Existe un
consenso difuso en el ámbito de los movimientos sociales ecologistas
y anticapitalistas sobre el importante papel que la economía social
debe jugar en el proceso de transición socioecológica que buscamos
promover. Me interesa en este artículo usar el término economía
social de
modo muy amplio. Bajo el término economía social quiero nombrar
todo un magma de fenómenos, proyectos e iniciativas muy diversas que
dan lugar a un conglomerado poco homogéneo que comparte algunos
rasgos en común. El principal, autoconcebirse como alternativas de
producción al capitalismo que operan dentro del marco de juego del
capitalismo pero sin verse arrastrado por sus lógicas. De fondo, un
presupuesto teórico esencial, que parece evidente, aunque no lo sea
tanto: pueden
existir economías de mercado no capitalistas.
De modo más
concreto, y a diferencia de las unidades empresariales capitalistas,
las empresas de la economía social fomentan la democracia económica
interna, cumplen una suerte de código deontológico en la producción
(no se trata de producir cualquier mercancía, sino algunas bajo
criterios morales), procuran encontrar métodos de cooperación entre
sí y además buscan colocarse al servicio de unas supuestas
verdaderas necesidades de la gente, frente a las falsas necesidades
inducidas por el terrorismo psicológico de la publicidad.
Con una
definición tan genérica podemos incluir desde el cooperativismo y
el mutualismo clásico a fórmulas de comercio justo, pasando por
la economía
social y solidaria oficialmente reconocida como
tal (todas ellas realidades institucionales con un amparo legal y un
importante peso económico en la economía real), hasta formas de la
llamada economía
de los sectores populares,
más ligadas a la economía sumergida. En un análisis muy amplio
quizá podrían incluirse aquí también instrumentos de reforma
económica con un componente claramente social, como las monedas
sociales complementarias, el consumo responsable o las cláusulas
sociales y ambientales en la contratación pública. Y otro universo
de prácticas a considerar, aunque difiere del resto de la economía
social, es la llamada economía
colaborativa,
que facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación, con
fenómenos como Blabla
car como
máximo exponente, que tiene un enorme potencial pero también un
importante peligro.
Quizá todas
estas iniciativas tan diversas, salvo algunos fenómenos de la
economía colaborativa, se podrían sentir identificadas con una
definición que hace REAS, la Red de Redes de Economía Alternativa y
Solidaria, de la economía social: entender la economía como medio y
no como fin y con una voluntad fundamentalmente transformadora.
El sociólogo
portugués Boaventura Sousa Santos pone el acento en la importancia
histórica de la economía social con la siguiente tesis: tras el
fracaso del socialismo real y la crisis de los modelos económicos de
planificación centralizada, la economía social tiene la misión de
contrarrestar el no
hay alternativa al
capitalismo, que promovió el discurso thatcheriano, generando
modelos de producción anticapitalistas. Para ello es preciso
ejecutar propuestas económicas que cumplan, simultáneamente, con
dos rasgos difíciles de combinar: viabilidad económica y carácter
emancipatorio (Santos y Rodríguez, 2011).
Dicho con estas
palabras, la responsabilidad de futuro de la economía social es
inmensa. Veremos que en un contexto de crisis socioecológica esta
aumenta. Pero antes conviene recordar una obviedad: la economía
social no es un gueto marginal. Es una propuesta arraigada en la
economía real que tiene un peso económico destacado. Según
Naciones Unidas, en el año 2012 las cooperativas del mundo cuentan
con mil millones de socios, generan 100 millones de empleos directos,
un 20% más que las grandes multinacionales, y son responsables de
manutención cotidiana de 3.000 millones de personas. En Europa la
economía social emplea a más de 14 millones de personas, el 6,5%
del empleo total. En España, la economía social genera 1,2 millones
de empleos directos, lo que equivale al 6,74% del empleo total del
país, porcentaje algo por encima del europeo. Dentro de este sector,
REAS, la Red de Economía Alternativa y Solidaria, una propuesta que
nace con un perfil político y transformador muy claro, y que busca
enfrentar la despolitización del movimiento cooperativista, produce
ya 8.000 empleos directos, cuenta con 30.000 voluntarios y miles de
personas asociadas (10.000 en finanzas éticas, 20.000 en
cooperativas energéticas), y facturó el año pasado 355 millones de
euros, generando 63 millones de euros de ahorro y capital social.
