EL DECRECIMIENTO Y LAS PROMESAS DEL CAPITALISMO
El avance en precisión y fiabilidad de las previsiones ha dado vigor a una propuesta, la del decrecimiento. Si los recursos de la Tierra son finitos y si estamos cerca de sus límites o los hemos superado ya, es obligado detener el crecimiento e incluso revertirlo hasta un nivel de sostenibilidad. — Joaquim Sempere
A pesar de lo que se sigue repitiendo desde el discurso
dominante, y aunque se siga ofreciendo como promesa de solución a todas las
crisis de nuestra sociedad, el crecimiento económico no solo NO garantiza el
bienestar de las mayorías ni resuelve el problema de la inequidad, sino que
además es insostenible por definición: no hay manera de que siga habiendo
explotación, producción y consumo ilimitado en un planeta que es finito y, por
lo tanto, tiene recursos finitos.
Nuestras sociedades, sin embargo, parecen haberse obsesionado con las promesas del capitalismo y su lógica de crecimiento ilimitado, y en ese proceso estamos consumiendo los recursos del planeta a un ritmo insostenible: la biósfera no tiene tiempo para regenerarse, los ecosistemas no soportan ya el peso de esta civilización y están perdiendo vertiginosamente su resiliencia y diversidad.
Estamos moviéndonos a toda velocidad hacia un colapso, en el cual no solo terminaremos siendo aplastados por nuestras propias ideas de crecimiento, sino que arrastraremos con nosotros a miles de millones de otros seres que, como nosotros, han surgido gracias a la capacidad que hasta ahora ha tenido este planeta de generar y sostener la vida.En el contexto de ese colapso generado por la obsesión con
el crecimiento ilimitado, es urgente prestarle atención a un concepto que tiene
raíces que pueden rastrearse al pensamiento de diversas comunidades indígenas,
al budismo o incluso a los textos de Henry David Thoreau, y que aparece como
corriente de pensamiento político, económico y social en el siglo XX: el
decrecimiento.
Los pensadores y activistas del decrecimiento consideran
—como cualquier persona con algo de sentido común e interés en la observación
crítica puede confirmar— que el consumo excesivo es la raíz de las crisis
ecológicas que estamos enfrentando y, a su vez, de las crisis sociales que de
ellas se derivan, y por esto proponen la contracción de las economías y la
reducción del consumo, y por lo tanto la reducción de la producción y las
actividades depredadoras de extracción de recursos naturales. Aquí es necesario
aclarar algo esencial: reducir el consumo no implica que sacrifiquemos nuestro
bienestar, sino que aprendamos a maximizarlo a través de cosas como compartir
el trabajo, dedicar más tiempo al arte, la música, la naturaleza, la cultura y
la comunidad de maneras que no estén relacionadas con actividades consumistas
que sigan alimentando la lógica capitalista.
El economista francés Serge Latouche, uno de los más
conocidos partidarios del decrecimiento, afirma que la palabra decrecimiento es
una “bomba semántica” que pretende hacerle frente a la lógica del sistema
actual, que busca el crecimiento por el crecimiento. Latouche aclara también
que no se trata de hacer decrecer todo indiscriminadamente, sino de entender
que no todo puede crecer, y que aquello que crece no puede crecer
infinitamente.
En el imaginario colectivo, el concepto de desarrollo se ha
relacionado usualmente con la idea de crecimiento económico, mientras en el
contexto académico se ha entendido de muchas maneras, sin que su sentido sea
siempre claro. Como afirman González y Camarero, el desarrollo se ha convertido
en una palabra con tantos posibles sentidos que “necesita de apellidos para
conservar algún significado” (por ejemplo: desarrollo local, desarrollo rural,
desarrollo sostenible, desarrollo participativo…).
Es sencillo entender las relaciones y diferencias entre
crecimiento y desarrollo cuando las observamos en nosotros mismos: nacemos
pequeños, y a medida que pasa el tiempo vamos creciendo (aumentando
cuantitativamente de tamaño, lo cual requiere un consumo cada vez mayor de
recursos básicos) y nos vamos desarrollando (volviéndonos cualitativamente más
complejos y más ricos en conexiones neuronales, emociones, comprensión del
mundo que nos rodea, etc.); los dos procesos pasan de manera complementaria y
paralela. Llega un punto en el que alcanzamos nuestro tamaño máximo —al menos
en estatura—, dejamos de crecer cuantitativamente y se estabilizan nuestras
necesidades básicas de consumo. Sin embargo, no dejamos de desarrollarnos
cualitativamente: seguimos aprendiendo, enriqueciendo nuestra experiencia y
nuestra capacidad de generar conexiones, no solo dentro de nuestro cerebro,
sino también con otros humanos, con otros seres vivos y en general con nuestro
entorno.
