DESENTERRANDO EL CAPITALOCENO
HACIA UNA ECOLOGÍA REPARADORA
La crisis ecológica
del mundo contemporáneo se ha gestado durante cinco siglos de desarrollo
capitalista. Los acuerdos que sustentan este sistema se encuentran sumidos en
una crisis sin precedentes.
La agricultura sedentaria, las ciudades, los Estados nación, la tecnología de la información y el resto de elementos que componen el mundo contemporáneo han germinado a lo largo de un extenso período de buenaventura climática. Pero eso ya es pasado. El nivel del mar está ascendiendo, el clima es cada vez más inestable y las temperaturas medias están incrementando. La civilización surgió en la era geológica llamada Holoceno.
Hay quien ha bautizado nuestro nuevo régimen climático como Antropoceno. La vida inteligente del futuro sabrá de nuestra existencia porque algunos seres humanos han colmado el registro fósil con maravillas como la radiación de las bombas atómicas, plásticos de la industria petrolífera y huesos de pollo.
Lo que suceda a continuación es tan impredecible como
predecible. Independientemente de las decisiones de la especie humana, el siglo
XXI será una época de cambios “bruscos e irreversibles” en la estructura
biológica. Los geocientíficos tienen un término bastante mordaz para denominar
este punto de inflexión en la vida de la biosfera: cambio de estado. Por
desgracia, la misma ecología que ha originado esta variación
geológica también ha producido seres humanos mal preparados para
afrontar este cambio de estado. La enajenada revelación de Nietzsche sobre la
muerte de dios se recibió de forma parecida: aunque la Europa industrializada
había reducido la influencia divina a la misa casi obligatoria del domingo por
la mañana, la sociedad del siglo XIX no podía concebir un mundo sin dios, del mismo
modo que en el siglo XXI a muchos les resulta más fácil imaginar el fin del
mundo que el del capitalismo.
Necesitamos un cambio de estado intelectual que acompañe
esta nueva era. La primera tarea gira en torno al rigor terminológico; y es que
designar esta nueva etapa geológica como Antropoceno resulta problemática. La
raíz anthropos (“humano” en griego) sugiere que la causa del
cambio climático y de la sexta extinción masiva del planeta radica en la
naturaleza inherente al ser humano, al igual que los niños
son niños o las serpientes, serpientes. Los humanos han ido
transformando el planeta desde el final de la última era glacial, es cierto. Un
índice de caza ligeramente superior al índice de reabastecimiento durante
siglos, junto con el cambio del clima y de las praderas, condenaron a la
extinción al mamut de las llanuras precolombinas en América del
Norte, al Gigantopithecus (el pariente mastodóntico del orangután) en el Este
Asiático y al alce gigante irlandés Megaloceros giganteus en Europa. Incluso es
posible que el ser humano haya sido parcialmente responsable de atenuar una
fase de enfriamiento global hace 12 000 años mediante las emisiones de gases de
efecto invernadero relacionadas con la agricultura.
Cazar grandes mamíferos hasta la extinción es una cosa, pero
la velocidad y la escala de destrucción actuales no pueden extrapolarse de la
intervención de nuestros antepasados simiescos. La actividad humana de nuestros
días no está exterminando a los mamuts mediante siglos de caza desmedida. En
cambio, algunos seres humanos están arrasando con todo, desde la megafauna
hasta la microbiota, a una velocidad cien veces mayor a la del ritmo
natural. Sostenemos que el elemento catalizador de este cambio es el
capitalismo y que el mejor término para denominar la fase de la historia
moderna comprendida desde el siglo XV hasta el día de hoy es el Capitaloceno.
Utilizar este nombre supone considerar el capitalismo seriamente, entendiéndolo
no solo como un sistema económico sino como una forma de estructurar las relaciones
entre los seres humanos y el resto de la naturaleza.
Siete cosas baratas
En nuestro libro A History of the World in Seven
Cheap Things [“Una historia del mundo a partir de siete cosas baratas”
(California University Press 2018), señalamos cómo el mundo moderno ha avanzado
gracias a siete cosas baratas: la naturaleza, el dinero, el trabajo,
los cuidados, la comida, la energía y las
vidas humanas. Todas las palabras de esa lista son complicadas. Barato es
lo opuesto a un chollo: el abaratamiento comprende una serie de estrategias que
controlan un tejido vital más amplio y en el que los seres humanos
están incluidos. Las “cosas” se convierten en cosas a causa de los
ejércitos y los clérigos, los contables y la imprenta. Y lo más importante
es que la humanidad y la naturaleza no son dos gigantescas bolas de billar
del siglo XVII chocando entre sí. La creación de vida tiene un ritmo
desordenado, contencioso y mutuamente sostenible. Nuestro libro presenta una
reflexión sobre las complejas relaciones que existen entre los seres humanos y
el tejido vital que nos permite comprender el mundo en el que vivimos y plantea
qué podría llegar a ocurrir en un futuro.
