PÀGINES MONOGRÀFIQUES

19/6/18

El poscapitalismo implica una enmienda a la totalidad del actual sistema

LA ECONOMÍA SOCIAL EN LA TRANSICIÓN SOCIOECOLÓGICA

Existe un consenso difuso en el ámbito de los movimientos sociales ecologistas y anticapitalistas sobre el importante papel que la economía social debe jugar en el proceso de transición socioecológica que buscamos promover. Me interesa en este artículo usar el término economía social de modo muy amplio. Bajo el término economía social quiero nombrar todo un magma de fenómenos, proyectos e iniciativas muy diversas que dan lugar a un conglomerado poco homogéneo que comparte algunos rasgos en común. El principal, autoconcebirse como alternativas de producción al capitalismo que operan dentro del marco de juego del capitalismo pero sin verse arrastrado por sus lógicas. De fondo, un presupuesto teórico esencial, que parece evidente, aunque no lo sea tanto: pueden existir economías de mercado no capitalistas.

De modo más concreto, y a diferencia de las unidades empresariales capitalistas, las empresas de la economía social fomentan la democracia económica interna, cumplen una suerte de código deontológico en la producción (no se trata de producir cualquier mercancía, sino algunas bajo criterios morales), procuran encontrar métodos de cooperación entre sí y además buscan colocarse al servicio de unas supuestas verdaderas necesidades de la gente, frente a las falsas necesidades inducidas por el terrorismo psicológico de la publicidad.


Con una definición tan genérica podemos incluir desde el cooperativismo y el mutualismo clásico a fórmulas de comercio justo, pasando por la economía social y solidaria oficialmente reconocida como tal (todas ellas realidades institucionales con un amparo legal y un importante peso económico en la economía real), hasta formas de la llamada economía de los sectores populares, más ligadas a la economía sumergida. En un análisis muy amplio quizá podrían incluirse aquí también instrumentos de reforma económica con un componente claramente social, como las monedas sociales complementarias, el consumo responsable o las cláusulas sociales y ambientales en la contratación pública. Y otro universo de prácticas a considerar, aunque difiere del resto de la economía social, es la llamada economía colaborativa, que facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación, con fenómenos como Blabla car como máximo exponente, que tiene un enorme potencial pero también un importante peligro.

Quizá todas estas iniciativas tan diversas, salvo algunos fenómenos de la economía colaborativa, se podrían sentir identificadas con una definición que hace REAS, la Red de Redes de Economía Alternativa y Solidaria, de la economía social: entender la economía como medio y no como fin y con una voluntad fundamentalmente transformadora.

El sociólogo portugués Boaventura Sousa Santos pone el acento en la importancia histórica de la economía social con la siguiente tesis: tras el fracaso del socialismo real y la crisis de los modelos económicos de planificación centralizada, la economía social tiene la misión de contrarrestar el no hay alternativa al capitalismo, que promovió el discurso thatcheriano, generando modelos de producción anticapitalistas. Para ello es preciso ejecutar propuestas económicas que cumplan, simultáneamente, con dos rasgos difíciles de combinar: viabilidad económica y carácter emancipatorio (Santos y Rodríguez, 2011).

Dicho con estas palabras, la responsabilidad de futuro de la economía social es inmensa. Veremos que en un contexto de crisis socioecológica esta aumenta. Pero antes conviene recordar una obviedad: la economía social no es un gueto marginal. Es una propuesta arraigada en la economía real que tiene un peso económico destacado. Según Naciones Unidas, en el año 2012 las cooperativas del mundo cuentan con mil millones de socios, generan 100 millones de empleos directos, un 20% más que las grandes multinacionales, y son responsables de manutención cotidiana de 3.000 millones de personas. En Europa la economía social emplea a más de 14 millones de personas, el 6,5% del empleo total. En España, la economía social genera 1,2 millones de empleos directos, lo que equivale al 6,74% del empleo total del país, porcentaje algo por encima del europeo. Dentro de este sector, REAS, la Red de Economía Alternativa y Solidaria, una propuesta que nace con un perfil político y transformador muy claro, y que busca enfrentar la despolitización del movimiento cooperativista, produce ya 8.000 empleos directos, cuenta con 30.000 voluntarios y miles de personas asociadas (10.000 en finanzas éticas, 20.000 en cooperativas energéticas), y facturó el año pasado 355 millones de euros, generando 63 millones de euros de ahorro y capital social.