A su vez, la
economía social no es una novedad. Los famosos siete principios de
los pioneros de Rochdale datan de 1844. Y la Alianza Cooperativa
Internacional, la ACI, agrupa al cooperativismo mundial desde 1895.
Que la economía social tenga una historia acumulada es útil a la
hora de evaluar sus límites y posibilidades.
Emmanuel
Rodríguez y David Gámez (2016) afirman que hasta día de hoy el
movimiento cooperativista o de la economía social ha conocido tres
grandes oleadas que conviene conocer:
-
una primera durante el siglo XIX, ligada al nacimiento de la asociatividad proletaria, en la que se confundía el sindicato para la lucha de clases, con la mutualidad para responder colectivamente ante accidentes o enfermedades (haciendo de institución protectora ante la ausencia de un Estado socialmente benefactor) con el cooperativismo en sentido estricto, que tuvo un enorme auge con las cooperativas de consumo.
-
una segunda, durante los años setenta del siglo XX, que buscó responder a la crisis económica de la época, provocada por la coincidencia simultánea del agotamiento de un modelo tecnológico y productivo, una oleada muy virulenta de la lucha de clases en los centros industriales (el mayo del 68 global) y la subida drástica de los precios del petróleo provocada por el embargo político de la OPEP.
-
Una tercera, que la estaríamos viviendo actualmente, que se relaciona con la erosión del Estado del bienestar, la sobrecualificación estructural de la ciudadanía y la aparición de nuevos sectores emergentes cuyo desarrollo está ligado a cierta conciencia política o social ciudadana.
Cada una de estas
oleadas presenta unos rasgos específicos que explican su surgimiento
y también su declive.
Siguiendo a
Rodríguez y Gámez, constatamos que la primera oleada, que podríamos
llamar mutualista, la protagonizaron obreros que carecían de
cualquier mecanismo institucional de defensa frente al mundo del
capital, cuyo trabajo era esencialmente un trabajo artesano y además
muchos de ellos todavía conservaban medios de producción, como
pequeños talleres. Durante muchos años incluso se llegó a pensar
que la extensión progresiva del mutualismo podría transformar el
capitalismo en socialismo, tal y como preconizaba el anarquista
Proudhon. La economía social adquirió así el perfil de
una hipótesis
estratégica para
la transformación social.
Estas
ilusiones fueron deshaciéndose a medida que, por un lado, la planta
tecnológica industrial iba abandonando el perfil de pequeños
talleres dispersos y adquiriendo la forma que luego fue predominante
en el siglo XX: altamente concentrada, centralizada y mediante una
organización científica y casi militar de la producción
(taylorismo y fordismo). También cuando, desde Bismarck, el Estado
sustituyó las mutualidades obreras por una mutualidad nacional
autoritaria que garantizaba permiso por enfermedad, vacaciones,
jubilación. La hipótesis estratégica del socialismo mutó: ahora
se trataba de construir grandes movimientos de masas, bien con forma
partido o para los anarquistas con forma sindicato, para tomar el
poder político (destruirlo desde el discurso libertario) y poner la
gran producción al servicio del socialismo. No obstante la oleada
dejó tras de sí toda una cultura de la autoorganización proletaria
muy interesante: pensemos en el papel cultural de las casas del
pueblo o los ateneos libertarios, o las grandes cooperativas de
consumo que organizaban a millones de personas en Europa antes de la
Primera Guerra Mundial.
La segunda
oleada, la de los años setenta, surge como respuesta al abandono de
muchas empresas por parte de sus empresarios ante la caída de los
beneficios cuyas causas antes hemos esbozado. En España más de mil
empresas son tomadas por sus trabajadores, como se refleja en el
famoso documental NUMAX,
de Joaquín Jordá. Es el auge del cooperativismo industrial en el
sentido más contemporáneo, que se presentó entonces como una
opción desesperada para mantener los puestos de trabajo. La
progresiva profundización de las políticas neoliberales, con la
deslocalización industrial como bandera, marcan el límite de esta
oleada. No obstante, y aunque su origen es anterior, el desarrollo
económico de Mondragón, uno de los mayores grupos cooperativos del
mundo, es fruto de esta oleada. Esta es la herencia de la segunda
gran oleada de la economía social: la consolidación de algunas
corporaciones cooperativas que hoy son capaces de funcionar con
solvencia en la economía real y con una escala de producción
interesante. La pregunta pertinente sería si para lograrlo han
tenido que renunciar a buena parte de sus principios cooperativistas.
