DUDAR COMO RESISTENCIA
PENSAR EN TIEMPOS DE CERTEZAS VACÍAS
Frente a la prisa de
opinar, de tener razón y de saberlo todo, dudar es el único gesto que aún nos
pertenece. Una pausa ética, una forma de libertad.
Vivimos en una época que valora la rapidez por encima de la profundidad. Todo está al alcance de un clic: opiniones empaquetadas, afirmaciones firmes, ideas masticadas listas para tragar.
En ese escenario, la duda parece un defecto, una pausa incómoda en medio de la velocidad. Se la trata como un error del sistema, como algo que debe corregirse con urgencia. Pero esa pausa, ese titubeo, es precisamente donde empieza a nacer el pensamiento real.
La duda es uno de los gestos más antiguos del pensamiento.
Para René Descartes, no se trataba de debilidad ni de capricho, sino del primer
paso para pensar con claridad. En sus Meditaciones
metafísicas, decidió poner en duda todo lo que sabía: sus sentidos, sus
creencias, incluso la existencia del mundo. Quería encontrar una base firme,
algo que no pudiera ser cuestionado. Y al final, lo único que encontró como
indudable fue el hecho mismo de dudar, el mítico: pienso, luego existo. Descartes entendió que dudar no destruye lo
que creemos saber, sino que nos permite reconstruirlo desde un lugar más
sincero, más sólido. Cuestionar, entonces, no es caer: es mirar de nuevo, con
más lucidez.
Tres siglos más tarde, Hannah Arendt afinó esa vibración y
la escuchó como un llamado ético. Pensar, escribió en La vida del espíritu, no es recitar lo que
ya sabemos, sino interrumpir el piloto automático. La banalidad del mal crece
donde nadie se permite titubear. Cada pausa que ensanchamos entre estímulo y
respuesta abre un resquicio para la responsabilidad: la duda se vuelve freno
moral, un salvavidas contra la obediencia ciega disfrazada de eficiencia.
Y, mientras tanto, el paisaje cambió de estado. Zygmunt
Bauman lo bautizó en su Tiempos líquidos como
un mar que devora las formas antes de que puedan fijarse. Aquí, las
convicciones rígidas no son anclas de seguridad, sino de hundimiento. Quien se
aferra a la primera tabla que flota cuando todo se agita se arriesga a una
muerte prematura del juicio. La duda, en cambio, es navegación consciente.
Reconoce que el mapa se redibuja en pleno viaje y se atreve a recalibrar la
ruta.
Desde la mirada crítica de Descartes, el llamado ético de
Arendt y la lectura contemporánea de Bauman, la duda aparece como una señal
compartida: hay que desconfiar de las certezas instantáneas. Las respuestas que
no muestran su proceso, que no evidencian el recorrido que las trajo hasta ahí,
pueden estar vacías o construidas para convencer sin invitar a pensar.
Dudar no es una excentricidad académica ni una pérdida de
tiempo: es una forma de cuidarse del pensamiento automático, de sostener un juicio
propio en medio del ruido. En tiempos donde se premia la velocidad y la
reacción inmediata, la duda permite volver a lo esencial: detenerse, observar y
elegir con conciencia.
Convertir la duda en hábito no significa ceder al
relativismo infinito ni vivir paralizado por el ‘tal vez’. Significa, al modo
cartesiano, revisar antes de construir; al modo arendtiano, preguntar antes de
obedecer; al modo baumaniano, girar antes de hundirse. Aceptar la duda es
contemplar el paisaje sin filtros de color pastel, reconocer la fragilidad de
cada afirmación y, al mismo tiempo, el privilegio de poder interrogarla.
Quien duda afina la mirada, afloja el dogal de la certeza
ajena y ofrece un hogar transitorio a la verdad—esa huésped que se rehúsa a
vivir en frases sentenciadas. Así pues, la duda no adelgaza el pensamiento; lo
muscula. No erosiona la convivencia; la vuelve porosa a la corrección.
Rehabilitarla es quizá el gesto más radical en un presente que sospecha de
cualquier titubeo.
Porque, al final, la única certeza que vale conservar es
aquella que sobrevivió al fuego de la incertidumbre. En tiempos donde opinar
rápido se confunde con pensar, y donde repetir lo que otros dicen se vuelve la
norma, dudar es una forma de resistencia. Es un acto íntimo, pero también político.
Dudar es sostener el derecho a no saberlo todo, a no responder enseguida, a no
rendirse ante la velocidad que exige certezas a cualquier precio. Es elegir
pensar, aun cuando eso signifique demorarse.
Y en esa demora, tal vez, está el último espacio de libertad
que aún nos pertenece.
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