Ese desarrollo cualitativo puede ser infinito. Sin embargo,
si siguiéramos creciendo cuantitativamente de manera ilimitada, llegaría un
momento en el que nuestra vida sería imposible: los recursos que necesitamos
para vivir se agotarían rápidamente, nuestras articulaciones no soportarían el peso
de nuestros músculos, nuestro movimiento se haría cada vez más difícil y,
finalmente, colapsaríamos debido a nuestro propio tamaño. ¿Suena familiar?
Nuestra civilización está colapsando bajo su propio peso.
Una civilización que se tragó enteras las promesas del capitalismo, que está
basada en una economía que solo tiene como objetivo el crecimiento por el
crecimiento —como una célula cancerígena, como diría Edward Abbey—, y que busca
el máximo beneficio económico, ganando lo máximo de la forma más rápida por
todos los medios posibles, es una sociedad que inevitablemente se está poniendo
en peligro a sí misma. Como dice Monbiot, en sistemas como este, basados en el
crecimiento perpetuo, siempre tiene que haber periferias y externalidades,
zonas de extracción y zonas de eliminación. El capitalismo lo afecta todo y
todo el planeta se convierte en una zona de sacrificio: terminamos todos
—incluso quienes al principio parecen salir ganando— habitando la periferia de
esa máquina de hacer beneficios.
Aprovechando de nuevo las palabras de Latouche: no estamos
entendiendo la importancia de reconocer los límites del planeta, estamos
acabando con la capacidad inherente de la biósfera de generar y sostener la
vida para poder generar crecimiento económico. Como nuestras necesidades
realmente básicas son limitadas, este sistema necesita inventar nuevas —e
ilimitadas— necesidades de consumo, que generan cantidades ingentes de residuos
que contaminan el aire, el agua y la tierra, que son necesarios para nuestra
supervivencia. Esto, evidentemente, no es sostenible. De ahí la importancia no
solo de considerar alternativas diferentes al crecimiento, sino de ir más allá,
y entender la importancia y la urgencia del decrecimiento.
Frente a ese planteamiento es posible que muchas personas
repliquen que hace falta crecimiento económico para cubrir las necesidades
básicas de las comunidades más pobres, y por eso es también urgente que nos
preguntemos si lo que hace falta es más crecimiento, o si lo que necesitamos
realmente es hacer un replanteamiento y una redistribución.
Para poner un ejemplo concreto en el contexto colombiano:
Hernández afirma que, de acuerdo al Banco Mundial, en Colombia el 20% más rico
de la población acumula un 55% de los ingresos, mientras que el 20% más pobre sobrevive
apenas con un 3,9% del ingreso total. Dicho de otra manera, mientras 9 millones
de colombianos tienen más de la mitad de la riqueza, los 36 millones restantes
se reparten —inequitativamente— el 44% que queda. Al contrario de lo que muchos
piensan (y de lo que la mayoría de políticos prometen) el crecimiento económico
no garantiza que esa situación se resuelva. En 1992 el PIB per cápita en
Colombia era de aprox. 1.380 USD y en 2017 era de aprox. 6.300 USD (es decir,
4,5 veces mayor). Sin embargo, la distribución no ha cambiado: en 1992 el 20%
más pobre tenía menos del 4% de los ingresos, y el 20% más rico tenía el 56,7%,
que es básicamente lo mismo que sigue pasando ahora. El PIB creció, la
desigualdad… se quedó igual.
Señalando otras evidencias numéricas de desigualdad: de
acuerdo a OXFAM (2015), el 50% de las emisiones de carbono globales son
producidas por el 10% de la población conformada por las personas más ricas.
Que lo “normal” sea que tengamos ese modelo derrochador y depredador como
referente de éxito es apostar por un planeta destrozado.
Si ese 10% conformado por las personas más ricas son quienes
consumen más recursos (y así alimentan más la crisis ecosocial), entonces no
tiene sentido que quienes no formamos parte de ese 10% tengamos que asumir los
mismos estándares de decrecimiento. Necesitamos una transformación que
considere las diferencias de los contextos, y que no olvide la inequidad que
esa acumulación de riqueza ha generado ni cómo ha empobrecido a buena parte de
la población global. En todo caso, que haya parte importante de la
responsabilidad en una porción específica de la población no significa que el
resto de nosotros tenga un pase libre para seguir ignorando la evidencia del
colapso ecosistémico y todas las crisis sociales que con éste se relacionan. De
hecho, es precisamente por eso que es tan importante que todos, desde todos los
contextos, empecemos a considerar urgentemente otros caminos.
Manfred Max-Neef (en FUHEM, 2014) proponía que una nueva
economía debería basarse en “cinco postulados básicos y un principio valórico
irrenunciable”:
- La
economía está para servir a las personas, y no las personas a la economía.
- El
desarrollo tiene que ver con personas, no con objetos.
- El
crecimiento no es lo mismo que el desarrollo y el desarrollo no
necesariamente requiere crecimiento.
