DE HOMO DEUS A ÁNGEL CAÍDO
HUMANISMO PARA SÍSIFO
—Sí, dijo Oliveira—.
Y ahí́ está el gran problema, saber si lo que llamas la especie ha caminado
hacia adelante o si, en un momento dado, agarró por una vía falsa. — Julio
Cortazar, Rayuela
1. ¿Ha fracasado el Humanismo?
En los círculos preocupados por el previsible colapso de
esta civilización, no es raro culpar de nuestros actuales apuros al movimiento
intelectual y científico que llamamos Ilustración y, por asociación, al
Humanismo. Me he decidido a escribir estas páginas porque me parece que hay
aquí algunos malentendidos que afectan a la salida de la actual encrucijada, en
la que confluyen dos asuntos cardinales que tienen que ver con la condición
humana, que es de lo que se supone que trata el humanismo: nuestra
(conflictiva) relación con el mundo, y qué significa hoy ser humanos, cuando
las tecnologías de transformación parecen capaces de producir una metamorfosis
de nuestra propia naturaleza biológica.
Cuando estaba escribiendo mi libro A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el crecimiento infinito, Jorge Riechmann me hizo llegar un artículo firmado por tres de sus colaboradores, con el título “Entre el “trans”- y el “post”- humanismo”.
Sus autores utilizan el término “posthumanismo” para referirse a una corriente intelectual en la que confluyen una serie variopinta de pensadores críticos con el humanismo clásico o ilustrado, que, consideran caducado e incapaz de orientar la vida social, e incluso, en coincidencia con los mencionados círculos ambientalistas, sería responsable de los actuales desmanes civilizatorios.No me parece afortunado este uso del término poshumanismo porque
induce a confusión, al cruzarse con el término poshumano, que se
aplica a humanos transformados por las nuevas herramientas biotecnológicas. (A
ellos se une el término transhumanismo, que alude más
específicamente a un movimiento que propugna de manera explícita la conversión
en superhumanos liberados de las “debilidades” y “deficiencias” naturales de
nuestra especie, mientras que el uso del término poshumano es
más neutral y descriptivo). Además, creo que el humanismo sigue siendo válido y
necesario para afrontar la grave crisis que padecemos, en la que hemos forzado
hasta el límite, no solo la naturaleza, sino también la naturaleza humana, tan
alejada ya de nuestros orígenes y que el poshumanismo o transhumanismo
biotecnológico amenazan con “superar”.
La imagen asentada de la Ilustración y el humanismo es la de
una corriente homogénea de confianza ilimitada en las capacidades del ser
humano. Desde dos siglos antes, se estaba produciendo la llamada Revolución
Científica. Se había encontrado, por fin, una llave maestra que abría las
puertas secretas de la naturaleza, y no puede extrañar que, en aquel ambiente
creativo, de continuo descubrimiento, se levantara una ola de optimismo.
Empujados por esa ola, los ilustrados cuestionaron el orden establecido:
agitaron el arte y la filosofía, sometieron a revisión las creencias,
costumbres y privilegios que se daban por sentados, creyeron que era posible
vencer la ignorancia, reducir el azar, disponer de mejores medios para el
perfeccionamiento de los individuos y de las sociedades o, dicho de otro modo,
para mejorar la condición humana, que hasta entonces parecía condenada a una irremediable
precariedad. Todo eso es lo que entendían inicialmente por Progreso.
Es evidente que las cosas han discurrido de un modo muy
diferente al previsto. Aquella idea del progreso se ha pervertido, hasta
identificarse con la actual orgía de saqueo y consumo material, y lo que ahora
dicen algunos es que habría una relación causal: de aquellos ilustrados polvos
vendrían nuestros sucios lodos. La propia Ilustración, y en último término, el
humanismo, con su exaltación del yo y su antropocentrismo —engreimiento
individual y específico— sería el gran error que nos ha conducido a la
bancarrota civilizacional.