Comencemos por esos huesos de pollo en el registro fósil que
mencionábamos antes, un rastro capitalista de la relación entre los humanos y
el ave más común del mundo: el Gallo gallus domesticus. Los pollos
que comemos hoy en día son muy diferentes de los que consumíamos hace un siglo.
Las aves de hoy son el fruto de los esfuerzos intensivos por explotar el
material genético obtenido libremente de las selvas asiáticas tras la Segunda Guerra
Mundial y que los humanos decidieron recombinar para producir el ave de corral
más provechosa. Este pájaro apenas puede caminar, alcanza la madurez en unas
semanas, tiene una pechuga desproporcionada y se cría y mata en cantidades
geológicamente significativas (más de 60 mil millones de
aves al año). Considera esta relación como un símbolo de naturaleza
barata.
La carne de pollo ya es la más popular en los Estados Unidos
y está previsto que lo sea también a nivel mundial para el consumo humano en el
año 2020, lo que conllevará una mano de obra considerable. Los
trabajadores de explotaciones avícolas cobran muy poco: dos céntimos de cada
dólar gastado en pollo en establecimientos estadounidenses de comida rápida van
a parar a los trabajadores y algunos operarios del sector avícola utilizan
trabajo penitenciario, que se paga a veinticinco céntimos la hora. Considéralo
como trabajo barato.
En la industria avícola de Estados Unidos el 86 % de los
trabajadores que seccionan alas de pollo sufren dolores por el repetitivo
movimiento de los machetazos y las torsiones que su trabajo implica. Algunos
empresarios se burlan de sus trabajadores cuando éstos informan de sus
dolencias y el rechazo de estas reclamaciones por daños es una práctica común.
Esto repercute en los trabajadores en un 15 % menos de ingresos en los diez
años posteriores a la lesión. Mientras se recuperan, los trabajadores dependen
de sus familias y redes de apoyo, un componente externo a los esquemas de
producción pero esencial para su participación continuada en el mercado
laboral. Considéralo como cuidado barato.
Los alimentos producidos por esta industria acaban llenando
los estómagos y apaciguando el descontento gracias a su bajo
precio en los supermercados y en las ventanillas de restaurantes de comida
rápida para llevar. Es una estrategia de comida barata.
Los propios pollos contribuyen relativamente poco al
cambio climático, ya que solo tienen un estómago y no eructan metano como las
vacas. No obstante, se crían en espaciosas instalaciones que se calientan con
grandes cantidades de combustible y esa es precisamente la mayor contribución
de la industria avícola estadounidense a la huella de carbono. No es posible
tener pollo a bajo coste sin utilizar propano en abundancia, es decir, energía
barata.
Existe cierto riesgo en la comercialización de estas aves
procesadas, pero se ve mitigado a través del gasto de dinero público
en beneficio privado mediante licencias y subvenciones que abarcan desde un
fácil acceso financiero y físico a la tierra en la que se cultiva el pienso de
los pollos (sobre todo en China, Brasil y Estados Unidos) hasta los préstamos a
las pequeñas empresas. Este es uno de los matices del dinero barato.
Por último, estas seis cosas baratas han sido posibles como
consecuencia de las constantes y habituales exhibiciones chovinistas contra
diversas categorías humanas como son las mujeres, los colonizados, los
pobres, las personas de color y los inmigrantes. Pero para asentar
esta ecología es necesario un elemento final: vidas baratas.
Sin embargo, los humanos oponen resistencia en todas las
etapas de este proceso –desde los pueblos indígenas cuyos averíos son la fuente
de material genético necesario para la cría y los trabajadores y
asistentes avícolas que exigen reconocimiento y protección hasta aquellos
que luchan contra el cambio climático y contra Wall Street. Las luchas sociales
por la naturaleza, el dinero, el trabajo, los cuidados, la comida, la energía
y las vidas humanas, representadas como los huesos de pollo del
Capitaloceno, reflejan por qué el símbolo más icónico de la era moderna no es
el coche ni el teléfono inteligente sino el McNugget de pollo.
