La historia empieza así. El gobierno publica una ley para
que los burros vuelen. Pasado un tiempo, se comprueba que los burros, pese a su
obligación legal de volar, no lo hacen. Pero el Gobierno, lejos de rectificar,
justifica el fracaso de la ley alegando que no se ha gastado lo suficiente para
que los burros vuelen y se destinan más recursos para asegurar el éxito de
la iniciativa.
La gente sensata protesta alegando que los burros son
burros, no águilas. Entonces, el Gobierno pone en marcha una intensa propaganda
para denunciar que hay sectores en nuestra sociedad que odian a los burros y
quieren negarles su derecho a volar.
Con el paso del tiempo, una parte importante de la
población olvida la cuestión clave: que los burros, en efecto, no son águilas.
Y el debate deriva hacia un enfoque moral con dos bandos enfrentados. Por un
lado, la línea oficialista, que establece la obligación de amar a los burros y
defender su inalienable derecho a volar como las águilas. Por otro, los
críticos, que consideran la iniciativa un disparate.
Para neutralizar a los críticos, el Gobierno establece el
delito de odio al burro volador. Y para reeducar a los que consideran que los
burros voladores son una patraña, se crea la figura del agente experto en
perspectiva de burros voladores. Además, a las nuevas generaciones se las
orienta hacia la devoción al burro volador. El burro volador y la Democracia
son inseparables. Negar la existencia del burro volador significa negar la
democracia.
Sin embargo, pese a todos los esfuerzos y después de
miles de millones de euros gastados, los burros, que son muy suyos, no ejercen
su derecho a volar. Y lógicamente afloran las críticas por la disparidad de los
recursos empleados y los resultados obtenidos. Pero el Gobierno de nuevo
recurre a la propaganda y neutraliza el debate lanzando una consigna: «¡Ni un
paso atrás en la defensa de los burros voladores!». Los importantes avances
conseguidos en materia de derechos para el burro volador marcan un antes y un
después, son la diferencia entre una sociedad egoísta e insensible y una
sociedad diversa y plena de empatía.
Décadas más tarde, los burros siguen sin volar. Nadie ha
visto a ninguno hacerlo. Pero el burro volador se ha convertido en un símbolo.
Las evidencias ya no importan. Se trata de estar del lado de la historia,
promover un mañana mejor en el que los burros puedan surcar los cielos libres y
gráciles como palomas. Hasta que ese día llegue, el burro volador es algo
aspiracional, una lucha alrededor de la que florecen políticas, observatorios,
subvenciones, asociaciones, agencias internacionales, incluso nuevas carreras
universitarias. También las multinacionales colocan al lado de sus marcas el
sello normalizado del burro alado para demostrar al público que están a favor
de la gran causa.
Hay un Día Mundial del Burro Volador, un doodle de
Google y huelgas estudiantiles, y de las otras, en defensa del burro volador,
porque el burro volador, como símbolo del Bien, siempre estará amenazado por el
Mal. La mejor prueba de ello es que los burros siguen sin ejercer su derecho a
volar, no porque sean inasequibles a los deseos del legislador, sino porque
subyace una opresión estructural que se lo impide. El mundo académico hace
tiempo que se sumó a la causa, y los científicos sociales amontonan estudios
con datos agregados sobre la población de burros y la aplicación del derecho a
volar.
La conclusión es unánime: hay mucho margen de mejora,
pero son necesarias nuevas leyes y más recursos. El burro volador goza de un
gran protagonismo en las citas electorales. Años de campañas de sensibilización
logran que muchas personas consideren que la intención debe prevalecer sobre la
evidencia. La intención es legítima y buena; la evidencia, limitante y malvada.
Así pues, el burro no debe depender de sus capacidades reales sino de las
aspiraciones que se le reconozcan. ¡Por un burro volador digno!
Estar a favor o en contra del burro volador puede marcar
la diferencia entre sumar votos o restarlos. Y lo que es más importante:
acceder o no al generoso presupuesto al que se ha hecho acreedora la gran
causa. Por lo tanto, los partidos que antes consideraban al burro volador como
un disparate legislativo, moderan su discurso. Todavía no reconocen el derecho
del burro a volar, pero sí su derecho a saltar como una gacela. Entonces, el
burrismo se desdobla en dos corrientes: un burrismo radical y un burrismo
moderado. Pero el burrismo es ya una corriente dominante.