A su vez, la economía social no es una novedad. Los famosos siete principios de los pioneros de Rochdale datan de 1844. Y la Alianza Cooperativa Internacional, la ACI, agrupa al cooperativismo mundial desde 1895. Que la economía social tenga una historia acumulada es útil a la hora de evaluar sus límites y posibilidades.

Emmanuel Rodríguez y David Gámez (2016) afirman que hasta día de hoy el movimiento cooperativista o de la economía social ha conocido tres grandes oleadas que conviene conocer:

  1. una primera durante el siglo XIX, ligada al nacimiento de la asociatividad proletaria, en la que se confundía el sindicato para la lucha de clases, con la mutualidad para responder colectivamente ante accidentes o enfermedades (haciendo de institución protectora ante la ausencia de un Estado socialmente benefactor) con el cooperativismo en sentido estricto, que tuvo un enorme auge con las cooperativas de consumo.
  2. una segunda, durante los años setenta del siglo XX, que buscó responder a la crisis económica de la época, provocada por la coincidencia simultánea del agotamiento de un modelo tecnológico y productivo, una oleada muy virulenta de la lucha de clases en los centros industriales (el mayo del 68 global) y la subida drástica de los precios del petróleo provocada por el embargo político de la OPEP.
  3. Una tercera, que la estaríamos viviendo actualmente, que se relaciona con la erosión del Estado del bienestar, la sobrecualificación estructural de la ciudadanía y la aparición de nuevos sectores emergentes cuyo desarrollo está ligado a cierta conciencia política o social ciudadana.

Cada una de estas oleadas presenta unos rasgos específicos que explican su surgimiento y también su declive.

Siguiendo a Rodríguez y Gámez, constatamos que la primera oleada, que podríamos llamar mutualista, la protagonizaron obreros que carecían de cualquier mecanismo institucional de defensa frente al mundo del capital, cuyo trabajo era esencialmente un trabajo artesano y además muchos de ellos todavía conservaban medios de producción, como pequeños talleres. Durante muchos años incluso se llegó a pensar que la extensión progresiva del mutualismo podría transformar el capitalismo en socialismo, tal y como preconizaba el anarquista Proudhon. La economía social adquirió así el perfil de una hipótesis estratégica para la transformación social.

Estas ilusiones fueron deshaciéndose a medida que, por un lado, la planta tecnológica industrial iba abandonando el perfil de pequeños talleres dispersos y adquiriendo la forma que luego fue predominante en el siglo XX: altamente concentrada, centralizada y mediante una organización científica y casi militar de la producción (taylorismo y fordismo). También cuando, desde Bismarck, el Estado sustituyó las mutualidades obreras por una mutualidad nacional autoritaria que garantizaba permiso por enfermedad, vacaciones, jubilación. La hipótesis estratégica del socialismo mutó: ahora se trataba de construir grandes movimientos de masas, bien con forma partido o para los anarquistas con forma sindicato, para tomar el poder político (destruirlo desde el discurso libertario) y poner la gran producción al servicio del socialismo. No obstante la oleada dejó tras de sí toda una cultura de la autoorganización proletaria muy interesante: pensemos en el papel cultural de las casas del pueblo o los ateneos libertarios, o las grandes cooperativas de consumo que organizaban a millones de personas en Europa antes de la Primera Guerra Mundial.