Todo esto cae en el olvido al sumergir la pieza de pollo y
soja en un envase de plástico de salsa barbacoa. Aun así, el rastro fosilizado
de millones y millones de aves sobrevivirá y evidenciará el paso de los humanos
que lo trazaron. Ese es el motivo por el que presentamos la historia de la
humanidad, la naturaleza y el sistema que cambió el planeta como una breve
historia del mundo moderno para que sirva como antídoto frente al olvido.
El colapso de la
civilización
El detonante que nos ha llevado a esta situación no ha sido
un código genético particular o el impulso humano de procreación sino un
conjunto específico de relaciones entre la humanidad y el mundo biológico y
material. Las civilizaciones no colapsan porque los humanos se reproduzcan
demasiado deprisa y se mueran de hambre, tal y como Robert Malthus alertó en
su Ensayo sobre el principio de la población. Desde 1970 el número
de personas que sufren desnutrición se ha mantenido por encima de los 800
millones, pero muy pocos anuncian el final de nuestra civilización. En cambio,
surgen transiciones históricas colosales porque el statu quo ya
no funciona. Las personas en posiciones de poder tienen cierta forma de ceñirse
a las estrategias tradicionales, incluso cuando la realidad cambia de manera
drástica. Así ocurrió con la Europa feudal, en la que la peste negra no fue
únicamente una catástrofe demográfica sino que también desequilibró la balanza
de las fuerzas sociales europeas.
El feudalismo dependía de una población en aumento, no solo
para producir alimentos sino también para perpetuar la supremacía señorial. La
aristocracia requería un campesinado relativamente numeroso para mantener su
posición estratégica de negociación: era mejor que muchos campesinos
compitieran por la tierra a que muchos señores compitieran por los campesinos.
No obstante, el feudalismo como sistema nació en un clima anterior.
Los historiadores denominan esta época como Período Cálido Medieval, y es que
era tan templado que los viñedos se extendieron hasta Noruega. Todo esto cambió
a principios del siglo XIV. Es posible que el clima no se deba al azar, pero si
algo hemos aprendido de la historia ambiental es que las clases
dominantes no sobreviven a las transiciones climáticas. Los monocultivos
impuestos por las clases altas feudales se derrumbaron ante la Pequeña Edad de
Hielo e inmediatamente sobrevinieron la hambruna y la enfermedad.
En consecuencia, la aparición de la peste negra provocó que
las redes comerciales y de intercambio no solo transmitieran enfermedades sino
que se convirtieran en portadoras de insurrecciones masivas. Las revueltas
campesinas dejaron de ser asuntos locales rápidamente y pasaron a suponer una
amenaza a gran escala para el orden feudal. A partir de 1347, estas
rebeliones se sincronizaron como respuestas globales del sistema a esta crisis
histórica, ocasionando un colapso en la lógica feudal del poder, la producción
y la naturaleza.
La peste negra precipitó grandes tensiones en un
sistema ya sobrecargado hasta el límite. Tras la plaga, Europa fue testigo de
una lucha de clases encarnizada, de los países bálticos a Iberia, de Londres a
Florencia. Las autoridades feudales no podían tolerar las reivindicaciones
campesinas sobre la reducción de impuestos y la restauración de los derechos
consuetudinarios. Si bien las monarquías, bancos y aristocracias europeas
no podían tolerar dichas exigencias, tampoco podrían restaurar
el statu quo anterior por mucho que lo intentaran. Como
respuesta a la peste negra surgió una legislación represiva con el objetivo de
mantener una mano de obra barata mediante el control salarial o el vasallaje
absoluto. De entre las legislaciones iniciales destacaron la Ordenanza y el
Estatuto de los Trabajadores de Inglaterra, promulgadas ante la primera
embestida de la plaga (1349-1351). Responder ante la epidemia del Ébola
dificultando la sindicalización sería nuestro equivalente hoy en día.
Los aristócratas europeos entendieron perfectamente las
repercusiones laborales del cambio climático y se afanaron porque todo siguiera
como siempre. Pero fracasaron casi por completo: la servidumbre no se
restableció en ningún lugar de Europa occidental ni central y los salarios y la
calidad de vida de los campesinos y trabajadores urbanos mejoraron
notablemente, lo suficiente como para compensar el declive del conjunto de la
economía. A pesar de que esto supusiera una bendición para la mayoría de la
población, el uno por ciento de Europa experimentó una reducción de la parte
del superávit que le correspondía. El antiguo régimen se había desplomado y no
había forma de arreglarlo.
