Recientemente fui invitado a firmar una carta en
apoyo del manifiesto de la revista norteamericana Harper’s, cuyo contenido, por
cuanto apelaba a resistir frente a la cultura de la cancelación y defender algo
tan elemental como la libertad de opinión y debate, fue recibido de forma
virulenta por esa amalgama de tribalismos mutantes que se engloba bajo el
paraguas de la nueva izquierda, y que ha tomado al asalto, entre otros medios,
a The New York Times.
La carta tenía un enfoque progresista —el manifiesto
Harper’s también—, y no lo ocultaba, de hecho, se me advirtió antes de
remitirme el texto, por si prefería abstenerme de suscribirla. Pero no me
abstuve: la firmé. Aunque no participara del enfoque, su finalidad era lo
suficientemente noble como para aparcar mis diferencias y colaborar en una causa
que por encima de todo era necesaria. La libertad hay que defenderla siempre,
desde todos los frentes.
Aunque nuestra pureza intelectual pueda sentirse
comprometida, una carta así es un paso adelante. Marca una diferencia, pequeña,
sí, pero importante, puesto que de la negación y la pasividad se pasa al
reconocimiento del problema, a la toma de conciencia. Y ese es un cambio
significativo.