Lo que en esta imagen hay de verdad esconde una realidad más
compleja. El yo del humanismo fue, para la mayoría de los ilustrados, un
individuo social, que solo podía realizarse como tal en el seno de la sociedad
y, en lo que se refiere a la imagen central y exencionalista del ser humano,
situado por encima de la naturaleza, es mucho más antigua. Se reconoce en la
Biblia, en el Génesis, donde Adán es moldeado el último día como amo y señor de
la creación, o en el salmo 8: (“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el hijo de Adán para que de él te cuides? / Le hiciste apenas inferior a un
dios/coronándole de gloria y esplendor;/ Le hiciste señor de las obras de tus
manos, y todo fue puesto por ti bajo sus pies”. El antropocentrismo y el
geocentrismo ya impregnaban el pensamiento occidental antiguo y medieval (como
antes, en buena medida, el próximo-oriental). Los primeros ilustrados no lo
superaron, pero su cuestionamiento racional de lo establecido y su revisión de
los mitos y tradiciones eran una herramienta para poder hacerlo (a través de
pasos como la descentralización de la Tierra y del Sistema Solar y la
integración del ser humano en la saga evolutiva).
Por otra parte, no es cierto que hubiera un pensamiento
único de la Ilustración sobre el ser humano y su relación con la naturaleza. El
uso de la razón discurrió por cauces diferentes. Ya desde el preludio, el
misántropo Pascal era muy escéptico sobre la capacidad humana para ordenar
racionalmente la vida. La misantropía también fue una seña de identidad de
Jonathan Swift, enfadado con el género humano. Rousseau mantenía que la
sociedad corrompía la bondad original de los individuos. Voltaire, aun ponderando
la importancia de la racionalidad, era consciente de que el devenir humano no
estaba del todo en nuestras manos, porque intervenían fuerzas que no
controlamos y, aun teniendo capacidad para mejorar la vida, también la teníamos
para ensombrecerla y empeorarla; podíamos modelar parcialmente el destino; cómo
lo hiciéramos, era nuestra responsabilidad. Thomas Malthus, no veía la
posibilidad de un progreso real; más bien, era una trampa, porque cuando
eventualmente aumentaban los recursos, aumentaba más la población y se producía
inevitablemente una purga; no obstante, la voluntad de mejorar la vida era
necesaria para mantener el equilibrio, porque sin esa tensión la sociedad se
inestabilizaría y se hundiría en la barbarie. Todas estas ideas formaban parte
de la Ilustración.
No obstante, desde perspectivas y con ideas diferentes,
todos ellos creían en la fuerza liberadora de la racionalidad frente a los
convencionalismos. Eran hijos de un tiempo inaugural y joven donde todo podía
cuestionarse. Con esa nueva libertad volvieron a reflexionar sobre la
naturaleza humana y sus capacidades y sobre el papel de los seres humanos en el
mundo. Pero no fueron ellos, ni siquiera los que militaron en la facción optimista,
ni los científicos que se entregaron al descubrimiento de los secretos de la
naturaleza, quienes han hecho que el mundo actual sea como es, desmesurado y
fáustico. De las mismas raíces intelectuales podía haber brotado un mundo muy
diferente. Ellos pusieron en marcha una corriente de pensamiento, pero no
podían tener todas las claves ni prever todas las trampas que depararía el
futuro.
El humanismo no puede ser estático; debe prestar atención a
los cambios y a los signos de los tiempos, que permiten ver las cosas desde
nuevas perspectivas. Pero los pensadores posteriores no mantuvieron la misma
tensión indagadora, y no estoy seguro de que hayan tenido la misma honestidad
intelectual. Por otra parte, los ilustrados, por mucho que transformaran el
clima social, no estaban solos, ni tenían los mandos del mundo. Junto a ellos
estaban los mercaderes y los gobernantes, que, a despecho de las revoluciones
políticas, e incluso sirviéndose de ellas, no han soltado las riendas y han
secuestrado, no solo la ciencia, poniéndola al servicio de sus intereses egoístas,
sino también la corriente principal del pensamiento, ahora desactivado,
academizado. ¿Dónde han estado desde la Ilustración y dónde están hoy los
humanistas? Sin duda los ha habido y los hay, pero, son versos sueltos. Incluso
si se trata de personalidades reconocidas, su voz apenas se atiende entre el
enorme ruido ambiente.
