desarrolla una genealogía de las causas, transformaciones y efectos de los discursos en torno a lo humano (particularmente, los del humanismo), conectándolos con diferentes formas tecnológicas, culturales y socioeconómicas. Esta tarea crítica va de la mano de una tarea creativa, acaso más importante: la de apuntar posibles alternativas.

Para resumir sus hipótesis clave recurriremos a la terna de medidas de lo humano (exterior, interior y superior) que venimos empleando. El posthumanismo crítico cuestiona, en primer lugar, el antropocentrismo inherente a la idea del ser humano como medida de las cosas y como ser excepcional situado en la cúspide de la pirámide evolutiva. Como alternativa, retoma la narrativa ecológica que lo resitúa como un ser más en una biosfera que lo antecede y lo atraviesa, de la cual no es independiente sino interdependiente. 

En segundo lugar, esta aproximación profundiza en el cuestionamiento de la medida interior de lo humano planteado por la crítica interseccional: impugna las opresiones generadas en torno al género, la clase o la raza; denuncia, en definitiva, el patriarcado, el capitalismo y el racismo. Como ejemplo, en el clásico Manifiesto cíborg de Donna Haraway, además de la imagen del cíborg resulta central la de la mujer de color: en sus argumentos no prima el fetichismo de la tecnología o la imagen del Hombre protético sino el potencial de este par a la hora de repensar la sociedad y el feminismo socialista a finales del siglo XX. El posthumanismo crítico amplía el desmontaje interseccional de  la medida interior humanista en dos direcciones, una tecnológica y otra biológica, interrogando las distinciones tradicionales (ontológicas, legales, morales...) entre humano y tecnología, por un lado, y entre humano y animal, por otro lado. 

En esta narrativa ninguno de los dos se consideran “ajenos” al ser humano. Al fin y al cabo, la técnica ha sido central para el género homo ya desde el homo habilis, ha coevolucionado con él: el ser humano llegó a ser sapiens porque primero fue faber. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse cuál es el potencial transformador del reclamo de “humanizar la tecnología” o de construir una “tecnología humana”. Toda tecnología es humana. Lo urgente es plantear, políticamente y de raíz, modelos alternativos de humanidad y de tecnología y, más aún, de sociedad y de economía. 

En esta construcción de alternativas, la segunda ampliación posthumanista, la bioecológica, es clave. Autoras que van de Lynn Margulis a Donna Haraway han subrayado que los procesos que generaron al homo sapiens sapiens, lejos de ser una línea única y ascendente impulsada exclusivamente por la competición, exhiben múltiples formas de simbiosis, cooperación y recombinación entre especies. Esta narrativa posthumanista arroja una imagen mucho más compleja de la historia, identidad y posible supervivencia del ser humano sobre la tierra: del microbioma de nuestros cuerpos (que acumula más cantidad de material genético no humano que humano) a la más reciente domesticación animal, la constitución del homo parece resultar de una coproducción interespecífica y ecosistémica. Las implicaciones de este tipo de narrativa posthumanista se aprecian hoy más que nunca: al tiempo que declaramos la época geológica del anthropos se muestra no sólo la fragilidad de la biosfera sino también la nuestra en relación con ella. El resultado es una imagen del humano relacional, cuya medida interior se apoya en su exterior. Esta redefinición exige incorporar a los no humanos en nuevas “cosmopolíticas”, como propusiese Bruno Latour hace dos décadas. 

La redefinición de las medidas exterior e interior de lo humano exige, a su vez, repensar las medidas “superiores” que cristalizaron en torno a las diferentes virtudes y versiones de la humanitas. El posthumanismo crítico ensaya esa redefinición desde una ontología, una ética y una política relacional y materialista que reconoce lo no humano y lo inhumano dentro de lo humano, en torno a lo humano y más allá de lo humano.  Así, algunas narrativas posthumanistas como la de Rosi Braidotti, apuntan a agendas político-económicas que atienden no solo al florecimiento de los seres humanos sino al de la vida sobre la Tierra, en su prolija e imbricada diversidad. Una ética y una política que reconocen deberes, compromisos y nuevos conflictos en torno a la sostenibilidad y plenitud de estos ecosistemas de relaciones. Lo hacen sin recurrir a universalismos anclados en un medida o esencia humana, sino haciéndose cargo de la situación, encarnación y diversidad de estos nuevos actores éticos y políticos. 

