Nietzsche y la construcción del sujeto consumista
El
capitalismo atrae hacia su lógica de consumo incluso a aquellas
propuestas que pretenden plantarle cara, en muchas ocasiones a costa
de transformarlas hasta volverlas irreconocibles. Este es el caso de
la filosofía de Friedrich Nietzsche.
Una de
las características que se suele atribuir al capitalismo es su
capacidad fagocitadora.
Como si se tratara de un agujero negro, todo lo que se aproxima a sus
dominios es engullido, pero también descompuesto, por la fuerza
incontrolable de su gravedad. Incluso la luz acaba formando parte de
su oscuridad. Los ejemplos son infinitos y de los más diversos
ámbitos. Y especialmente significativos cuando nos referimos a
aquellas llamaradas que surgieron como posibles alternativas al
propio capitalismo.
La
misma filosofía no ha sido ajena a esta lógica devoradora del
capitalismo y muchas de las propuestas antagonistas que han osado
hacerle frente han sido engullidas por él, aunque, en la mayoría de
los casos, a costa de tergiversarlas y volverlas casi
inidentificables. En este texto veremos cómo algunas de esas
propuestas han servido como fundamento espúreo para la construcción
del sujeto de consumo que alimenta al capitalismo en la actualidad. A
este respecto, creemos especialmente relevante la “interpretación”
que se ha hecho de la filosofía de Friedrich Nietzsche.
Una
de las primeras formulaciones del sustancialismo metafísico la
encontramos en Aristóteles (s. IV a de C). Para el filósofo de
Estagira existen dos modos fundamentales de ser: el ser sustancial y
el ser accidental. El primero se refiere a lo que representa
la esencia de
lo real, aquello que lo define. El segundo a aquello que forma parte
de lo real pero que, de ser diferente, no afectaría a su identidad.
Por ejemplo, el color de una mesa forma parte de su ser, pero si la
pintamos de otro color, sigue siendo una mesa; de hecho sigue siendo
la misma mesa. El ser sustancial –la esencia–, sin embargo, se
refiere a algo que forma parte indisoluble de lo real; algo que, de
cambiar, supondría el fin de la existencia de esa realidad.
De
entre las críticas a esta concepción que se desarrollaron en la
filosofía occidental cabe destacar la de David Hume (s. XVIII), para
quien toda realidad sería, por decirlo en términos aristótelicos,
una suma de “accidentes”. Detrás de las características
perceptibles de lo real no existe ninguna sustancialidad, ninguna
esencia. Un análisis que le llevaría a defender igualmente la
inexistencia del alma o de Dios. Friedrich Nietzsche, como veremos
más adelante, desarrollará una concepción de lo real similar a
este respecto, aunque desde una perspectiva algo diferente.
Esta
crítica a la metafísica sustancialista –vinculada históricamente
a la visión social y política del poder– ha sido asimilada por la
sociedad de consumo a través de la identificación de esa
“accidentalidad” con la posesión. Dicho de otro modo, el ser,
entendido como accidental, es identificado con el tener.
Efectivamente, lo que cada individuo sea no dependerá de una
esencialidad que nos define, sino de aquellos atributos que acaban
conformando nuestra identidad como suma de agregados que son
adquiridos a través del consumo y la posesión.
La escala social, por tanto, ya no se muestra como radicada en nuestro origen social y en la naturaleza -la sustancialidad- de nuestro linaje, fundamento del orden social del Antiguo Régimen. En la sociedad burguesa nuestro ser social se identifica con la capacidad de acumular objetos que son entendidos como constituyentes de nuestro ser individual, el cual deberemos construir a partir de nuestro nivel adquisitivo. Un estatus que –consecuentemente con la mentalidad meritocrática del capitalismo– dependerá de nuestro trabajo y esfuerzo.
Tal concepción la encontramos, por ejemplo, en la última campaña de una famosa marca de ropa cuyo eslogan –“que nada ni nadie te defina”– invita a la autodefinición –la definición es en la metafísica clásica donde se manifiesta el ser de lo real– a través del consumo de sus productos. Un eslogan que, además, nos remite a otra de las ideas recurrentes en la publicidad: la del acto de consumir como supuesta forma de rebeldía frente a la autoridad y el orden establecido.
La obra de Friedrich Nietzsche (s. XIX) supuso una crítica radical a toda la cultura construida sobre la filosofía platónico-cristiana y abriría el camino a multitud de propuestas políticas alternativas al pensamiento hegemónico. Sin embargo, en lo que se refiere al tema que nos ocupa, es el autor cuyas ideas han corrido peor suerte en su proceso de asimilación por la cultura dominante.
El diagnóstico que realiza Nietzsche de la cultura occidental, según el cual “Dios ha muerto”, nos puede servir de punto de partida. Para el filósofo alemán, Europa ha dejado de creer en Dios como fuente de ser, de valores y de sentido. No solo se refiere Nietzsche al Dios cristiano en su famosa sentencia, sino a todo principio trascendente –como las ideas platónicas– desde el que la realidad adquiere su ser y su sentido. No existe, por tanto, ningún principio trascendente que fundamente lo real, ninguna sustancialidad: solo existe lo particular y contingente. Así, el vitalismo de Nietzsche impele al individuo a definirse a sí mismo desde su propia existencia particular y concreta, desde su propia inmanencia.