No son el humanismo y la Ilustración los que han construido
la trampa del presente, sino que más bien han faltado ilustración y humanismo.
Los intelectuales respetables y biempensantes, enclaustrados en sus aulas de
marfil, domesticados por el poder están hoy perdidos en un bosque de
relativismos; no ven sino un laberinto de árboles, en el que a veces creen
atisbar pautas que no conducen a ninguna parte; han perdido la perspectiva global
y en la misma medida su función de ser críticos y servir de guías. Ni siquiera
han sabido ver el rastro de piedrecitas blancas que la ciencia, a pesar de sus
servidumbres, iba dejando por el camino. No es seguro que, incluso si hubiesen
mantenido la tensión, la lucidez y la independencia originales, hubieran
conseguido torcer el brazo de los mercaderes, pero al menos deberían haberlo
intentado, denunciando el rumbo que estaba tomando el “progreso”.
¿Y ahora, qué? Los mercaderes se han servido de las poderosas
armas de la ciencia y de la tecnología para levantar la monstruosa Babel,
desgarrando el tejido de la naturaleza y arrastrándonos a una catástrofe
bíblica. Lo que hacen no es “razonable”. No son hijos de la Ilustración, sino
más bien hombres viejos, con sus viejos vicios, su vieja ambición, su vieja
soberbia y su viejo antropocentrismo, reforzado ahora por armas nuevas,
engreídos en su ensoñación de ser los dueños de la naturaleza, a punto de
liberarse para siempre de sus limitaciones. En esta sociedad desnaturalizada,
el sueño poshumano es el colmo del delirio, y correrá la misma suerte que ella.
La transfiguración biotecnológica (Homo deus) parece ya a su alcance,
pero, con su enorme lastre, Sísifo caerá sin remedio antes de llegar a la
cumbre del Olimpo.
¿Por qué echar la culpa a la razón, al intelecto? La razón
bien aplicada es razonable (y no es enemiga de las emociones). El título del
grabado de Goya “El sueño de la razón produce monstruos” se interpreta como una
advertencia sobre los excesos fáusticos, pero también puede referirse a las
pesadillas que se producen cuando la razón se duerme. El humanismo se ha
dormido, liberando los sueños del viejo mono. Si hubiera permanecido despierto,
atento al rastro de piedrecitas blancas, se habría percatado de que la idea del
progreso infinito sin recursos infinitos es termodinámicamente inviable, y que
la brillante hoguera del progreso que se encendió en la revolución industrial,
y que avivada por la tecnociencia capitalista ilumina el cielo, es un incendio descontrolado
que está agotando el depósito de combustible que la ha alimentado; el gran
atracón está vaciando la despensa. En eso estamos ocupados, empachándonos hasta
morir, o para morir de hambre, a menos de un minuto de la hecatombe.
También habríamos aprendido que el disparate termodinámico
es solo parte de un pecado mayor. Nos hemos convertido en el tumor maligno del
gran ente planetario del que formamos parte, un organismo que se autorregula y
tiene mecanismos para procesar los cambios y los accidentes. El organismo
terminará encapsulando o extirpando el tumor, pero no sin grandes traumas. Todo
eso ya deberíamos saberlo, pero no lo hemos aprendido. Dejando a
salvo loables excepciones, los intelectuales académicos, como los confiados
terrícolas de La guerra de los mundos, distraídos en sus
asuntillos, ajenos a la amenaza que se cernía sobre ellos, están entretenidos
en sus propios juegos, en los colores y en las apariencias.
Aunque parezcan críticos con el sistema, sólo denuncian (a
veces con santa y genuina indignación) sus fealdades más evidentes, el
calentamiento global, o el empobrecimiento ambiental, o las injusticias, pero
la mayoría de ellos no lo cuestionan; no perciben que es el sistema entero el
que es aberrante, y se limitan a bendecir el lifting que
proponen los tecnócratas (el crecimiento verde y otras zarandajas) para seguir
el festín infinito y, como ellos, creen firmemente en la salvación por la
técnica, que, como siempre, obrará otro milagro, multiplicando los panes y los
peces. Indiana Jones, siempre encuentra una zarza a la que agarrarse en el
último segundo.