- Ninguna
economía es posible al margen de los servicios que prestan los
ecosistemas.
- La
economía es un subsistema de un sistema mayor y finito que es la biósfera.
En consecuencia, el crecimiento infinito es imposible.
Principio valórico irrenunciable: bajo ninguna circunstancia
un interés económico debe estar por encima de la reverencia por la vida.
En la entrevista realizada por FUHEM en la que abordaba
estos puntos, Max-Neef añadía: “recorra los seis puntos. Y uno por uno, uno por
uno, lo que tenemos hoy es exactamente lo contrario”.
Los ideales que abraza el concepto de decrecimiento no son
nuevos, y de hecho tienen muchísimo en común con lo que desde hace tiempo
defienden comunidades humanas no industrializadas, como los mapuche, los
guaraníes, los kunas y los achuar. Paradójicamente, estas son comunidades que
están siendo exterminadas precisamente por las promesas del capitalismo y sus
ideales de crecimiento, instalados en nuestros gobiernos, nuestras instituciones
y, por lo tanto, en nuestra forma de ver y relacionarnos con el mundo.
Somos víctimas de las promesas del capitalismo y la ilusión
del crecimiento ilimitado, y estamos haciendo trizas los ecosistemas que nos
sostienen, que hacen posible nuestra vida, que nos permiten cubrir nuestras
necesidades realmente básicas: respirar, tener agua limpia y tierra fértil para
alimentarnos. Vivimos como hipnotizados persiguiendo un ideal de abundancia
material que sobrepasa nuestras necesidades reales. Como dice Han “La economía
capitalista […] se nutre de la ilusión de que más capital genera más vida,
mayor capacidad de vivir. […] La preocupación por la vida buena deja paso a la
histeria por la supervivencia”.
Este es un sistema que nos hace olvidar que abundancia
también es tener tiempo libre, descansar, disfrutar tiempo con la familia y con
los amigos, pasar tiempo con los hijos, con los animales, tener tiempo para
salir a caminar a la naturaleza y nadar en un río que no esté contaminado por
los vertimientos tóxicos de empresas cuyas prácticas promovemos con nuestros
hábitos de consumo desmesurado.
Cuando delimitamos nuestras necesidades, es decir, cuando
entendemos cuáles son las básicas y cuáles son las creadas e impuestas por este
sistema basado en la explotación (no solo de la naturaleza, sino de nuestro
tiempo, por medio de la imposición de la productividad como valor máximo y
medida de vida), podemos cubrirlas más fácilmente y sin necesidad de poner en
riesgo la existencia de la vida en el planeta. La naturaleza misma nos muestra
la necesidad de ponerle límite al crecimiento y nos muestra también las
infinitas posibilidades que aparecen cuando paramos de crecer y podemos
prestarle nuestra atención y nuestra energía al desarrollo cualitativo, que no
requiere que consumamos más recursos ni ocupemos más espacio (y que no nos
distrae con la búsqueda del bienestar a través del consumo desmedido) sino,
sencillamente, que nos hagamos preguntas y que busquemos alternativas que nos
permitan un verdadero buen vivir.
El decrecimiento vendrá, querámoslo o no. Este sistema
insostenible ya está chocando de frente con los límites del planeta. Tenemos la
opción de aceptarlo como parte de un proceso de transición, de inventar una
manera diferente de vivir, de reinventar nuestra relación con nosotros mismos,
con nuestra comunidad humana, con la naturaleza que nos da vida y nos sostiene
y de la cual formamos parte. O tendremos que aceptarlo —más temprano que tarde—
como imposición de supervivencia.
Mejor hacerlo de manera voluntaria, planeada y consciente y
no de manera desesperada, como último recurso, cuando el sistema se nos caiga
encima, tomándonos por sorpresa… incluso sabiendo que este colapso ya no tiene
nada de sorpresa.
Bibliografía
- Portal
Economía Solidaria (2011): Charla
de Serge Latouche: ¿Decrecimiento o Barbarie?
- FUHEM
(2014, 3 de julio): Manfred Max-Neef: La
economía desenmascarada. Del poder y la codicia a la compasión y el bien
común [Video].
- González,
M. y Camarero, L.A. (1999): Reflexiones sobre el desarrollo rural: las
tramoyas de la posmodernidad. Política y Sociedad, 31, 55-68.
- Han,
B.C. (2012): La sociedad del cansancio (2ª ed.). Herder.
- Hernández,
G. (2019): «El
dato de la desigualdad en Colombia«. El Espectador.
- Monbiot,
G. (2019): «Dare
to declare capitalism dead – before it takes us all down with it«. The
Guardian.
- Oxfam
(2015): Extreme
carbon inequality.
- Sempere,
J: «El
«manifiesto ecosocialista» treinta años después«. Mientras
Tanto.
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