De hecho las redes de economía social y solidaria surgen para evitar
esta supuesta despolitización y normalización capitalista de las
cooperativas que han tenido más éxito.
La tercera gran
oleada de la economía social la estamos viviendo en estos mismos
momentos. Circunstancias que están contribuyendo a ello, y que
marcan mucho su especificidad, son las siguientes: la precarización
del mercado laboral, que estrecha los horizontes de posibilidad para
proyectos de vida centrados en el salario; la erosión del Estado del
bienestar, con lo que ello tiene de pérdida de calidad y cantidad de
las políticas públicas y también, es importante, de disminución
de la oferta pública de empleo; la sobrecualificación sistemática
de una sociedad con un nivel de preparación y de formación muy por
encima de las posibilidades de integración y empleabilidad de su
mercado laboral; la extensión de la lógica económica de la
subcontratación; el surgimiento de tecnologías de la comunicación
que facilitan mucho los mecanismos de cooperación; el desarrollo de
movimientos sociales capaces de simbiotizarse con sectores de mercado
emergentes y hacer del emprendimiento económico una herramienta
política (pensemos en las energías renovables o la agroecología en
el caso del ecologismo o las clínicas de planificación reproductiva
o educación para la igualdad de género en el caso del feminismo…);
por último, el surgimiento de la ideología del emprendimiento, que
está suponiendo un marco cultural clave para entender todo este
fenómeno.
Las cooperativas
que surgen en esta tercera ola tiene un perfil diferente de las
cooperativas clásicas: suelen ser asociaciones de personas con una
alta cualificación, por ejemplo titulados universitarios, que ante
la imposibilidad de encontrar salida laboral en el mundo de la
empresa privada o la oferta pública de empleo se asocian en un
proyecto laboral común. Algunas de estas personas provienen de
entornos políticos y militantes, y encuentran en la economía social
una herramienta para dar continuidad biográfica a una vida que gira
alrededor de la participación política, como sucede en ámbitos
como el ecologismo, el feminismo o la cultura. Como afirman Rodríguez
y Gámez (op.cit.)
estos suelen ser proyectos que, para su viabilidad económica,
dependen mucho de los presupuestos públicos del Estado, y a día de
hoy quienes los viven lo hacen en condiciones de alta precariedad.
Algunos autores
consideran que la economía social es una estrategia no solo
transformadora, si no también adaptativa en un contexto de
transición ecosocial, por lo que cabe augurar para ella un
prometedor futuro. ¿La razón? En teoría está mejor preparada para
funcionar en contextos de crecimiento cero al no buscar la ampliación
del beneficio (Olivares, 2014). Es importante entender que el pico
energético de los combustibles fósiles, especialmente el del
petróleo, nos situará pronto en un contexto de crecimiento
como juego
de suma cero:
un escenario de mengua de la tarta total a repartir, en el que el
nuevo crecimiento económico solo podrá lograrse a costa del
decrecimiento de otros, tanto a nivel internacional, lo que
reactivará la guerra económica y el proteccionista como a nivel
interno, lo que incentivará y obligará a los empresarios a atacar
la paz social. En estos escenarios de crecimiento tan complicado, la
economía social, que se ahorra el porcentaje de beneficio que las
empresas capitalistas homologadas deben perseguir para sobrevivir,
tiene cierta ventaja adaptativa. La economía social tiene otros
rasgos de versatilidad añadidos: al hacer partícipe a los
trabajadores de la propiedad de los medios de producción, disminuye
mucho los costos de supervisión y genera un elevado incentivo y una
ética del trabajo de alta implicación. Todo ello convierte a las
empresas de la economía social en entidades flexibles y capaces de
ser productivas y competitivas en entornos económicos más
difíciles, aunque presentan la desventaja de la lentitud y la
inestabilidad que suponen las formas de gestión más democráticas.