Hay, pues, un déficit de humanismo. Si el humanismo trata
sobre la condición humana, sobre nuestra propia naturaleza, sobre nuestro lugar
en el mundo y nuestra relación con él, a los numerarios del laberinto
intelectual de hoy les viene grande el nombre de humanistas, porque perciben el
mundo desde una plataforma del todo equivocada. En consecuencia, si la imagen
del mundo está equivocada, ¿cómo podrán aportar la ética y trazar y proponer
alternativas sociales válidas para salir de la trampa y transitar por otros
territorios que no figuran en los mapas?
2.- ¿Qué deberíamos esperar hoy del Humanismo?
Humanismo y decrecimiento
El humanismo no es metafísica esencialista, al margen de la
historia. Ahora, en este momento crítico, un auténtico humanismo debe ser
antisistema, denunciar la inviabilidad de nuestra ruta de civilización,
advertir de que los únicos caminos válidos deben respetar los condicionantes
biofísicos y asumir que, llegados a este punto, hay que apearse de la ficción
(al menos hoy lo es) del crecimiento material ilimitado y emprender una vía
de decrecimiento. Pero esa no es más que la línea de salida en la
que ya están otros muchos colectivos. Las alternativas del próximo futuro son
decrecimiento o colapso, y no es trivial cómo las afrontemos.
Pero, antes de ver qué podría aportar aquí el humanismo,
conviene hacer un comentario sobre las posibles implicaciones del
decrecimiento. A pesar de lo que se ha escrito sobre esta idea, contiene
todavía demasiadas incertidumbres. Es necesario precisar mucho más su alcance y
sus variables (proceso de transición, energía y recursos disponibles,
población, etc.) y explorar en toda su amplitud su significado antropológico. A
veces se dice que solo habría que rebajar la presión sobre la naturaleza
producida por el despilfarro del mundo desarrollado, y que ello no
significaría sacrificar el auténtico bienestar. Ojalá fuera así, paz y amor, y
encontráramos un acomodo satisfactorio en un entorno sin lujos. En teoría, no
hay duda de que podemos ser más felices sin la urgencia consumista y sin el
ingrato trabajo de producir la montaña de basura necesaria para alimentar al
monstruo. Podemos prescindir del atracón de abalorios inútiles y tener más tiempo
para los amigos, para disfrutar del ocio, del arte y de la naturaleza. Pero…
Pero no se debería ocultar que, por bien que lo hagamos y
por mucho que lo dulcifiquemos, es probable que se produzca un empobrecimiento
doloroso impuesto por la penuria energética en un mundo con una población
sobredimensionada por el derroche energético. Tal vez
podamos alcanzar una razonable comodidad en la pobreza, pero es posible que las
versiones decrecentistas que imaginan una vida más satisfactoria simplemente
renunciando a los lujos materiales y sustituyéndolos por el ideal epicúreo de
los placeres sencillos y más gratificantes queden fuera de nuestro alcance al
menos por algún tiempo.
De acuerdo, el decrecimiento de la parte derrochadora del
mundo debería ir acompañado de una mejoría de medios para los pueblos hoy
excluidos del banquete, pero no es una mera cuestión de vasos comunicantes,
donde lo que se pierde en un lado se gana en el otro, porque al disminuir la
producción en un escenario de menos energía habría menos bienes, y no me
refiero solo a los bienes prescindibles, sino también a los necesarios.
¿Cuántos millones de seres humanos podrían vivir como tales en esas
condiciones, por ejemplo, sin la agricultura, la ganadería y la pesca
industriales que han engordado la población hasta atestar el planeta?
Todavía, no sabemos realmente hasta dónde llegaría el
adelgazamiento poblacional y cuánto habría que estrechar el cinturón. Los
cálculos son muy dispares, pero en el mejor de los
supuestos (¡si se produjera un más que improbable concierto universal de
voluntades para hacer el tránsito suave!) me temo que no dejaremos de pagar un
precio muy alto por los excesos cometidos y, en cualquier caso, el salto a la
frugalidad es demasiado grande para gentes adocenadas por el consumismo. No hay
redención sin penitencia. Ni que decir tiene lo que sucedería en caso de que no
acontezca tal conjunción universal de astros.
