EL PNEUMA: EL SOPLO QUE PERMEA EL CUERPO Y EL COSMOS
El problema de la separación entre la naturaleza y el espíritu
Una de las
cualidades más sobresalientes que se encuentran en la mayoría de las religiones
antiguas, es la de una relación entre el aire y el ser, el sí mismo, el alma,
la conciencia o el espíritu. Existía la noción de que lo que los
seres humanos somos en nuestra forma más esencial tenía que ver con algo que
existía en el mundo, en la atmósfera, en el cielo. Había una continuidad y una
transparencia de energía y de conciencia entre la naturaleza y el ser
humano.
En la mayoría de las
tradiciones religiosas –hinduismo, budismo, taoísmo, judaísmo, cristianismo,
islam, religiones chamánicas y prehispánicas–, se equipara el espíritu o
el alma con el viento o el aire. Y el lenguaje lo recoge en todas partes:
“respiración” y “espíritu” son obviamente equiparados: respirar es inhalar
y exhalar aire, espíritu. . Lo mismo ocurre con pneuma, que
significa tanto aire como espíritu.
En el cristianismo, todo lo que compete al Espíritu Santo es “pneumatología”, el discurso del espíritu, su descenso al mundo y su permanencia como deleite, amor e inspiración. En la fiesta del Pentecostés el Espíritu desciende como “un vendaval” y como “lenguas de fuego”, inspirando a los apóstoles con el poder del Verbo.
Lo
importante es que en todos lados vemos una correlación entre aire y
espíritu, vasos comunicantes entre la esencia del ser humano –su conciencia,
voluntad o espíritu– y la energía misma del cosmos, la fuerza dadora de vida.
Más allá de que
creamos en un principio espiritual que trasciende el mundo material o en un
alma inmortal, o no, hay una enseñanza en esta noción de la continuidad entre
el pneuma del mundo y el aliento vital, o entre el aire y la conciencia. Nos
habla de una interdependencia, de un entendimiento de unidad. Y quizá mientras
exista esta separación no habrá sanación o salvación, individual y
colectiva. La auténtica espiritualidad –al menos en su
sentido más literal e irreductible– es simplemente este entendimiento de la
interdependencia entre los seres vivos, que está dada fundamentalmente por el
aire, por el espíritu. Como dice el filósofo Martin Buber: “el espíritu no
está en el yo, sino en tú y yo. No es como la sangre que circula en ti, sino es
como el aire que respiras.” Lo espiritual es la circulación de la vida.
Más aún, es posible
que una de las cosas más misteriosas y preciosas del cosmos –la conciencia– sea
un fenómeno aéreo. Esto es lo que siempre han
pensado los hindúes y los budistas y que quizá no esté alejado de la
verdad y de nuevos entendimiento más “científicos”, que actualmente se acercan
a nociones panpsíquicas. Como dice el filósofo natural y arquitecto David
Abram: “¿Es la conciencia una posesión especial de nuestra especie? O, más
bien, es una propiedad de toda la biósfera que respira. Una cualidad en la que
nosotros, junto con los pájaros carpinteros y las
enredaderas, participamos.” Quizá la conciencia no está adentro, ni
afuera, sino en la relación entre nuestro cuerpo y la tierra o entre
nuestra mente y el cielo. O el poeta Rilke: “¿Qué es la interioridad sino
cielo intensificado?” El fenómeno,
cualquier cosa que aparece en la mente, es luz; y la mente que
conoce, ella misma, es también sólo luz.
La conciencia
requiere necesariamente de un objeto, de un fenómeno. Sin objeto no existe el
sujeto. Pero sólo es posible determinar la existencia del objeto porque aparece
como fenómeno en la conciencia. Esto lo supieron los budistas y por
ello determinaron que la mente está vacía, no tiene existencia sustancial,
solo relativa. Tampoco el mundo existe sustancialmente. Lo que une al sujeto
con el objeto, a la mente con la materia, es el aire, el espacio, el cielo.
Pues están vacíos, y sin embargo, son radiantes, dispersan, como el viento, las
semillas de la experiencia cognitiva.
Antiguamente se
creía que la Tierra y el cosmos mismo eran un alma divina, a veces llamada anima
mundi. El alma humana participaba en la gran alma del mundo. Para
Pitágoras y su escuela, el alma humana era una emanación del alma del
mundo, cuyo origen era “el fuego central del universo”. El mismo
filósofo de Samos entendió el cosmos como una gran armonía musical, regida
por principios matemáticos. La salud y la sabiduría misma eran
estados en los que el alma entraba en ritmo o consonancia con las armonías
de las esferas celestes. En el Timeo, Platón habla del cosmos
como un “gran animal divino”. Y su alumno Plotino observa: “Todos los
acontecimientos están coordinados. Todas las cosas dependen de todas las demás.