Pero
como ocurre normalmente, porque la realidad siempre es ambivalente,
su virtud puede ser al mismo tiempo su defecto. Su potencialidad
adaptativa en contextos de crecimiento bajo o nulo puede volver a las
formas de economía social un instrumento útil para un programa
capitalista de precarización general de la vida de la gente. Por
ejemplo, las nuevas cooperativas de servicios funcionan bien en un
contexto de desmantelamiento del Estado del Bienestar y de extensión
de las lógicas de subcontratación y externalización de los
antiguos servicios públicos. Digamos que la economía social puede
jugar el papel de tonto
útil en
un esquema de explotación del trabajo que se basa, cada vez más, en
subdividir la cadena de producción en unidades más pequeñas
sometidas a regímenes asimétricos de competencia muy duros. Como
ejemplifican Rodríguez y Gámez (op.cit.), un ejemplo fue el
programa Big
Society que
se desarrolló en Inglaterra durante los años más duros de la
recesión global de 2008. Ante el retroceso del Estado se animaba a
la sociedad civil a tomar la iniciativa: “si una biblioteca carece
de presupuesto, que la autogestionen los usuarios”. El discurso del
emprendimiento, con ese acento en la gestión empresarial de la
personalidad que las redes sociales facilita, y la sobredimensión de
la responsabilidad individual en los acontecimientos biográficos que
ha inoculado el discurso neoliberal, prepara el terreno en el ámbito
de las expectativas culturales.
Uno de los
problemas fundamentales de las nuevas experiencias de esta tercera
oleada de economía social es que sus proyectos no han desarrollado
ningún mecanismo que les permita superar la conocida como tragedia
de las cooperativas,
que se resume en el siguiente dilema que ha recorrido la historia del
cooperativismo durante más de un siglo y medio: las cooperativas o
mueren de ineficiencia, trituradas por la competencia salvaje del
mercado, o mueren de éxito integrándose en el mercado como empresas
homologadas al resto, esto es como empresas casi capitalistas. Un
ejemplo ilustrativo muy simbólico de lo segundo, aunque sin duda
injusto y que exigiría matices: Caja Laboral, la banca cooperativa
del grupo Mondragón, vendiendo preferentes.
Y es que las
cooperativas sufren un dilema estructural entre principios y eficacia
que tiene diferentes expresiones: las estructuras democráticas de
gestión las vuelven lentas en entornos muy competitivos; los
inversionistas, tras la euforia inicial, tienden a desear control
proporcional al capital aportado; la maduración biológica de los
socios cooperativistas —en el caso de los proyectos más
politizados— empuja tendencialmente hacia cierta profesionalización
y despolitización de la actividad. En resumen, el crecimiento
económico de la cooperativa parece siempre ir de la mano de una
merma de la participación interna de sus trabajadores y una rebaja
del perfil ético o moral de su ámbito de acción.
Esta es una
realidad con un fuerte componente estructural, es decir, más allá
de la voluntad de las personas. Tiene que ver con que las entidades
de la economía social son islas de cooperación en un mar de
competencia implacable. Para que podamos calibrar lo que esto tiene
de realidad profunda y estructural conviene echar una mirada al caso
yugoslavo. Este es un caso histórico sumamente complejo, y decir
cualquier cosa de él en pocas líneas es traicionarlo y
caricaturizarlo. Pero no deja de ser significativo que en uno de los
mayores experimentos de autogestión y cooperativismo, que se dio a
escala nacional y además bajo un régimen político que se pretendía
socialista a la vieja usanza, la evolución de las empresas
autogestionadas fuera en una dirección similar: hacia la
profesionalización de la gestión empresarial y la pérdida de
participación de los trabajadores. Es decir, hacia la normalización
capitalista[1].
La presión hacia
la normalización capitalista la podemos observar también en ese
otro ámbito tan de moda que es la economía colaborativa que
facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación, que muchos
consideran un tipo de prácticas con un cierto aire de familia con la
economía social. Pensemos por ejemplo en los viajes compartidos, o
el sofá compartido… prácticas que podrían considerarse que
inauguran una nueva era basada en el don. Así lo defiende, por
ejemplo, Paul Mason. Pero lo cierto es que la mayoría de ellas lo
que están propiciando es una rentabilización de la generosidad: los
átomos neoliberales obligados a aprovechar cualquier resquicio de
socialidad para hacer negocio. El filósofo coreano Byung-Chul Han,
en un artículo que publicó El País el 3 de octubre de 2014,
plantea que, frente a una lectura superficial, la llamada economía
del compartir conduce a la comercialización completa de la vida.