Son biólogos, economistas o expertos ambientales conscientes
de estos problemas, quienes se ocupan hoy de ellos, pero hay que impregnarlos
de más reflexión humanista: humanismo de emergencia para una situación de
emergencia. Es necesaria la aportación de antropólogos y de sociólogos,
investigadores de la naturaleza humana, del significado de la cultura y de los
modelos sociales; de historiadores que mantengan vivas las experiencias y la
memoria del pasado y sitúen la deriva del presente en el contexto del largo
devenir de la Humanidad; de psicólogos y neurólogos, estudiosos de la mente
humana… y de filósofos, esas arañas pensantes cuya tarea debería ser recoger
todos los hilos y tejer y retejer incesantemente un lienzo —una cosmovisión—
con algo de sentido, sin enredarse en el ovillo; Ariadnas que no pierdan el
hilo, que alerten del rumbo equivocado e iluminen nuevos modelos de vida, que
ayuden a humanizar la transición, a buscar un lugar o un punto de acomodo, como
hicieron en su día los estoicos, los cínicos o los epicúreos cuando la
indagación racional sobre el mundo encontró obstáculos entonces insalvables debido
a las limitaciones técnicas.
Por impopular que sea el papel de Jeremías, los nuevos
humanistas también tendrían que advertir sobre el riesgo muy real de un próximo
colapso, explicar lo que tal catástrofe supondría y aportar su capacidad de
análisis social e histórico a aquellos movimientos (Transición, Permacultura,
etc.) implicados en el tránsito a un mundo en decadencia o arruinado y en
acondicionar arcas de Noé por si llegáramos —casi habría que decir “para cuando
lleguemos”— al punto de no retorno, cuando nos encontremos, como los personajes
de Cien años de soledad, “a la deriva en la resaca de un mundo
acabado, del cual solo quedara la nostalgia”. A semejanza de los bancos de
semillas que se han alojado en “la bóveda del fin del mundo”, en una remota isla
de Noruega, tal vez se puedan introducir en los botes salvavidas semillas de
humanismo, de organización social y de ética, con la esperanza de que germinen
y ayuden al renacimiento entre los escombros de un mundo deshumanizado, donde
colapsarían también el humanismo, el orden social y la ética.
¿Decrecidos para siempre?
Los organismos
vivientes, incluyendo a las personas, son simples tubos a los que se introducen
cosas por un extremo para que ellos lo despidan por el otro.
—Alan Watts, El libro del tabú.
¿Qué punto de
comparación tienes para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué́ hemos tenido que
inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar
utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no
le ha ido tan mal.
—Julio Cortazar, Rayuela.
He aquí una pregunta claramente humanista: ¿Decrecimiento
para siempre o hibernación temporal, como hacen algunas plantas y animales
cuando les falta agua o la temperatura es extrema, a la espera de otra
primavera? El futuro lejano es siempre incierto, pero, para atender y entender
bien los retos del presente, un humanismo activo debe, no solo analizarlo en el
contexto histórico, sino también extender sus sondas para imaginar futuros
posibles.
En la historia reciente nos hemos topado con un filón de
energía que hemos agotado en un delirante potlatch. Es posible que
toda la civilización industrial no sea más que un breve paréntesis en la
historia. Ahora nos toca adaptarnos a un mundo de precariedad energética para
salir del atolladero, pero ¿deberíamos acostumbrarnos para siempre, si no a la
precariedad, al menos a la austeridad? ¿Es eso lo que dicta nuestra naturaleza,
nuestro lugar natural en el mundo?
