ESPAÑA EN EL FUTURO
Cómo la democracia se
desvanecerá sin ruido
En un futuro no muy lejano, en España se seguirá votando. Habrá campañas, debates, pactos y cobertura electoral. Pero cada vez serán menos los que crean que toda esa liturgia tiene alguna utilidad. El Parlamento seguirá en pie, los jueces dictarán sentencias, los medios informarán.
Si un
extraterrestre aterrizara en esa España del futuro, le parecerá que todo está
en orden. Pero si arañara la superficie, descubriría que la mayoría de la gente
se ha mudado a un país paralelo muy alejado de esta idílica postal.
Nadie recuerda un punto de inflexión determinado. No hubo tanques en las calles ni declaración solemne de algún general o político con chándal erigido en salvador de la patria. Sólo un proceso continuo de erosión.
La democracia no murió súbitamente; se fue desmantelando con reformas pretendidamente legales, decretos ley, pactos tácticos y silencios interesados. Se diluyó en apaños y cambalaches, en el uso estratégico del lenguaje y el relato, en la resignación a la fuerza disfrazada de normalidad.Todo comenzó cuando el Poder Judicial fue capturado por
cuotas. Se presentó como una medida de equidad democrática y antifranquista.
Pero el resultado fue otro muy distinto: un sistema donde los jueces supeditan
la progresión de su carrera al plácet de los partidos, no a sus méritos. A partir
de ahí, el deterioro fue imparable, hasta llegar a la despenalización de
delitos como la malversación o la sedición, imponiéndose un relato donde
cualquier oposición o siquiera mera crítica es tachada de reaccionaria o
desinformada.
Muchos medios hace tiempo que dejaron de fiscalizar al poder
y pasaron, en el mejor de los casos, a acompañarlo. Y en el peor, a ejercer
como correa de transmisión. Alguno se resistió, pero fue acallado con leyes y
sanciones administrativas ad hoc, campañas de desprestigio y asfixia
económica. Se multiplicaron los organismos dedicados a velar por la existencia
de una “prensa de calidad”, atentos a los bulos, la desinformación y
lo incorrecto.
La vida cotidiana, mientras tanto, se ha deteriorado una
barbaridad. No de forma repentina, sino por desgaste. Conseguir cita médica con
un especialista puede requerir meses, superar el año con holgura o directamente
resultar imposible. En muchas regiones, los centros de salud abren solo dos
días por semana. Los hospitales colapsan cada invierno. Hay regiones donde
conseguir insulina depende del reparto semanal de un precario servicio de
emergencias.
La red eléctrica sufre apagones recurrentes. Los parques eólicos
y los huertos solares construidos a toda prisa provocan picos de sobreoferta
que la red a duras penas puede controlar. Las industrias más grandes han tenido
que desembolsar millones de euros para dotarse de generadores de respaldo, lo
que tampoco garantiza mantener las líneas de producción a pleno rendimiento,
sólo evitar súbitos colapsos. Las familias, con velas y acumuladores
portátiles. Se prometió una transición ecológica ejemplar, pero se hizo sin
planificación ni inversión real en redes. Primó el beneficio inmediato,
económico y propagandístico. El resultado: un sistema extremadamente caro en
subvenciones, inestable y literalmente letal para el ciudadano de a pie.
La movilidad tampoco se ha salvado. Las carreteras se
deterioran sin remedio. Los tiempos de la famosa “operación asfalto” son cosa
del pasado, un recuerdo sólo al alcance de la memoria de los mayores. Ahora, si
acaso, se parchean las vías principales, mientras la red secundaria se abandona
a su suerte. La red ferroviaria sufre incidencias constantes y cada vez más
graves. Algunas líneas tardan días en restablecer el servicio. Miles de
ciudadanos en zonas rurales han quedado prácticamente aislados El transporte
público funciona relativamente bien en algunas grandes capitales, pero en el
resto, sólo en días laborables y en franjas cada vez más restringidas. En
pueblos y aldeas, moverse requiere favores o esperar a que pase algún autobús.