Cito textualmente:
“También en la economía basada en la colaboración predomina la dura lógica del capitalismo. De forma paradójica, en este bello “compartir” nadie da nada voluntariamente. El capitalismo llega a su plenitud en el momento en que el comunismo se vende como mercancía. El comunismo como mercancía: esto es el fin de la revolución” (Byung-Chul Han 2014).
Es indudable que
nuestro marco social dispone de enormes facilidades para que
proliferen prácticas ligadas al disfrute de nuevos bienes comunes.
Tanto por el lado del enorme grado de interconectivdiad de estas
nuevas tecnologías, y por tanto por las facilidades para la
comunicación, el encuentro y el diálogo, como por el lado de la
extrema abundancia material que nos rodea, abundancia que ha llegado
a un punto tal que creo que podemos describir nuestra situación
utilizando una lúcida expresión de Lewis Mumford: desposesión
por abundancia.
Tenemos muchas facilidades para compartir. Wikipedia es un ejemplo
paradigmático, y es sin duda un hecho maravilloso. Podríamos pensar
en cosotecas públicas donde estuvieran a disposición de la
ciudadanía, en régimen de préstamo, muchos artefactos y objetos de
uso puntual que hoy se acumulan sin sentido en millones de hogares.
Pero en lugar de proliferar los nuevos bienes comunes lo que
prolifera con mayor fuerza son microdispositivos para alentar el
ánimo de lucro en casi cualquier aspecto de la vida.
Todas estas
derivas potenciales de la economía social, que pueden ayudar a
engrasar el mecanismo de la acumulación de capital en un contexto de
crisis cronificada, hay que entenderlas como algo más que producto
de unos determinados intereses. Como algo más que el resultado de un
programa político neoliberal, que habría configurado un sentido
común determinado. La ambigüedad de las experiencias de la economía
social, o mejor dicho, la imposibilidad que ha demostrado la economía
social en 150 años lo que ilumina, lo que demuestra y de modo muy
claro, es que el capitalismo no es solo el resultado del proyecto
político de la burguesía. El capitalismo es una realidad
estructural con un enorme arraigo en la civilización moderna. Tan
enorme que cuando el socialismo ensayó vías de modernización
diferentes, con todo el poder político del Estado nación en sus
manos, terminaron demostrándose, y voy a simplificar brutalmente,
como rodeos hacia el capitalismo.
Empleo el
término estructural para
hablar de ciertas cualidades de los procesos sociales de configurarse
bajo determinaciones, que a escala de los sujetos parecen
espontáneas, no decididas ni ejecutadas por nadie, que configuran un
orden de posiciones entre ciertas relaciones cuyo efecto rutina
apunta a recrear las condiciones de su propia constancia.
Esta
cualidad estructural del capitalismo, esta capacidad para configurar
realidad, aunque se despliega a través de clases sociales que tienen
planes y los ejecutan, posee una dimensión inconsciente: “no lo
saben, pero lo hacen”, decía Marx. Solo clarificando la
profundidad de esta inercia que nos impone la estructura de
configuración de los sujetos sociales que es el capitalismo, la cual
no es ni mucho menos evidente, podremos aspirar a que fenómenos como
la economía social y solidaria ganen alguna vez la partida, y dejen
de ser realidades marginales. Dicho de modo más sencillo: cuando la
economía social está obligada a convivir con el capitalismo, como
hoy lo está, el resultado del duelo está amañado. La lógica del
capital, que lo devora todo, está llamada a triturar, o volver
anecdótica cualquier experiencia alternativa que se de en ámbitos
parciales. Necesitamos que la economía social opere en un marco de
transición poscapitalista.