Es lo que se deduce de algunas manifestaciones más o menos
explícitas en círculos decrecentistas: la energía y los recursos a los que
podemos acceder sin dañar a la biosfera no darían más que para una vida
sencilla en lo material, de manera que nuestros descendientes tendrán que
acomodarse a las limitaciones naturales, como hicieron nuestros antepasados
antes de la aventura fáustica. Podríamos, incluso, convertirlo en un ideal: un
regreso a la era feliz en la que sabíamos cómo vivir en el mundo, como las aves
del cielo, que no necesitan hilar ni sembrar porque el cielo cuida de ellas. Un
ideal —naturales para siempre— que, mira por dónde, ahora tendríamos la
oportunidad de alcanzar por vía de urgencia. Superado el trauma inicial, sería
nuestro legado para la posteridad.
Por supuesto, debemos ser siempre naturales, si con esa
expresión queremos decir “integrados amistosamente en la naturaleza”. Pero no
es una contradicción afirmar que nuestra forma natural de ser es ser
culturales. Somos culturales por naturaleza; tenemos manos y cerebro, que nos
conducen necesariamente a indagar sobre nuestro entorno e intentar comprenderlo
mejor para reducir la incertidumbre y protegernos más eficazmente de las
fuerzas y factores que resultan azarosos cuando los ignoramos, y mejorar así
nuestras condiciones de vida. El resultado es esa prótesis creciente que
denominamos cultura. Producimos cultura como las abejas producen miel. ¿Podemos
parar la historia y volver a nuestro “nicho natural”, o fosilizarla en algún
punto intermedio que nos parezca conveniente?
El mundo no es estático. De las primeras bacterias ha
surgido todo el esplendor de la biosfera, y la naturaleza humana se ha
transformado desde la cuna africana. Y lo que ocurre sosegadamente en la
biología lo ha acelerado tanto la cultura que se nos va de las manos. Parece
necesario introducir más reflexión y avanzar paso a paso, tanteando el terreno,
revisando permanentemente la perspectiva. Precisamente de eso (de explorar sin
descanso, de intentar entender, de intentar orientarnos, de intentar mantener
algún control, de intentar corregir el rumbo) va el humanismo. Las lombrices
pueden vivir sin él (“felices como lombrices”): tubos que se limitan a procesar
sin descanso los nutrientes de la tierra que ingieren por el agujero de delante
y expulsan por el de atrás, para alumbrar nuevos tubos que procesen más tierra…
Pero, ay, las lombrices no tienen delante un abultado cerebro febril.
Los cabezones tubos humanos, para procesar los nutrientes
que necesitan para alargar un poco su propia duración y para dar a luz a otros
tubos humanos que a su vez den a luz a otros tubos, hacen leyes y guerras,
levantan civilizaciones, se encadenan a trabajos basura o juegan al golf, o a
la bolsa, o componen poesías e imaginan el mundo y quieren encontrar su sentido
o darle sentido; en fin, todo eso que sucede entre la entrada y la salida, y
que llamamos vida. El humanismo (podríamos decir la filosofía)
nació precisamente para tener perspectiva, para intentar gestionar nuestra
perplejidad.
La visión tubular de la vida es una metáfora de la entropía.
La energía, al degradarse en su camino hacia el equilibrio (la muerte térmica
del universo), efectúa un trabajo y genera cosas: átomos, estrellas, planetas y
biosferas; remolinos en una corriente (sistemas disipadores de energía,
los llaman los físicos). La vida se nutre temporalmente de esa corriente de
disipación, la desvía a su favor como el canal de agua de un molino. No somos
espíritus puros: necesitamos energía y otros recursos materiales para construir
una vida buena, y la cantidad no es del todo indiferente. De acuerdo, ahora
sabemos que más no es siempre mejor. El
crecimiento infinito basado en recursos finitos ha demostrado ser una ficción
devastadora; hay que olvidarse del crecimiento material por bastante tiempo y
apostar por una vida más sencilla (la Vía de la Simplicidad).
Sin embargo, no encuentro argumentos fundamentales para
descartar que un lejano día, en otra vuelta de la espiral, tras el correctivo
que nos espera, otras generaciones más sabias y éticas que la nuestra,
reconciliadas con la madre naturaleza, sepan aprovechar más y mejor sus
generosos recursos para protegerse mejor del azar, al servicio de una vida
social e individual más plena. A ellas les tocará decidir cómo utilizarlos. Sin
agobios materiales, tal vez pongan sus mayores recursos y conocimientos al
servicio de una vida sencilla de progreso humano (de mejora de la condición
humana); o quizá… ¿Quién sabe?