La segunda oleada, la de los años setenta, surge como respuesta al abandono de muchas empresas por parte de sus empresarios ante la caída de los beneficios cuyas causas antes hemos esbozado. En España más de mil empresas son tomadas por sus trabajadores, como se refleja en el famoso documental NUMAX, de Joaquín Jordá. Es el auge del cooperativismo industrial en el sentido más contemporáneo, que se presentó entonces como una opción desesperada para mantener los puestos de trabajo. La progresiva profundización de las políticas neoliberales, con la deslocalización industrial como bandera, marcan el límite de esta oleada. No obstante, y aunque su origen es anterior, el desarrollo económico de Mondragón, uno de los mayores grupos cooperativos del mundo, es fruto de esta oleada. Esta es la herencia de la segunda gran oleada de la economía social: la consolidación de algunas corporaciones cooperativas que hoy son capaces de funcionar con solvencia en la economía real y con una escala de producción interesante. La pregunta pertinente sería si para lograrlo han tenido que renunciar a buena parte de sus principios cooperativistas. De hecho las redes de economía social y solidaria surgen para evitar esta supuesta despolitización y normalización capitalista de las cooperativas que han tenido más éxito.

La tercera gran oleada de la economía social la estamos viviendo en estos mismos momentos. Circunstancias que están contribuyendo a ello, y que marcan mucho su especificidad, son las siguientes: la precarización del mercado laboral, que estrecha los horizontes de posibilidad para proyectos de vida centrados en el salario; la erosión del Estado del bienestar, con lo que ello tiene de pérdida de calidad y cantidad de las políticas públicas y también, es importante, de disminución de la oferta pública de empleo; la sobrecualificación sistemática de una sociedad con un nivel de preparación y de formación muy por encima de las posibilidades de integración y empleabilidad de su mercado laboral; la extensión de la lógica económica de la subcontratación; el surgimiento de tecnologías de la comunicación que facilitan mucho los mecanismos de cooperación; el desarrollo de movimientos sociales capaces de simbiotizarse con sectores de mercado emergentes y hacer del emprendimiento económico una herramienta política (pensemos en las energías renovables o la agroecología en el caso del ecologismo o las clínicas de planificación reproductiva o educación para la igualdad de género en el caso del feminismo…); por último, el surgimiento de la ideología del emprendimiento, que está suponiendo un marco cultural clave para entender todo este fenómeno.

Las cooperativas que surgen en esta tercera ola tiene un perfil diferente de las cooperativas clásicas: suelen ser asociaciones de personas con una alta cualificación, por ejemplo titulados universitarios, que ante la imposibilidad de encontrar salida laboral en el mundo de la empresa privada o la oferta pública de empleo se asocian en un proyecto laboral común. Algunas de estas personas provienen de entornos políticos y militantes, y encuentran en la economía social una herramienta para dar continuidad biográfica a una vida que gira alrededor de la participación política, como sucede en ámbitos como el ecologismo, el feminismo o la cultura. Como afirman Rodríguez y Gámez (op.cit.) estos suelen ser proyectos que, para su viabilidad económica, dependen mucho de los presupuestos públicos del Estado, y a día de hoy quienes los viven lo hacen en condiciones de alta precariedad.

Algunos autores consideran que la economía social es una estrategia no solo transformadora, si no también adaptativa en un contexto de transición ecosocial, por lo que cabe augurar para ella un prometedor futuro. ¿La razón? En teoría está mejor preparada para funcionar en contextos de crecimiento cero al no buscar la ampliación del beneficio (Olivares, 2014). Es importante entender que el pico energético de los combustibles fósiles, especialmente el del petróleo, nos situará pronto en un contexto de crecimiento como juego de suma cero: un escenario de mengua de la tarta total a repartir, en el que el nuevo crecimiento económico solo podrá lograrse a costa del decrecimiento de otros, tanto a nivel internacional, lo que reactivará la guerra económica y el proteccionista como a nivel interno, lo que incentivará y obligará a los empresarios a atacar la paz social. En estos escenarios de crecimiento tan complicado, la economía social, que se ahorra el porcentaje de beneficio que las empresas capitalistas homologadas deben perseguir para sobrevivir, tiene cierta ventaja adaptativa. La economía social tiene otros rasgos de versatilidad añadidos: al hacer partícipe a los trabajadores de la propiedad de los medios de producción, disminuye mucho los costos de supervisión y genera un elevado incentivo y una ética del trabajo de alta implicación. Todo ello convierte a las empresas de la economía social en entidades flexibles y capaces de ser productivas y competitivas en entornos económicos más difíciles, aunque presentan la desventaja de la lentitud y la inestabilidad que suponen las formas de gestión más democráticas.

