Con sus “Presupuestos del Bienestar”, el Ejecutivo de Jacinda Ardern
antepone a cualquier otro objetivo de crecimiento el de aumentar el bienestar
de las personas
Siempre salgo al campo con los bolsillos vacíos:
nada de lo que me ofrece se puede comprar: el canto de los pájaros, el tránsito
de las nubes, la brisa del mar o la sombra de los árboles; el aroma de las
flores o el sonoro silencio de la montaña.
Nada cuesta dinero. El agua fresca de la fuente,
la varilla de hinojo que me llevo a la boca, el madroño, el espárrago, la mora,
el escaramujo, la endrina o el nízcalo que recolecto. El olor a pan de la
tahona al salir del pueblo, el perfume de los establos y el de las chimeneas de
leña al regresar: ¿Cuánto vale esa inmensa sensación de paz y bienestar?
Los baños de bosque en el hayedo, el gran azul
desde lo alto del acantilado, el amanecer infinito en la estepa mientras cantan
las alondras y las totovías. El bullicioso atardecer en la marisma, la noche
tumbado en la hierba mirando las estrellas. La cumbre que aún alcanzo, la
recóndita cala a la que solo se llega a nado. La secreta poza del río o el
gélido ibón del Pirineo: la felicidad en la naturaleza no tiene precio.
Por eso conservar la naturaleza es invertir en
felicidad ciudadana.
Hace años el Premio Nobel de economía Joseph
Stiglitz declaró que “puesto que existe
una diferencia creciente entre las informaciones transmitidas por los datos
agregados del PIB y las que importan realmente para el bienestar de los
individuos” había llegado el momento de que el sistema estadístico que
valora la riqueza de los países “se
centre más en la medición del bienestar de su población que en la medición de
la producción económica“.
Y eso es básicamente lo que se ha atrevido a
hacer el gobierno laborista de Nueva Zelanda con sus famosos “Presupuestos del
Bienestar”. Con ellos, el ejecutivo de Jacinda Ardern antepone a cualquier otro
objetivo de crecimiento el de aumentar el bienestar de las personas,
multiplicando las inversiones en gasto social y protección del medio ambiente.
Es difícil valorizar los servicios que nos presta
un medio ambiente sano, lo que si podemos contabilizar al céntimo es lo que nos
cuesta su deterioro: problemas de salud pública, agotamiento de recursos
naturales, cambio climático, riesgo de pandemias… Unos costes que son
externalizados al calcular índices de riqueza como el PIB y que por lo tanto
ofrecen un falso resultado.
En su obsesión por el crecimiento, el modelo
económico basado en el PIB ignora valores como el bienestar de las personas y
la salud del medio ambiente. Por eso es necesario cambiar de sistema
estadístico anteponiendo valores tan significativos como la felicidad de la
gente.
Como señaló Stigliz, es el momento de medir la
riqueza de los países no por su PIB sino por su IFC (Índice de Felicidad
Ciudadana). Desde hace doce años el pequeño Reino de Bután basa su crecimiento
en el aumento de lo que ellos denominan Índice de Felicidad Nacional Bruto.
Para ello, lejos de obsesionarse con elevar su bajo PIB, miden cuestiones tan
importantes como la calidad medioambiental, la salud y el bienestar de las
personas, el funcionamiento del sistema educativo, la producción cultural o la
conservación de la naturaleza.
Y sí, es cierto: Bután es un pequeño país budista
en mitad del Himalaya, rodeado de montañas y con menos de un millón de
habitantes; no nos vale como modelo. Pero en Nueva Zelanda son más de cinco
millones de habitantes y su territorio mide más de la mitad que el de España.
De hecho existe algo parecido al IFC que se mide
cada año: el Índice Mundial de la Felicidad. Una estadística que lidera desde
hace años Finlandia y cuyos diez primeros puestos acaparan el resto de países
escandinavos (Islandia, Noruega, Dinamarca y Suecia) seguidos de Suiza,
Austria, Holanda y Canadá. Solo se ha “colado” uno entre los nórdicos ¿lo
adivinan? Efectivamente: el 8º puesto de ese ranking es para Nueva Zelanda
(España ocupa el 30º).
Hay varios denominadores comunes en esos diez
primeros países que elevan su índice de felicidad, como la igualdad y la
cobertura social o la calidad de su sistema sanitario y educativo. Pero, con
alguna excepción, también destacan sus políticas a favor del medio ambiente.
Cuidar la naturaleza es una de las mejores maneras de aumentar el IFC y subir
peldaños en la clasificación, y ésa es la estrategia que deberíamos poner en
marcha en España si aspiramos a estar allí arriba.
Si dejásemos de obsesionarnos con subir unas
décimas de PIB a costa de todo y de todos y prestásemos más atención (entre
otros muchos aspectos) a la mejora del medio ambiente. Si apostásemos de una
vez por todas por un modelo de desarrollo más limpio y sostenible y nuestras
ciudades compitieran en nivel de convivencia con unos espacios públicos más
sanos y confortables, si protegiéramos más y conservásemos mejor nuestra
privilegiada naturaleza, si nos dejasen disfrutar de toda esa riqueza que he
descrito al principio subiríamos mucho nuestro IFC, y tal vez entonces todo
sería distinto.
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