Esto implica ir más allá de posturas animalistas liberales que aún jerarquizan, legal o moralmente, a los seres vivos en función de su similitud con el ser humano (p.ej., por su inteligencia); implica explorar éticas relacionales no limitadas a la racionalidad; implica, en definitiva, construir nuevas formas de dignidad y respeto más acá y más allá de lo humano. Como ejemplo, Haraway propone la imagen de las especies de compañía, ejemplificadas por sus perros, como puerta de entrada para replantear las relaciones entre humanos y animales. Así, subraya la urgencia de generar “parentescos” (afinidades, no quimeras) entre especies, de repensar la tecnociencia y el futuro desde la falibilidad y la ficción, y de redefinir nuestras formas de “respons-abilidad” ante los problemas crónicos de un planeta herido. 

Estas narrativas se separan del imaginario transhumanista de La isla del doctor Moreau y sus vengativas quimeras pero también de las metáforas de tintes ecofascistas que denostan al humano como virus planetario, en lugar de atacar ciertas métricas y sistemas socioeconómicos suyos.  Dicho esto, lejos de la visión nostálgica de una Naturaleza idealizada y sustantivizada, estas aproximaciones incluyen a la tecnología como aspecto clave en la construcción de mundos alternativos al del homo utilitarius y el capitalismo. Simétricamente, la reflexión en torno a la tecnología desde la perspectiva posthumanista crítica incluye la ecología política en su mismo núcleo.

Estas narrativas posthumanistas apuntan a concepciones del ser humano que ya no son reductibles ni al homo sapiens, ni al faber ni, menos aún, al economicus. Una propuesta neohumanista alineada con esta sugerencia, e inspirada en las ciencias complejas, sería la del homo complexus, formulada por Edgar Morin décadas atrás, o quizá la del humanista no-humanista de Edward Said, apoyado en la experiencia del exilio, la extraterritorialidad y la autocrítica. Las medidas del ser humano serían, en este caso, muy diferentes a las de la tradición humanista y transhumanista. Pero el posthumanismo crítico iría más allá en la difuminación de lo interior y lo exterior, lo propio y lo ajeno. Acaso apuntando a un humano que ya no pretenda ser la medida de las cosas, a un humano tal vez abierto a que las cosas sean su medida, o quizá a que, por decirlo cruzando a San Agustín y a Blake, la única medida sea la ausencia de medida. En el fondo, posiciones como las de Braidotti apuntan a: 

Una humanitas y a un sistema socioeconómico no centrado en la maximización del control, del beneficio o del consumo, sino en la experimentación colectiva y el cuidado por el florecimiento, el reconocimiento de la interdependencia y el valor de lo vivo. Una política no del poder propio sino de la potencia mutua, definida por equilibrios siempre problemáticos y conflictivos, necesitados de crítica y no sólo de ética. 

Este horizonte no puede en modo alguno omitir la realidad del presente: la de la desigualdad social creciente en muchos países y el incumplimiento cotidiano de los derechos humanos en todo el mundo, la de la compleja traducción de la crítica posthumanista en estrategia política en un momento de urgencia como el actual, o la del riesgo de su limitación al ámbito cultural. Sin embargo, acaso el intento de alcanzar el cumplimiento de derechos básicos exija una transformación sistémica y de raíz, tanto de las narrativas en torno al ser humano como de las prácticas culturales, tecnológicas y socioeconómicas enlazadas con ellas, desde una mirada de corto, medio, largo y muy largo plazo. 

Si es cierto que nos amenaza un ciberleviatán, por un lado, y un colapso climático y ecológico, por otro, lo urgente no sería reiterar los gestos cansados del humanismo sino reimaginar y reconstruir las relaciones entre humanidad, tecnología y biosfera más allá del capitalismo. Tal vez explorar las posibilidades de esa multitud anterior al pacto social de la que hablaba Hobbes y de la que Michael Hardt y Antonio Negri han hecho el actor clave del capitalismo cognitivo. 

Una multitud que, tras pasar por el crisol posthumanista, debería incorporar, en tanto que multiplicidad de singularidades, no solo a seres humanos sino también no humanos, en pos de nuevos pactos no ya sociales sino ecosociotécnicos. 

Ante nosotros ya no se abriría, entonces, una alternativa entre el transhumanismo de la Singularidad única y mayúscula de Kurzweil, apoteosis trascendente del capitalismo tecnológico, y un pacto social para la renovación del mercado, la democracia liberal y el individuo cívico en el contexto digital, como propone Lasalle, trasunto de un capitalismo tecnológico con rostro humano. En su lugar se abriría, tal vez, la posibilidad de un diálogo entre esta concepción compleja y posthumanista del ser humano y procesos de democratización tecnológica, de transformación política y socioeconómica, a la altura tanto de la sociedad digital como del Capitaloceno.

Antonio Calleja-López. Investigador y coordinador de tecnopolitica.net en el Instituto Interdisciplinario de Internet (IN3) de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC)

https://www.elsaltodiario.com/atenea_cyborg/el-futuro-de-la-humanidad-y-la-tecnologia-hacia-un-capitalismo-tecnologico-con-rostro-humano

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