Pero como ocurre normalmente, porque la realidad siempre es ambivalente, su virtud puede ser al mismo tiempo su defecto. Su potencialidad adaptativa en contextos de crecimiento bajo o nulo puede volver a las formas de economía social un instrumento útil para un programa capitalista de precarización general de la vida de la gente. Por ejemplo, las nuevas cooperativas de servicios funcionan bien en un contexto de desmantelamiento del Estado del Bienestar y de extensión de las lógicas de subcontratación y externalización de los antiguos servicios públicos. Digamos que la economía social puede jugar el papel de tonto útil en un esquema de explotación del trabajo que se basa, cada vez más, en subdividir la cadena de producción en unidades más pequeñas sometidas a regímenes asimétricos de competencia muy duros. Como ejemplifican Rodríguez y Gámez (op.cit.), un ejemplo fue el programa Big Society que se desarrolló en Inglaterra durante los años más duros de la recesión global de 2008. Ante el retroceso del Estado se animaba a la sociedad civil a tomar la iniciativa: “si una biblioteca carece de presupuesto, que la autogestionen los usuarios”. El discurso del emprendimiento, con ese acento en la gestión empresarial de la personalidad que las redes sociales facilita, y la sobredimensión de la responsabilidad individual en los acontecimientos biográficos que ha inoculado el discurso neoliberal, prepara el terreno en el ámbito de las expectativas culturales.

Uno de los problemas fundamentales de las nuevas experiencias de esta tercera oleada de economía social es que sus proyectos no han desarrollado ningún mecanismo que les permita superar la conocida como tragedia de las cooperativas, que se resume en el siguiente dilema que ha recorrido la historia del cooperativismo durante más de un siglo y medio: las cooperativas o mueren de ineficiencia, trituradas por la competencia salvaje del mercado, o mueren de éxito integrándose en el mercado como empresas homologadas al resto, esto es como empresas casi capitalistas. Un ejemplo ilustrativo muy simbólico de lo segundo, aunque sin duda injusto y que exigiría matices: Caja Laboral, la banca cooperativa del grupo Mondragón, vendiendo preferentes.

Y es que las cooperativas sufren un dilema estructural entre principios y eficacia que tiene diferentes expresiones: las estructuras democráticas de gestión las vuelven lentas en entornos muy competitivos; los inversionistas, tras la euforia inicial, tienden a desear control proporcional al capital aportado; la maduración biológica de los socios cooperativistas —en el caso de los proyectos más politizados— empuja tendencialmente hacia cierta profesionalización y despolitización de la actividad. En resumen, el crecimiento económico de la cooperativa parece siempre ir de la mano de una merma de la participación interna de sus trabajadores y una rebaja del perfil ético o moral de su ámbito de acción.

Esta es una realidad con un fuerte componente estructural, es decir, más allá de la voluntad de las personas. Tiene que ver con que las entidades de la economía social son islas de cooperación en un mar de competencia implacable. Para que podamos calibrar lo que esto tiene de realidad profunda y estructural conviene echar una mirada al caso yugoslavo. Este es un caso histórico sumamente complejo, y decir cualquier cosa de él en pocas líneas es traicionarlo y caricaturizarlo. Pero no deja de ser significativo que en uno de los mayores experimentos de autogestión y cooperativismo, que se dio a escala nacional y además bajo un régimen político que se pretendía socialista a la vieja usanza, la evolución de las empresas autogestionadas fuera en una dirección similar: hacia la profesionalización de la gestión empresarial y la pérdida de participación de los trabajadores. Es decir, hacia la normalización capitalista[1].