Pero aquí es
donde la claustrofobia de nuestra situación histórica se torna más
intensa. En primer lugar porque hoy nadie puede afirmar, de modo
sistemático y coherente, qué es el poscapitalismo. No tenemos una
arquitectura teórica sólida al respecto. Si algunas iluminaciones y
algunos destellos, pero no un diseño coherente. En segundo lugar
porque seguramente ese diseño es imposible. Decía Georgescu-Roegen
que quien pretendiera establecer un plan para la salvación ecológica
de la humanidad desconocía completamente cómo funcionaba la
evolución cultural. En tercer lugar porque si del siglo XX tenemos
que extraer alguna lección, esta es que el control del poder
político no es ninguna garantía para acelerar o desencadenar
procesos de transformación de este calibre tan grande. El
poscapitalismo implica una enmienda a la totalidad del actual
sistema. Pero esto no se puede provocar con un gran acontecimiento ni
tiene en el poder político su puesto de mando esencial.
En un texto
especulativo sobre un hipotético más allá del fetichismo de la
mercancía afirmaba, con Jordi Maiso, la siguiente tesis:
“El materialismo histórico ha demostrado que la socialización capitalista se desarrolló en el seno de la sociedad feudal, y cuando el andamiaje saltó por los aires con las revoluciones políticas burguesas las nuevas relaciones sociales ya habían invadido y transformado casi la totalidad del Antiguo Régimen, al que le quedaba sólo la estocada final. Este esquema se repite en cualquier gran transformación civilizatoria: de la antigüedad clásica a la edad media, de la edad media al capitalismo, los cambios fundamentales fueron, antes que nada, sociales en sentido amplio (productivos, culturales, de subjetividades). El decreto de abolición del feudalismo del 4 de agosto de 1789 tenía sentido porque era la representación teatral de unos hechos sociales consumados”. (Santiago Muíño y Maiso, 2014).
Esta lección fue
mal digerida por el socialismo, que ha aspirado al gesto histórico
del golpe de gracia sin tener las bases sociales de sus contenidos.
La superación del capitalismo no es un acto jurídico. Es algo mucho
más complejo y mucho más largo en el tiempo. Por el contrario el
movimiento obrero ha operado al revés. Y ha aspirando al gesto
político determinante sin una base de relaciones sociales
transformadas. Por ello, las escasas veces que una revolución
consigue vencer militarme a la reacción, se encuentra con la
imposibilidad de transformar las relaciones sociales por decreto.
La recurrencia de
esta tragedia histórica nos lleva a pensar que uno de los déficits
teóricos del socialismo histórico ha sido el no reflexionar y poner
en práctica sus propias formas
embrionarias (Kurz,
1997). Sus propios espacios donde ir gestando, poco a poco, una
realidad económica distinta. Con toda su precariedad y con lo
difícil que será, a estas semillas de poscapitalismo, sobrevivir
ante un sistema tan capaz de dominarlo absolutamente todo.
Volvemos entonces
al punto de partida en una especie de espiral o de círculo vicioso
que parece difícil de romper. A pesar de sus debilidades, a pesar de
estar siempre al borde de resbalar por la normalización capitalista
y abandonar sus presupuestos de cooperación y justicia social, a
pesar de su compatibilidad e incluso de su complementariedad con las
formas extremas de explotación y exclusión social que inaugura la
crisis socioecológica, necesitamos extender hasta donde sea posible
experiencias de economía social.
Necesitamos consolidarlas porque
ellas son el germen de lo nuevo por nacer. Si en algún sitio tenemos
que ir preparando el terreno y ensayando fórmulas para gestionar una
economía que persiga satisfacer necesidades y no ampliar beneficios,
es en la economía social. Y en esta consolidación, está claro que
las instituciones políticas, con su estrecho margen de maniobra,
tiene un inmenso margen de maniobra, aunque no son los únicos
actores llamados a contribuir a este desarrollo. El papel de la
sociedad civil organizada es tanto o más importante, aunque en este
punto se abre otro debate complejo: qué posibilidades para la
autoorganización social nos dejan las actuales condiciones de vida.