De esta fragmentación estructural surgió el capitalismo. La
aspiración de las clases gobernantes no se limitaba a restaurar ese superávit
sino que también pretendían ampliarlo. No obstante, esa era una tarea más fácil
en la teoría que en la práctica. El Este Asiático era más próspero porque, a
pesar de que sus gobernantes también padecieron altibajos socioecológicos, supieron
adaptarse a la inestabilidad, a la deforestación y a la escasez de recursos en
términos tributarios. La aristocracia íbera (de Portugal y Castilla, sobre
todo) dio con una solución que reinventó la relación de los seres humanos para
con el sistema vital. A finales del siglo XV, estos reinos y sus sociedades
habían combatido en la Reconquista, el conflicto centenario con las potencias
musulmanas en la península, y su dependencia de los inversores italianos para
financiar sus campañas militares era enorme: Portugal y Castilla se habían
reconstruido a sí mismas mediante la guerra y la deuda.
La deuda bélica junto con la promesa de riqueza
mediante la conquista alentaron las primeras invasiones al otro lado
del Atlántico. La solución a la deuda bélica era provocar más guerras, con la
recompensa de obtener beneficios coloniales en las nuevas fronteras. El mundo
moderno nació a raíz de los intentos sistemáticos de reparar las crisis en
estos territorios y, por consiguiente, se produjo una transición histórica a
una época que reinventó el superávit en torno a una vorágine de operaciones
bancarias, esclavitud y exterminio.
La perspectiva de la
ecología mundial
Nuestra visión del capitalismo forma parte de un concepto
que denominamos ecología mundial y que se ha constituido en los últimos años
como una forma de analizar detenidamente la historia de la humanidad en toda su
extensión vital. En lugar de empezar con la separación de los seres humanos de
la estructura de la vida, nos planteamos la forma en que los humanos (y sus
acuerdos sobre el poder y la violencia, el trabajo y la desigualdad) encajan en
la naturaleza. El capitalismo no es solamente parte una ecología sino que en sí
mismo conforma una ecología, en cuanto que entraña un conjunto de relaciones
que implican poder, capital y naturaleza. Así que cuando citamos “ecología
mundial” recurrimos a las antiguas tradiciones de sistemas mundiales para
sostener que el capitalismo crea una ecología que se extiende por todo el
planeta, cruzando sus fronteras, e impulsado por la ambición de una
acumulación desenfrenada.
Por lo tanto, al mencionar la ecología mundial no estamos
haciendo referencia a la “ecología del mundo”, sino que aludimos a un
análisis que muestra la manera en que las relaciones de poder, producción
y reproducción actúan en el marco de la vida. La noción de ecología mundial nos
permite ver cómo las relaciones violentas y explotadoras del mundo
contemporáneo están arraigadas en cinco siglos de capitalismo, y cómo estos
mecanismos desiguales (incluso aquellos que hoy día parecen atemporales y
necesarios) se encuentran supeditados a una crisis sin precedentes.
Es por ello que la ecología mundial ofrece algo más que una visión distinta del
capitalismo, de la naturaleza y de las posibilidades futuras: ofrece una forma
de ver cómo los seres humanos moldean su entorno y como el entorno moldea los
seres humanos a lo largo de la historia moderna.
Todo esto abre el espacio necesario para que nos
replanteemos que la manera en la que nos han educado a entender el cambio, ya
sea ecológico, económico o de cualquier otra índole, forma parte de las crisis
actuales. Ese espacio es vital para comprender la relación que existe entre
denunciar y actuar en el mundo. Los movimientos por la justicia social llevan
mucho tiempo insistiendo en la importancia de “designar el sistema”,
porque el pensamiento, el lenguaje y la emancipación política se
encuentran íntimamente relacionados y son esenciales para el poder. La ecología
mundial nos permite comprobar que hay conceptos como la naturaleza o la
sociedad que damos por sentado y que resultan problemáticos, no solo porque
desdibujan la historia y vida reales, sino porque surgieron de la violencia de
la práctica colonial y capitalista.
Los conceptos modernos
de “naturaleza” y “sociedad” nacieron en la Europa del
siglo XVI. Estas nociones clave no solo se forjaron intrínsecamente vinculados
a la expropiación de los campesinos europeos y de las colonias sino que también
fueron instrumentos de expropiación y genocidio en sí mismos. La división entre
naturaleza y sociedad era imprescindible en la nueva cosmología moderna en la
que el espacio era plano, el tiempo, lineal y la naturaleza, externa. El hecho
de que hoy en día ignoremos esta sangrienta historia, en la que se incluye la
exclusión de la mayoría de mujeres, pueblos indígenas y africanos del conjunto
de la humanidad a comienzos de la era moderna, corrobora la extraordinaria
capacidad que tiene la modernidad de hacernos olvidar.