La presión hacia la normalización capitalista la podemos observar también en ese otro ámbito tan de moda que es la economía colaborativa que facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación, que muchos consideran un tipo de prácticas con un cierto aire de familia con la economía social. Pensemos por ejemplo en los viajes compartidos, o el sofá compartido… prácticas que podrían considerarse que inauguran una nueva era basada en el don. Así lo defiende, por ejemplo, Paul Mason. Pero lo cierto es que la mayoría de ellas lo que están propiciando es una rentabilización de la generosidad: los átomos neoliberales obligados a aprovechar cualquier resquicio de socialidad para hacer negocio. El filósofo coreano Byung-Chul Han, en un artículo que publicó El País el 3 de octubre de 2014, plantea que, frente a una lectura superficial, la llamada economía del compartir conduce a la comercialización completa de la vida. Cito textualmente:

También en la economía basada en la colaboración predomina la dura lógica del capitalismo. De forma paradójica, en este bello “compartir” nadie da nada voluntariamente. El capitalismo llega a su plenitud en el momento en que el comunismo se vende como mercancía. El comunismo como mercancía: esto es el fin de la revolución” (Byung-Chul Han 2014).

Es indudable que nuestro marco social dispone de enormes facilidades para que proliferen prácticas ligadas al disfrute de nuevos bienes comunes. Tanto por el lado del enorme grado de interconectivdiad de estas nuevas tecnologías, y por tanto por las facilidades para la comunicación, el encuentro y el diálogo, como por el lado de la extrema abundancia material que nos rodea, abundancia que ha llegado a un punto tal que creo que podemos describir nuestra situación utilizando una lúcida expresión de Lewis Mumford: desposesión por abundancia. Tenemos muchas facilidades para compartir. Wikipedia es un ejemplo paradigmático, y es sin duda un hecho maravilloso. Podríamos pensar en cosotecas públicas donde estuvieran a disposición de la ciudadanía, en régimen de préstamo, muchos artefactos y objetos de uso puntual que hoy se acumulan sin sentido en millones de hogares. Pero en lugar de proliferar los nuevos bienes comunes lo que prolifera con mayor fuerza son microdispositivos para alentar el ánimo de lucro en casi cualquier aspecto de la vida.

Todas estas derivas potenciales de la economía social, que pueden ayudar a engrasar el mecanismo de la acumulación de capital en un contexto de crisis cronificada, hay que entenderlas como algo más que producto de unos determinados intereses. Como algo más que el resultado de un programa político neoliberal, que habría configurado un sentido común determinado. La ambigüedad de las experiencias de la economía social, o mejor dicho, la imposibilidad que ha demostrado la economía social en 150 años lo que ilumina, lo que demuestra y de modo muy claro, es que el capitalismo no es solo el resultado del proyecto político de la burguesía. El capitalismo es una realidad estructural con un enorme arraigo en la civilización moderna. Tan enorme que cuando el socialismo ensayó vías de modernización diferentes, con todo el poder político del Estado nación en sus manos, terminaron demostrándose, y voy a simplificar brutalmente, como rodeos hacia el capitalismo.

Empleo el término estructural para hablar de ciertas cualidades de los procesos sociales de configurarse bajo determinaciones, que a escala de los sujetos parecen espontáneas, no decididas ni ejecutadas por nadie, que configuran un orden de posiciones entre ciertas relaciones cuyo efecto rutina apunta a recrear las condiciones de su propia constancia.

Esta cualidad estructural del capitalismo, esta capacidad para configurar realidad, aunque se despliega a través de clases sociales que tienen planes y los ejecutan, posee una dimensión inconsciente: “no lo saben, pero lo hacen”, decía Marx. Solo clarificando la profundidad de esta inercia que nos impone la estructura de configuración de los sujetos sociales que es el capitalismo, la cual no es ni mucho menos evidente, podremos aspirar a que fenómenos como la economía social y solidaria ganen alguna vez la partida, y dejen de ser realidades marginales. Dicho de modo más sencillo: cuando la economía social está obligada a convivir con el capitalismo, como hoy lo está, el resultado del duelo está amañado. La lógica del capital, que lo devora todo, está llamada a triturar, o volver anecdótica cualquier experiencia alternativa que se de en ámbitos parciales. Necesitamos que la economía social opere en un marco de transición poscapitalista.