Nuestra patanería fáustica, el engreimiento de volar con
alas de cera, podrá servirles de advertencia, pero, si han aprendido la lección
y se atienen a las reglas de Gaia, nuestros recelos, nuestra incapacidad y
nuestros límites no tienen por qué ser los suyos, ni tienen por qué adoptar
como suyas las utopías surgidas en la urgencia del decrecimiento (una utopía de
cazadores-recolectores o de agricultores preindustriales, o una civilización
industrial autolimitada, instalada para siempre en algún punto por definir).
Pero entramos en el reino de la fantasía. Si se trata del
futuro, podemos y debemos siempre imaginarlo y estar atentos a las señales para
intentar evitar o minimizar los errores, pero no nos corresponde a nosotros,
con nuestra conciencia de fracaso y nuestra corta perspectiva, marcar una meta
o establecer un límite. De momento, sin dejar de otear el horizonte, tenemos un
difícil problema que resolver. Y luego… luego ya se verá. Desconocemos los
caminos que se abrirán en el futuro (si es que existe tal cosa) y además, como
escribió Elías Canetti, “El futuro siempre falla: influimos demasiado en él”.
Todavía es mucho lo que desconocemos sobre la naturaleza
humana y sobre la interacción con el conjunto de la biosfera, y el buen
humanismo, como la buena ciencia, se mueve en la incertidumbre; aprende porque
duda. Todavía no sabemos. Tal vez la ambición y la falta de escrúpulos y de empatía
sean más fuertes que la bondad y el sentido ético; tal vez la especie humana no
tenga remedio, porque es una mezcla descompensada en la que la piedra de la
ambición pesa demasiado y Sísifo esté condenado a caer siempre, una y otra vez,
por la pendiente, pero la fatalidad es una hipótesis inservible, que no nos
ayuda como guía social. Puesto que no lo sabemos, más nos vale actuar como si
pudiéramos hacer las cosas mejor y esforzarnos por mejorar la condición humana.
¿Quién sabe? Tal vez Sísifo consiga desembarazarse algún día de su infame
carga.
Curiosas criaturas, estas de la autoconsciencia. Demasiado
complicadas, así que necesitan el humanismo para intentar entender algo de lo
que les pasa, prevenir errores y labrarse una vida buena mejorando su relación
con el entorno. Volviendo al principio, no tendría mucha importancia llamarlo
posthumanismo si ello significara, no una descalificación del humanismo
renacentista e ilustrado, sino la aplicación del espíritu crítico a un tiempo
diferente. Pero insisto en que es, además, un término contaminado. Así que
prefiero seguir utilizando la vieja y noble palabra humanismo.
Aunque la ambigüedad terminológica contiene una afortunada deriva: una de las
tareas importantes de este humanismo renovado debería ser reflexionar sobre el
punto fronterizo al que hemos llegado, de coacción extrema a la naturaleza y de
transgresión de la propia naturaleza humana (poshumanismo biotecnológico),
porque aquí está el núcleo de nuestros actuales apuros: nos enfrentamos a
nuestros límites.
Dicho esto, y con solo cambiar “posthumanismo” por
“humanismo renovado”, muestro mi acuerdo con este párrafo del artículo antes
citado de Santamaría, en el que, glosando el pensamiento de Jorge Riechmann,
proponen “construir un posthumanismo en minúsculas y humilde, que tome lo mejor
de la Ilustración y del Humanismo, y que permita enfrentar los desvaríos
transhumanistas. Desvaríos que no son sino un síntoma de los que exhibe la
gigantesca “mega-máquina” tardo-industrial y capitalista, que se niega a
reconocer y asumir los límites que no puede siquiera aspirar a superar”.
https://www.15-15-15.org/webzine/2021/10/16/de-homo-deus-a-angel-caido-humanismo-para-sisifo/
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