Por lo tanto, la ecología mundial no invita solo a
la reflexión sino también al recuerdo. Con demasiada frecuencia atribuimos la
devastación capitalista de la vida y el medio ambiente únicamente a
la codicia económica cuando la verdad es que gran parte del capitalismo no
puede limitarse al ámbito de la economía. Al contrario de lo que
propugna la charlatanería neoliberal, los negocios y los mercados no son
eficaces a la hora de llevar a cabo lo que hace que el capitalismo funcione.
Las culturas, los Estados y los conglomerados científicos deben esforzarse para
hacer que los humanos sigan obedeciendo las normas de género, raza y clase. Es
necesario que se cartografíen y protejan las nuevas áreas geográficas de
recursos, que las crecientes deudas se reembolsen y que se defienda
la moneda. La ecología mundial ofrece una manera de identificar todo esto, de
recordar (y retomar nuevamente) la vida y el trabajo de los seres
humanos y de otras modalidades enmarcadas en la estructura de la
vida.
La otra vida de las
cosas baratas
Hay esperanza en la ecología mundial. Reconocer los
entramados de creación de vida de los que depende el capitalismo también
significa encontrar nuevas herramientas conceptuales con las que afrontar el
Capitaloceno. Al tiempo que los movimientos de justicia social desarrollan
estrategias para hacer frente a la crisis planetaria (y alternativas a la forma
en que actualmente categorizamos la naturaleza), necesitamos considerar la
reproducción creativa y ampliada de formas de vida democráticas.
Es poco probable que un ecologismo débil consiga cambiar la
situación mientras su principal convicción se fundamente en un concepto
históricamente desastroso como es el de la firme disociación del
ser humano y la naturaleza. Desafortunadamente, gran parte de las
políticas de hoy día asumen la transformación del mundo en cosas baratas.
Recordemos que la última crisis financiera surgió tras derribar la frontera
entre la banca personal y la banca de inversiones estadounidenses. La
ley Glass-Steagal colocó esa barrera tras la Gran Depresión con el fin de
impedir cualquier acuerdo futuro similar al que había provocado que la economía
global cayese en picado en los años 30. Los socialistas y comunistas
estadounidenses habían hecho campaña a favor de la nacionalización de la banca
y los partidarios del New Deal de Franklin Roosevelt presentaron la ley como
una garantía de su compromiso. Cuando los manifestantes del siglo XXI exigían
la restitución de la reforma Glass-Steagall, lo que estaban haciendo era exigir
el cumplimiento de este compromiso, y no lo que se había rendido a
una financiación a bajo costo: vivienda digna.
De manera similar, la exigencia de los sindicatos
estadounidenses de obtener 15 dólares por cada hora de trabajo (reivindicación
que hemos apoyado) no perfila una gran visión del futuro laboral. ¿Por qué el
futuro de los trabajadores del sector sanitario y alimenticio reside
en un aumento salarial con el que apenas tendrían suficiente
para subsistir? ¿Por qué demonios el concepto de dignidad humana
debe vincularse al trabajo duro? ¿Y por qué seguimos reivindicando
penuria en el trabajo y no la oportunidad de contribuir a un
mundo mejor? A pesar de la expansión del estado de bienestar –cuyos
subsidios se han convertido en principal factor de crecimiento de los ingresos
familiares estadounidenses, y que ya representaba el 20 % de esos
ingresos en el año 2000–, las transferencias de fondos o
beneficios que lleva consigo no han puesto fin a la carga laboral de
las mujeres. ¿Seguro que el objetivo final de las reivindicaciones políticas es
reducir, recompensar y redistribuir las tareas domésticas?