Pero aquí es donde la claustrofobia de nuestra situación histórica se torna más intensa. En primer lugar porque hoy nadie puede afirmar, de modo sistemático y coherente, qué es el poscapitalismo. No tenemos una arquitectura teórica sólida al respecto. Si algunas iluminaciones y algunos destellos, pero no un diseño coherente. En segundo lugar porque seguramente ese diseño es imposible. Decía Georgescu-Roegen que quien pretendiera establecer un plan para la salvación ecológica de la humanidad desconocía completamente cómo funcionaba la evolución cultural. En tercer lugar porque si del siglo XX tenemos que extraer alguna lección, esta es que el control del poder político no es ninguna garantía para acelerar o desencadenar procesos de transformación de este calibre tan grande. El poscapitalismo implica una enmienda a la totalidad del actual sistema. Pero esto no se puede provocar con un gran acontecimiento ni tiene en el poder político su puesto de mando esencial.

En un texto especulativo sobre un hipotético más allá del fetichismo de la mercancía afirmaba, con Jordi Maiso, la siguiente tesis:

El materialismo histórico ha demostrado que la socialización capitalista se desarrolló en el seno de la sociedad feudal, y cuando el andamiaje saltó por los aires con las revoluciones políticas burguesas las nuevas relaciones sociales ya habían invadido y transformado casi la totalidad del Antiguo Régimen, al que le quedaba sólo la estocada final. Este esquema se repite en cualquier gran transformación civilizatoria: de la antigüedad clásica a la edad media, de la edad media al capitalismo, los cambios fundamentales fueron, antes que nada, sociales en sentido amplio (productivos, culturales, de subjetividades). El decreto de abolición del feudalismo del 4 de agosto de 1789 tenía sentido porque era la representación teatral de unos hechos sociales consumados”. (Santiago Muíño y Maiso, 2014).

Esta lección fue mal digerida por el socialismo, que ha aspirado al gesto histórico del golpe de gracia sin tener las bases sociales de sus contenidos. La superación del capitalismo no es un acto jurídico. Es algo mucho más complejo y mucho más largo en el tiempo. Por el contrario el movimiento obrero ha operado al revés. Y ha aspirando al gesto político determinante sin una base de relaciones sociales transformadas. Por ello, las escasas veces que una revolución consigue vencer militarme a la reacción, se encuentra con la imposibilidad de transformar las relaciones sociales por decreto.

La recurrencia de esta tragedia histórica nos lleva a pensar que uno de los déficits teóricos del socialismo histórico ha sido el no reflexionar y poner en práctica sus propias formas embrionarias (Kurz, 1997). Sus propios espacios donde ir gestando, poco a poco, una realidad económica distinta. Con toda su precariedad y con lo difícil que será, a estas semillas de poscapitalismo, sobrevivir ante un sistema tan capaz de dominarlo absolutamente todo.

Volvemos entonces al punto de partida en una especie de espiral o de círculo vicioso que parece difícil de romper. A pesar de sus debilidades, a pesar de estar siempre al borde de resbalar por la normalización capitalista y abandonar sus presupuestos de cooperación y justicia social, a pesar de su compatibilidad e incluso de su complementariedad con las formas extremas de explotación y exclusión social que inaugura la crisis socioecológica, necesitamos extender hasta donde sea posible experiencias de economía social. 

Necesitamos consolidarlas porque ellas son el germen de lo nuevo por nacer. Si en algún sitio tenemos que ir preparando el terreno y ensayando fórmulas para gestionar una economía que persiga satisfacer necesidades y no ampliar beneficios, es en la economía social. Y en esta consolidación, está claro que las instituciones políticas, con su estrecho margen de maniobra, tiene un inmenso margen de maniobra, aunque no son los únicos actores llamados a contribuir a este desarrollo. El papel de la sociedad civil organizada es tanto o más importante, aunque en este punto se abre otro debate complejo: qué posibilidades para la autoorganización social nos dejan las actuales condiciones de vida.