Tras
el fin de un sentido venido “de arriba”, el superhombre será
aquel capaz de dotar de sentido y valores a su existencia desde el
respeto absoluto a su inmanencia y al único valor fundamental que
debe regir nuestras acciones: la propia vida. El superhombre, por
tanto, no sigue ninguna moral preestablecida desde un ámbito
trascendente (Dios), sino que se impone a sí mismo y sigue sus
propias normas, siempre afines a la afirmación de lo vital.
Las
técnicas de marketing publicitario han asumido esta visión
antropológica pero, como venimos diciendo, adecuándola a sus
intereses hasta hacerla irreconocible.
Una
vez –al menos desde el punto de vista de la descripción de la
lógica del consumo– se ha identificado el ser con
el tener,
el individualismo propio del capitalismo busca ocultar su propia
naturaleza aborregante invitando a la construcción de nuestra
identidad a través de un tener que
nos hace, supuestamente, diferentes y ajenos a la normatividad
establecida.
Por
un lado, el objeto de consumo se convierte no solo en el símbolo de
nuestra identidad, sino de aquello que nos diferencia y
nos hace superiores a los demás: aquellos y aquellas que, en su
mediocridad, cumplen con las normas establecidas. Un punto de vista
en realidad tan paradójico como sorprendente: la identidad
específica de cada uno y cada una se alcanza no solo a través del
consumo, sino del consumo de aquello que la marca del producto en
cuestión pretende vender al mayor número posible de consumidores y
consumidoras.
Por
otro, esa supuesta diferencia la construye el individuo –como en el
caso del superhombre– al margen de la sociedad y sus normas. El
acto supremo del consumo se muestra así como acto de libertad y
rebeldía contra lo establecido, a pesar de que –segunda paradoja–
el consumo sea precisamente pilar fundamental de lo establecido.
El producto –como ocurre de manera recurrente en los anuncios de
coches– se convierte en fundamento de una vida en auténtica
libertad. Una libertad que se ejerce en la propia decisión de
comprar como acto propio de aquel “que no acepta las normas
establecidas” (todo un leitmotiv en los anuncios publicitarios).
La
muerte de Dios implica para Nietzsche la inexistencia de todo tiempo
ultraterreno, de todo horizonte de sentido y de valores más allá
del aquí y del ahora. La afirmación de este tiempo inmanente como
fuente de toda moral desemboca en la metáfora del
eterno retorno. El superhombre vive su vida como si cada uno de los
instantes que la componen –que construye él mismo– fueran a
repetirse tal y como los ha creado. La implicación con cada uno de
esos instantes debe ser, por tanto, total y absoluta y al alcance
únicamente de unos pocos con la suficiente “potencia” vital
(voluntad
de poder).
Otro filón para el marketing publicitario.
Así,
el acto de consumo es identificado como una actividad con un valor
absoluto dado su carácter inmanente: la satisfacción de nuestros
deseos aquí y ahora. Si Dios ya no existe, si no hay que aguardar
una recompensa futura para nuestras acciones, el criterio moral pasa
a ser exclusivamente el de la satisfacción inmediata –no existe
otro tiempo que el ahora– de nuestros
deseos proyectados libidinalmente hacia el producto.
No hay que esperar ni plantearse cuestiones morales vinculadas al
consumo: el sentido de la vida y de la moral se encuentran de
manera instantánea y
absoluta en la afirmación aquí y ahora de nuestro ser y de
nuestra diferencia con
respecto a los y las demás a través del objeto de consumo. La
afirmación de la vida como valor fundamental toma así la forma, por
ejemplo, de bebida burbujeante, como el ya “legendario” eslogan
de “la chispa de la vida”.
Aún
más, el marketing publicitario apelará de manera constante al
potencial consumidor en forma de reto, como manera de transmitir el
espejismo de su singularidad y superioridad frente a la masa:
¿estás listo para romper las reglas y construir tu propia identidad
al margen de las normas que rigen la sociedad? ¿Estás
verdaderamente preparado para “vivir la vida” aquí y ahora sin
pensar en las consecuencias? El hastío existencial y las adormecidas
esperanzas de no convertirse en un borrego más encuentran así una
fácil escapatoria: la adquisición de un 4x4 para ir de compras a
las grandes superficies no solo te permite construir tu identidad en
base a un tener que
no todo el mundo puede permitirse, sino que te convierte en un ser
superior, libre, alejado del sometimiento a lo establecido y listo
para hacer de tu vida una auténtica aventura, sin tener que esperar
tiempos futuros en los que ya nadie cree.
La
responsabilidad moral del superhombre y su compromiso con la
construcción de una nueva identidad al margen del orden metafísico
tradicional se vuelve mucho más llevadera: solo hay que pagarla en
cómodos plazos.
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