Tal como se ha dicho: todo respira junto”.
El filósofo estoico
Crisipo de Solos escribió: “La armonía entre la psicología humana y la
psicología del cosmos llega a su compleción: de la misma manera que
el pneuma psíquico anima todo nuestro organismo, también el pneuma
cósmico penetra las regiones más remotas de este gran organismo llamado mundo”.
Otro filósofo estoico, el esclavo romano Epicteto, señala que es
necesario tener un pneuma limpio, bruñido, puesto a punto para
que las imágenes se reflejen claramente en el espejo de la mente
y así podamos alcanzar el conocimiento de la realidad y la virtud. Lo que
sugiere que nuestra capacidad de integrar el Logos (la inteligencia, el
conocimiento) depende del pneuma (el espíritu, la energía).
Esta noción de
la continuidad pneumática, de que existe una continuidad entre nuestra
vida mental y la naturaleza, entre la calidad de nuestro pensamiento y el aire
que respiramos o entre nuestra conciencia y el cosmos, es esencial para
resolver el particular predicamento en el que se encuentra nuestra
civilización: agotada de ideas, casi abortada, abdicando su espíritu en favor
de las máquinas. Como dice Nietzsche el “genio está en las fosas nasales.” Y,
por lo tanto: “¡respiremos aire fresco! ¡aire fresco! ¡Y mantengámonos alejados
de los manicomios y hospitales de nuestra cultura!”
La “gran salud”, que
es la salvación no en un sentido trascendente sino inmanente, de la continuidad
y el crecimiento de la vida, depende del aire, del pneuma, del
espíritu. Pues si hemos llegado a un impasse de la imaginación y no
podemos liberarnos de una visión pesimista, poco poética y probablemente
funesta, de lo que es el mundo y lo que podemos ser los humanos, esto se debe a
que no somos capaces de concentrar el pneuma y crear nuevas formas de ver el
mundo y relacionarnos. El espíritu es lo que circula entre los seres vivos, y
necesitamos espacios abiertos, ritmos y ritos de conexión, espacios para la
resonancia y la comunión para pensar y reimaginar. Como escribí anteriormente
en un artículo relacionado a este:
La pandemia es una
enfermedad respiratoria y, por lo tanto, necesariamente, un problema
del espíritu. La respiración es también la conexión que tenemos con el mundo,
aquello que recibimos y aquello que transmitimos de regreso: una corriente de
información viva. Vivimos también un problema de resonancia, de no
saber respirar juntos, de no saber circular la vida, la energía de la tierra y
el cielo.
El problema
fundamental de nuestra civilización es esta disociación entre la mente y la
naturaleza. Una de las maneras de acabar con esta desconexión, es entendiendo
la conexión que tenemos con toda la vida a través de la respiración. Todo
respira junto, como dice Plotino y en ese respirar está la posibilidad de
entender e imaginarse juntos. Esta es la conciencia sagrada necesaria para
poder sustentar la vida y el proyecto humano: ver a la vida como la divinidad
misma y a la tierra como la madre de la divinidad. Roberto Calasso, quien
se ha dedicado a entender y mostrar las irrupciones de lo divino en la
civilización, comenta un pasaje de las Leyes de
Platón en El cazador celeste:
En cuanto a los
lugares, no debemos caer en el error de pensar en que no haya algunos más
propicios para volver a los humanos mejores o peores.” ¿Por
qué? Obviamente por razones climáticas, por la abundancia o la escasez del
agua, por la exposición a los vientos? Pero no solo eso. Determinados lugares,
dice el ateniense, tienen un ‘aliento divino’ y esto los distingue de
todos los demás. Lo prueba el hecho de que, a lo largo de los siglos, las
construcciones han sido incendiadas, demolidas, devastadas. El ‘soplo divino’
de los lugares, sin embargo ha permanecido”.
Cuidar y cultivar
ese divino pneuma del cuerpo y de la tierra, esa es la más grande labor.
Ver artículo completo en: https://elperromorao.com/2021/05/sobre-el-pneuma-el-soplo-que-permea-el-cuerpo-y-el-cosmos/
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