Quizá la esperanza que nos cabe albergar de modo realista, que combine lo inengañable y lo indesilusionable, se fundamente en un cambio de perspectiva sobre la transición ecosocial por venir. El ritmo de las transformaciones a la escala de las civilizaciones es necesariamente lento. Seguramente mucho más lento de lo que nos podemos permitir dada la gravedad de la situación. Y también mucho más lento de lo que nuestros sueños políticos nos alientan. Pero ello no significa que no se abran un abanico de posibilidades de transformaciones concretas, cuyo éxito puede mejorar enormemente la vida de la gente, y cuyo fracaso puede empeorarla. Este cambio de perspectiva, incluso este cambio de disposición o de temperamento, se podría resumir con una frase poética que escribí hace muchos años para una canción: como una pantera en las distancias cortas y como una hormiga en las distancias largas. Allí donde podamos intervenir con efectos contrastados, aunque sea en pequeña escala, como por ejemplo utilizando la capacidad de intervención de nuestras instituciones para favorecer la economía social, mediante la introducción de algo tan poco revolucionario como cláusulas sociales y ambientales en la contratación pública, tenemos que poner toda la carne en el asador y toda nuestra fuerza de voluntad colectiva. Y para cambios más fundamentales, pero también más complejos y menos dependientes de nuestras intenciones, como es el surgimiento de una civilización poscapitalista, olvidarnos del consejo de Brecht cuando afirmaba que los revolucionarios teníamos que aprender a cultivar la impaciencia, y admitir como más ajustado a nuestra capacidad de bailar con la historia aquella otra frase de Kafka que afirmaba que la impaciencia era el único pecado.

Emilio Santiago Muiño 
(Texto adaptado de una conferencia pronunciada en la Diputación Provincial de Albacete 31 enero 2017.)

Notas
[1] Para más información sobre el caso Yugoslavo, puede consultarse el epígrafe de mi tesis doctoral Opción Cero: sostenibildiad y socialismo en la Cuba postsoviética, con título «Lecciones del fracaso yugoslavo y éxitos del socialismo asiático» y desde ahí acceder a las referencias bibliográficas fundamentales. [N. del E.: En 2017 el autor publicó un libro a partir de dicha tesis titulado Opción Cero: el reverdecimiento forzoso de la Revolución cubana (FUHEM Ecosocial / La Catarata).

Bibliografía
  • HAN, Byung-Chul (2014): ¿Por qué hoy no es posible la Revolución?”, en El País, 3 de octubre de 2014
  • KURZ, Robert (1991a): O colapso da modernização. [En línea]. Disponible en: http://obeco.no.sapo.pt/livro_colapsom.html (Consultado el 5 de mayo de 2013).
  • KURZ, Robert (1991b): El honor perdido del trabajo. [En línea] Disponible en: http://grupokrisis2003.blogspot.com.es/2009/06/el-honor-perdido-del-trabajo.html (Consultado el 4 de junio de 2012).
  • KURZ, Robert (1997): Antieconomía y antipolítica. [En línea]. Disponible en: http://grupokrisis2003.blogspot.com.es/2009/06/antieconomia-y-antipolitica_14.html
  • GARCÍA OLIVARES, Antonio (2014): “Energía renovable, fin del crecimiento y post-capitalismo. Hacia una economía simbiótica con el ecosistema” en Riechmann, Jorge et al. (coord.), Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socio-ecológicas y transiciones poscapitalistas, Granada: Universidad de Granada.
  • RODRIGUEZ, Emmanuel y GÁMEZ, David (2016): Más allá del cooperativismo, más allá de la economía social, en Diagonal [En línea]. Disponible en: https://www.diagonalperiodico.net/blogs/funda/mas-alla-del-cooperativismo-mas-alla-la-economia-social.html
  • SANTIAGO MUÍÑO, Emilio y Maiso, Jordi (2014): “¿Qué puede venir más allá del fetichismo de la mercancía? Transiciones poscapitalistas a partir de la crítica del valor,” en Riechmann, Jorge et al. (coord.), Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y transiciones poscapitalistas, Granada: Cicode.
  • SANTOS, Boaventura de Sousa y RODRÍGUEZ, César (2011): “Para ampliar el canon de la producción” en Sousa Santos, Boaventura (coord.), Producir para vivir: los caminos de la producción no capitalista, México D. F.: Fondo de Cultura Económico.
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