La presión fiscal, en cambio, no se ha detenido. Las
administraciones han perfeccionado la ingeniería del expolio. No se trata ya de
impuestos elevados, sino de la forma en que se recaudan: con recargos
automáticos, plazos imposibles y procedimientos que instauran la indefensión
ciudadana como principio. Tanto la hacienda central como la autonómica o municipal
se han dotado de mecanismos que les permiten actuar como juez, parte y
ejecutor. Se ha establecido la presunción de culpabilidad administrativa en
casos tributarios. Basta un error formal —una fecha mal escrita, un código
erróneo— para recibir sanciones abusivas, sin posibilidad efectiva de recurso.
La justicia penal también ha cambiado de prioridades. Las
agresiones, robos o amenazas reciben un trato desigual. Las fuerzas del orden
se emplean a fondo a la hora de perseguir discursos incorrectos, memes
ofensivos o críticas a políticos en posiciones de poder. En redes sociales,
cada publicación representa un riesgo. Un chiste malinterpretado puede acarrear
una multa, la pérdida del empleo e incluso la privación de libertad. Las leyes
contra la Desinformación permiten sancionar eludiendo la tutela judicial
efectiva cualquier contenido que sea considerado “socialmente peligroso”. La
autocensura se impone como medida preventiva entre los ciudadanos.
El sistema educativo ya no forma ciudadanos críticos, sino dependientes
del sistema. Los currículos priorizan la sensibilización afectiva sobre el
conocimiento. El examen nacional de acceso a la universidad se ha suprimido
para evitar desigualdades. Ningún alumno suspende, pero tampoco aprende; mucho
menos comprende. Las carreras STEM están en declive. Los mejores talentos se
marchan. El resto sobrevive entre becas otorgadas con cuentagotas, trabajos
precarios y subsidios ridículos.
En el ciudadano medio no hay ya siquiera fanatismo, sólo
resignación. La mayoría vota sin ninguna convicción. Acude a las urnas como
quien va al banco de alimentos. La vida política se ha convertido en
espectáculo. La administración, en un laberinto kafkiano. La prosperidad, en
ficción…
Quien haya llegado hasta aquí quizá sienta una mezcla de
tristeza, rabia o incredulidad. Es natural. Pero no basta con sentir: hay que
comprender. Y luego, decidir. Porque el futuro no es un lugar al que se llega,
sino un lugar al que se va por propia voluntad.
Esto significa que España no llegará a este escenario
distópico por una catástrofe súbita, sino por la acumulación de cesiones,
miedos y renuncias. Cada vez que se aplaude una censura «por el bien común»,
cada vez que se acepta una mentira oficial sobre algún desastre para no ser
tachado de radical, cada vez que se mira hacia otro lado ante un atropello
menor, se pone un ladrillo en el muro.
El germen del cambio, de la reforma, de la propia
supervivencia no está en los eslóganes vacíos ni en los nuevos salvadores que
prometen arreglarlo todo sin que muevas un dedo. Está en la recuperación del
criterio individual, en la valentía de decir lo que se piensa, en el compromiso
de actuar sin esperar permiso allí donde se esté. Está en protestar en los
sitios oportunos, por ejemplo, en una administración que nos obliga a pedir
cita previa, en la concejalía que sabotea nuestra movilidad, en la consejería
de sanidad que nos impone el trágala con citas médicas para cuando ya estemos
muertos.
No se trata de derrocar un régimen soñando con revoluciones
imposibles, sino dejar de asentir mecánicamente. Recuperar la conversación
honesta, incluso incómoda. Exigir responsabilidad y rendición de cuentas, no
ideología. Entender, en definitiva, que, si el sistema político se ha vuelto
antagónico a la justica, la libertad y la prosperidad, no ha sido por la gracia
de ninguna conspiración, sino por transigir y obedecer sin pensar.
Esto no va de partidismo, que no te engañen. Va de dignidad.
Y, si me apuran, de simple instinto de supervivencia. No hacen falta héroes.
Sólo dejar de asentir mecánicamente, recuperar la conversación honesta y exigir
responsabilidad. La buena noticia es que, en 2025, aún es posible hablar,
asociarse, escribir, votar, protestar. Aún podemos construir un futuro
distinto. Pero sólo si dejamos de delegarlo todo y asumimos, por fin, nuestra
responsabilidad.
https://disidentia.com/espana-en-el-futuro-como-la-democracia-se-desvanecera-sin-ruido/
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