Quizá la
esperanza que nos cabe albergar de modo realista, que combine lo
inengañable y lo indesilusionable, se fundamente en un cambio de
perspectiva sobre la transición ecosocial por venir. El ritmo de las
transformaciones a la escala de las civilizaciones es necesariamente
lento. Seguramente mucho más lento de lo que nos podemos permitir
dada la gravedad de la situación. Y también mucho más lento de lo
que nuestros sueños políticos nos alientan. Pero ello no significa
que no se abran un abanico de posibilidades de transformaciones
concretas, cuyo éxito puede mejorar enormemente la vida de la gente,
y cuyo fracaso puede empeorarla. Este cambio de perspectiva, incluso
este cambio de disposición o de temperamento, se podría resumir con
una frase poética que escribí hace muchos años para una
canción: como
una pantera en las distancias cortas y como una hormiga en las
distancias largas.
Allí donde podamos intervenir con efectos contrastados, aunque sea
en pequeña escala, como por ejemplo utilizando la capacidad de
intervención de nuestras instituciones para favorecer la economía
social, mediante la introducción de algo tan poco revolucionario
como cláusulas sociales y ambientales en la contratación pública,
tenemos que poner toda la carne en el asador y toda nuestra fuerza de
voluntad colectiva. Y para cambios más fundamentales, pero también
más complejos y menos dependientes de nuestras intenciones, como es
el surgimiento de una civilización poscapitalista, olvidarnos del
consejo de Brecht cuando afirmaba que los revolucionarios teníamos
que aprender a cultivar la impaciencia, y admitir como más ajustado
a nuestra capacidad de bailar con la historia aquella otra frase de
Kafka que afirmaba que la impaciencia era el único pecado.
Emilio
Santiago Muiño
(Texto adaptado de una conferencia pronunciada en la Diputación Provincial de Albacete 31 enero 2017.)
(Texto adaptado de una conferencia pronunciada en la Diputación Provincial de Albacete 31 enero 2017.)
[1]
Para más información sobre el caso Yugoslavo, puede consultarse el
epígrafe de mi tesis doctoral Opción
Cero: sostenibildiad y socialismo en la Cuba postsoviética,
con título «Lecciones del fracaso yugoslavo y éxitos del
socialismo asiático» y desde ahí acceder a las referencias
bibliográficas fundamentales. [N. del E.: En 2017 el autor publicó
un libro a partir de dicha tesis titulado Opción
Cero: el reverdecimiento forzoso de la Revolución cubana (FUHEM
Ecosocial / La Catarata).
Bibliografía
-
HAN, Byung-Chul (2014): ¿Por qué hoy no es posible la Revolución?”, en El País, 3 de octubre de 2014
-
KURZ, Robert (1991a): O colapso da modernização. [En línea]. Disponible en: http://obeco.no.sapo.pt/livro_colapsom.html (Consultado el 5 de mayo de 2013).
-
KURZ, Robert (1991b): El honor perdido del trabajo. [En línea] Disponible en: http://grupokrisis2003.blogspot.com.es/2009/06/el-honor-perdido-del-trabajo.html (Consultado el 4 de junio de 2012).
-
KURZ, Robert (1997): Antieconomía y antipolítica. [En línea]. Disponible en: http://grupokrisis2003.blogspot.com.es/2009/06/antieconomia-y-antipolitica_14.html
-
GARCÍA OLIVARES, Antonio (2014): “Energía renovable, fin del crecimiento y post-capitalismo. Hacia una economía simbiótica con el ecosistema” en Riechmann, Jorge et al. (coord.), Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socio-ecológicas y transiciones poscapitalistas, Granada: Universidad de Granada.
-
RODRIGUEZ, Emmanuel y GÁMEZ, David (2016): Más allá del cooperativismo, más allá de la economía social, en Diagonal [En línea]. Disponible en: https://www.diagonalperiodico.net/blogs/funda/mas-alla-del-cooperativismo-mas-alla-la-economia-social.html
-
SANTIAGO MUÍÑO, Emilio y Maiso, Jordi (2014): “¿Qué puede venir más allá del fetichismo de la mercancía? Transiciones poscapitalistas a partir de la crítica del valor,” en Riechmann, Jorge et al. (coord.), Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y transiciones poscapitalistas, Granada: Cicode.
-
SANTOS, Boaventura de Sousa y RODRÍGUEZ, César (2011): “Para ampliar el canon de la producción” en Sousa Santos, Boaventura (coord.), Producir para vivir: los caminos de la producción no capitalista, México D. F.: Fondo de Cultura Económico.
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