26.5.25

La verdad, aunque siempre matizable, no se alcanza disolviéndola en el puré relativista

LA MÁXIMA DE NUESTRO TIEMPO 

El socorrido argumento de que en esto o aquello “no hay buenos ni malos” es utilizado cada vez con más frecuencia. Nos dicen que la realidad es demasiado compleja como para tomar partido, que todas las partes tienen su parte de razón, que lo más sensato es mantenerse al margen o buscar el punto medio. Pero la cuestión no es decidir entre buenos o malos. La cuestión —más ardua, pero también más urgente— es distinguir entre lo que es verdad y lo que es mentira.

Esta confusión no es inocente. La equidistancia moral se nos presenta como un acto de lucidez o moderación, cuando a menudo no es más que un modo de evitar el escrutinio. Se blanquea así la mentira, se equiparan responsabilidades que no lo son, se inhabilita el pensamiento crítico bajo el pretexto de la imparcialidad.

El juicio se vuelve sospechoso, y la duda, esa herramienta indispensable de la inteligencia, se transforma en parálisis o en cinismo. Se impone entonces la máxima no escrita de nuestro tiempo: mejor no mojarse.

Paradójicamente, esta falsa equidistancia suele estar promovida por quienes sí tienen una posición tomada. Sujetos que se presentan como escépticos o ecuánimes, pero que utilizan esa presunta neutralidad como la tortuga usa su caparazón. No para entender mejor la realidad, sino para evitar que su afinidad o sus preferencias queden expuestas. Así, no se enfrentan a los hechos; los diluyen. No confrontan los argumentos contrarios; los deslegitiman por “parciales” o maniqueos. Es una estrategia retórica tan eficaz como deshonesta: no responde a un compromiso con la verdad, sino a una necesidad de protegerse de ella.

Este mecanismo se activa de forma recurrente en muchos de los grandes debates contemporáneos. Pensemos, por ejemplo, en la invasión rusa de Ucrania. Para no condenar la agresión, algunos argumentan que Zelenski es tan corrupto como Putin, o que ambos bandos están condicionados por fuerzas ocultas e intereses internacionales. Se concluye así que “en esta guerra no hay buenos ni malos”, y por tanto, toda toma de posición sería ingenua, maniquea o incluso cómplice. Pero esta neutralidad forzosa ignora intencionadamente lo esencial: que hay un país invadiendo y otro resistiendo, uno agrediendo y otro siendo agredido. Que uno quebró la legalidad internacional y el otro defiende su soberanía. Reconocer eso no implica santificar a nadie, sino simplemente reconocer lo evidente. Las verdades a menudo son puños, no polvo que se lleva el viento.

Lo mismo ocurre con el conflicto entre Israel y Hamás. La crítica al Gobierno de Netanyahu puede ser legítima —por su gestión política, por su falta de visión estratégica o incluso por sus excesos—, pero otra cosa muy distinta es poner al mismo nivel a una democracia imperfecta con una organización terrorista. Se olvida que Israel es el único Estado de derecho de la región, donde judíos, musulmanes, cristianos y ateos pueden votar, opinar y vivir bajo leyes civiles. Y que buena parte de los ataques que sufre Israel responden precisamente a eso: a su condición de democracia, de espacio plural en un entorno dominado por regímenes autoritarios y teocráticos que no lo toleran. Sin embargo, el discurso equidistante equipara a ambos bandos con frases como “la violencia siempre es condenable venga de donde venga”, que desdibujan por completo la responsabilidad de los agresores. Se pretende así evitar la incomodidad de condenar a quienes, por razones ideológicas o culturales, muchos prefieren no señalar.

Otro ejemplo paradigmático es el del llamado cambio climático. El consenso científico sobre el calentamiento global es un punto de partida importante, pero eso no debería equivaler a aceptar sin discusión las políticas y prohibiciones arbitrarias que se imponen en su nombre. La elevación del clima a “emergencia” ha servido, en muchos casos, para clausurar el debate, para imponer una ortodoxia ideológica —con fuerte aroma a corrupción— y para criminalizar a quienes disienten o matizan. Se confunde ciencia con dogma, y se presenta a “la ciencia” como una entidad monolítica, cuando en realidad es un proceso abierto, falsable, en constante revisión. Pero al declarar el tema como indiscutible, cualquier intento de matizar es etiquetado como negacionismo. De nuevo, la equidistancia se invoca no para fomentar la reflexión, sino para blindar un discurso dominante y evitar que las políticas climáticas, a menudo ineficaces, regresivas o autoritarias, sean sometidas al escrutinio que merecen.

Y por último, está el caso español en torno a la violencia de género. El debate público ha sido condicionado por una conceptualización que, en lugar de reforzar el principio de igualdad ante la ley, lo ha socavado. Hoy existen delitos que se califican y castigan de manera diferente en función del sexo del autor, lo que introduce una desigualdad jurídica objetiva. El rechazo a este estado de cosas no implica negar la existencia de violencia, ni tampoco desatender la protección de las víctimas. Pero sí exige denunciar que la ley ha creado una asimetría legal difícil de justificar. Ante esto, muchos tratan de establecer un falso pugilato, machismo frente a feminismo, como si denunciar esta desigualdad jurídica fuera equivalente a negar los problemas reales. La equidistancia se convierte así en un modo de no pensar, de no incomodar, de no arriesgarse a disentir de los relatos dominantes impuestos desde el poder.

En todos estos casos, desde las guerras hasta los debates ideológicos contemporáneos, la estrategia de la equidistancia se presenta como una virtud de la prudencia, cuando en realidad suele operar como una forma de evasión o de manipulación encubierta. Decía Platón que “la peor forma de injusticia es la justicia simulada”. Y en esto tenía razón. La equidistancia a menudo no es más que la mentira travestida de equidad. No nos hace más ecuánimes ni más sabios: nos hace más dóciles, más manejables, más inseguros. Se nos vende la equidistancia como un punto medio deseable, cuando a menudo no es más que un camuflaje que protege las convicciones ocultas de quien no quiere someterlas al contraste con los hechos, disfrazando de neutralidad lo que es una preferencia velada. Sin embargo, podemos sortear esta trampa si entendemos que el problema no consiste en elegir entre buenos y malos, sino en ir a los hechos para distinguir lo que es cierto de lo que no lo es.

Como declaró Simone Weil, “la verdad es una necesidad del alma humana, igual que la justicia”. Y esa necesidad no se satisface con consignas, con cobardías vestidas de imparcialidad o con cinismos canallas travestidos de escepticismo. Buscar la verdad —por incómoda, parcial o incompleta que sea— exige un compromiso mayor que el de “ver los dos lados”: exige discernir, arriesgarse, a veces incluso contradecirse. Requiere aceptar que hay momentos en los que sí se puede, y se debe, señalar. Que no todo conflicto es simétrico. Que hay hechos. Y que la verdad, aunque a menudo incompleta, siempre matizable, no se alcanza disolviéndola en el puré del relativismo, sino enfrentando la realidad con coraje y honestidad intelectual.

Lo contrario es abdicar del buen juicio. Y cuando renunciamos a juzgar por miedo a posicionarnos, dejamos el terreno libre para que se imponga no la verdad, sino el poder —el de los relatos, el de las emociones, el de las conveniencias—. En ese mundo no gana quien tiene razón, sino quien grita más. O quien logra que nadie se atreva a decir lo que ve… o lo que no ve, por más que se lo impongan.

Javier Benegas

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