Necesitamos soñar con un cambio más radical que el que nos
ofrece la política moderna. El combustible fósil barato, por ejemplo, cuenta
con el firme apoyo de gabinetes estratégicos de derechas desde la India a los
Estados Unidos. Mientras los progresistas apuestan por un futuro fotovoltaico,
también olvidan con excesiva facilidad el sufrimiento humano inherente a
la infraestructura minera de la que depende su alternativa. El movimiento por
la justicia alimentaria ha mantenido una postura cordial tanto con
los partidarios de aumentar el precio de la comida, ignorando la
pobreza, como con los que diseñan alternativas alimentarias
que hacen posible que la pobreza persista, pero eso sí, con vitaminas
añadidas. Y, como es lógico, constatamos las sempiternas políticas
de vidas baratas en el regreso a la
supremacía racial en nombre de la “protección de la nación” desde
Rusia a Sudáfrica, pasando por Estados Unidos y China. Tampoco es que el futuro
sea esperanzador: si observamos los resultados de las encuestas del Centro
Nacional de Investigación de la Opinión de la Universidad de Chicago,
el 35 % de las personas nacidas entre 1946 y 1965, los llamados baby
boomers, cree que los negros son más vagos o menos trabajadores
que los blancos, y el 31 % de los millennials piensa lo mismo.
Al mismo tiempo que mantenemos un pesimismo equilibrado a
nivel intelectual, encontramos una fuente de optimismo en cuanto a
compromiso político, como en el trabajo de organizaciones que contemplan
una mayor versatilidad en las relaciones sociales. Muchos de estos grupos ya
se están enfrentando a estas cosas baratas: los sindicatos
reivindican mayores salarios; los activistas del cambio climático quieren
reevaluar nuestra relación en materia de energía; aquellos que hayan
leído la obra de Naomi Klein admitirán que la situación debe cambiar aún más;
los defensores de la justicia alimentaria buscan cambiar lo que
comemos y la manera en que lo cultivamos para que todo el mundo coma de forma
saludable; los coordinadores de los empleados domésticos reclaman que la
sociedad reconozca el trabajo que se realiza en los hogares y en los centros
asistenciales; el movimiento Occupy exige que la deuda se
cancele y que los amenazados con la ejecución hipotecaria o la
expulsión puedan permanecer en sus hogares; los ecologistas radicales pretenden
cambiar la manera en que concebimos todas las formas de vida en la tierra y el
movimiento Black Lives Matter, los pueblos indígenas y los
activistas por los derechos de los inmigrantes reclaman igualdad y compensación
por la injusticia histórica.
Cada uno de estos movimientos podría desencadenar una
situación crítica. El capitalismo se ha visto forjado constantemente por la
resistencia (levantamientos de esclavos, huelgas masivas, rebeliones
anticoloniales pro-abolicionistas y organizaciones por los derechos de las
mujeres y de los pueblos indígenas) y ha logrado sobrevivir una y otra vez. Sin
embargo, todos los movimientos actuales se encuentran conectados y juntos nos
brindan un antídoto contra el pesimismo. El concepto de ecología
mundial puede ayudarnos a vincular unos con otros.
No estamos presentando soluciones que nos hagan regresar al
pasado. Estamos de acuerdo con Alice Walker cuando dice que “el activismo es el
alquiler que pago por vivir en el planeta” y que si hay vida más allá del
capitalismo, esta se abrirá paso mediante las luchas sociales en su propio
terreno. No negamos que si las políticas deben someterse a un proceso de
transformación, este debe comenzar al mismo nivel en el que se
encuentran las personas. Pero no podemos finalizar con las mismas
abstracciones que el capitalismo ha creado sobre la naturaleza, la
sociedad y la economía. Debemos encontrar un lenguaje y una política para la nueva
civilización, una forma de sobrevivir al cambio de estado al que la ecología
del capitalismo nos ha abocado.
Sopesar las injusticias de siglos de explotación puede
resacralizar las relaciones humanas dentro de la estructura de la vida. Si
redistribuimos los cuidados, la tierra y el trabajo de manera que todos
tengamos la oportunidad de contribuir a mejorar nuestras vidas y, con ello, la
ecología que nos rodea, podremos revertir la violencia de la abstracción que el
capitalismo nos obliga a llevar a cabo diariamente. Denominamos esta revelación
como “ecología de la reparación” y es nuestra forma de concebir la historia y
el futuro, una práctica y un compromiso con la igualdad y la renovación de las
relaciones humanas en el entramado vital.
Historiador medioambiental y economista
político. Coordina la Red de Investigación sobre Ecología-Mundo. Es autor,
junto a Raj Patel, de A History
of the World in Seven Cheap Things y El capitalismo en la trama de la vida
Economista, activista y periodista inglés
especializado en la crisis alimentaria mundial. Trabajó en el Banco Mundial, la
OMC y la ONU antes de desarrollar una actitud profundamente crítica respecto a
estas organizaciones. Es autor de Obesos
y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial
y A History of the World in Seven
Cheap Things
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