LA LEY DEL DESEO
Es probable que usted, querido lector, asocie esta
delirante metáfora con algún caso concreto. Pero, en realidad, no hay un burro
volador sino muchos. Encontrará parecidos razonables no en una sino en
numerosas iniciativas legislativas. Esas iniciativas que, inicialmente,
polarizan la política y la opinión pública, para después constituirse en
corrientes dominantes. También puede considerar que este texto es una
explicación práctica y pretendidamente amena de la ventana de Overton, una
teoría que pretende explicar cómo es que se legitiman ciertas ideas ante la
opinión pública, y cómo a partir de ahí, muchos ciudadanos se adecuan a estas
ideas por disparatadas que sean. Se trata de una metáfora desarrollada por
Joseph Overton, que fue vicepresidente de Mackinac Center for Public Policy, en
Michigan, uno de los centros de política pública más importante en los Estados
Unidos.
Overton utilizó la metáfora de la ventana para transmitir
la idea de un espacio reducido y delimitado, a través del cual se pueden ver
unas cosas, pero no otras. Como toda ventana, su ubicación ha sido determinada
por alguien. Dependiendo de esta ubicación, la ventana puede ser, por ejemplo,
exterior y ofrecer amplias vistas panorámicas o, por el contrario, ser interior
y proporcionar un campo de visión bastante reducido. Así, cuando se trata de
iniciativas legislativas y políticas públicas, y las opiniones que se generan
en torno a ellas, quienes construyen la ventana a través de la que se dirigirán
y limitarán las miradas son los grupos que o bien tienen una determinada
autoridad o bien pueden influir en el poder político. Estos agentes definen y
colocan en determinadas posiciones las ventanas a través de las que observamos
lo que ocurre a nuestro alrededor.
Esta teoría, que puede estar presente en la metáfora,
debería sin embargo complementarse con otra. Por ejemplo, con la teoría de la
lógica de la acción colectiva, desarrollada por el economista y sociólogo
Mancur Olson. Al fin y al cabo, los grupos que pueden influir para colocar las
ventanas en unos lugares y no otros lo hacen movidos por determinados
incentivos. Esta teoría sostiene, que, dado que organizarse implica costes, el
individuo sólo se movilizará si prevé que sus ganancias compensarán el
esfuerzo. Esto significa que sólo un fuerte incentivo individual y selectivo estimularía
a una persona racional a cooperar con el grupo. Por eso, toda gran causa va
acompañada invariablemente de un generoso presupuesto que tenderá a
incrementarse con el tiempo.
Por último, también podría formar parte de esta historia
la teoría de la elección pública, que analiza las decisiones colectivas o
públicas de los agentes políticos, y busca definir un marco institucional
óptimo que limite el poder político frente a la sociedad civil para que la
democracia no degenere en clientelismo.
Sean pertinentes o no estas teorías, el caso es que en la
política actual los burros voladores abundan, estos pueden adoptar la forma de
la teoría queer; o el atrabiliario concepto de «violencia de género» según el cual las mujeres sufren la violencia
de los hombres por el simple hecho de ser mujeres; o la idea de que cuanto más
gaste el Estado, lo público funcionará mejor; o que un mundo radicalmente
igualitario es el paraíso en la tierra; o también que el progreso consiste en
destruir el pasado. Sin embargo, seamos sinceros, nadie ha visto volar a un
burro.
Aunque esté prohibido decirlo, la inmensa mayoría de las
personas sabe en su fuero interno que jamás ninguno lo hará, ni hoy ni dentro
de mil años… ni cien mil millones de euros después. La política del burro
volador es una política tan endeble e insostenible que no hace falta derribar a
los burros voladores a cañonazos, bastaría un leve cambio en la orientación de
la mirada de la sociedad para que se desvaneciera de un día para otro. Si no
sucede así es porque cada vez que asoma la cabeza la prosaica realidad, alguien
oportunamente exclama: “¡Mirad, un burro volando!”. Y volvemos la mirada.
Este artículo pertenece al bestseller «La ideología invisible» (2020)
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