LA GRAN ESTAFA DE LA “IGUALDAD”
Manuel
es un estudiante universitario español de 19 años. El pasado curso,
su escuela concedió cinco becas para cursar el tercer año de grado
en una prestigiosa universidad norteamericana. Ganarían el pasaje
quienes obtuvieran las mejores calificaciones. La ilusionante
perspectiva le impulsó a cambiar de hábitos: restringió las
salidas con los amigos, redujo el tiempo dedicado a sus aficiones y
se impuso una férrea disciplina de estudio para obtener las mejores
puntuaciones posibles.
Con
mucho esfuerzo, mejoró en todas las materias. Y finalmente, antes de
que se publicara la lista definitiva, le dieron la buena nueva: sus
puntuaciones le permitirían ser uno de los cinco afortunados. No
sólo había conseguido sus propósitos; ahora se sentía orgulloso y
seguro de sí mismo. Había comprobado que el esfuerzo tenía
recompensa… o al menos eso creía.
Pero,
cuando llegó el gran día, su nombre no estaba en la lista
definitiva. Su alegría se transformó en angustia; y después,
cuando comprobó que no se trataba de un error, en desolación. ¿Qué
había ocurrido? Tras algunas pesquisas, lo averiguó. La escuela
había elevado las puntuaciones a una compañera que, inicialmente,
tenía calificaciones muy inferiores, hasta el punto de superar las
suyas. La política de la universidad era primar a las mujeres porque
eran muy escasas en esa especialidad. Así que Manuel se quedó
compuesto y sin estancia en la universidad de sus sueños.
Unas reglas imprevisibles
Manuel
no proviene de una familia pudiente, ni mucho menos. Desde los nueve
años hasta los 19, es decir, más de la mitad de su vida, ha vivido
bajo la sombra de una crisis económica que, según los expertos, ha
sido la peor desde la Gran
Depresión.
Tuvo que aprender a valerse por sí mismo, a confiar en sus propias
fuerzas, a asumir que todo aquello que no hiciera por mejorar su
situación, nadie lo haría por él.
Sin
embargo, la mala experiencia de la beca lo desorientó por completo.
Perdió buena parte de la confianza en sí mismo. Sintió que no
tenía control sobre su vida, que las reglas del juego se habían
vuelto imprevisibles y, sobre todo, injustas. Ya no era suficiente
esforzarse, necesitaba además pertenecer a un grupo en el que jamás
podría entrar. Hoy sigue siendo un joven esforzado, qué remedio,
pero el cinismo y la inseguridad han anidado en su carácter.
Así
son las cosas en el mundo de Manuel, donde las “políticas de
igualdad” parecen diseñadas para expulsarle. Para él y muchos
otros como él ya no rige la objetiva igualdad
de oportunidades,
ni siquiera la mucho menos deseable igualdad
de resultados,
sino un concepto todavía peor. La palabra “igualdad” ha pasado
por la trituradora de la posmodernidad para convertirse en un nuevo
escombro de la orwelliana
neolengua actual.
Sus
padres le enseñaron que el esfuerzo tenía recompensa, aun sabedores
de que cada vez era menos cierto. No quisieron educar a Manuel en
el cinismo sino
en un ideal: en la igualdad de oportunidades, aquella que considera
al individuo, y no al colectivo, la unidad básica de la sociedad.
Un principio
fundamental para
el que el mérito
y el esfuerzo,
nunca el grupo al que uno pertenece, son las palancas de la
prosperidad.
Sin
embargo, para que la igualdad de oportunidades arraigue, las
estructuras sociales deben permitir, incluso garantizar, la libertad
del individuo para
alcanzar sus propios fines; nunca establecer trabas
artificiales ni
otorgar ventajas o privilegios. Todas las personas deben ser iguales
ante la ley; y las normas, neutrales. Las metas alcanzadas por cada
cual dependerán de su capacidad y sus recursos, pero también de sus
decisiones, su esfuerzo y voluntad. En definitiva, cada uno llegará
hasta donde quiera… dentro de lo que sus capacidades le permitan.
La “igualdad”, de mal en peor
Frente
a este enfoque, se contrapuso primero el principio de igualdad
de resultados,
típico del pensamiento socialista, en la que todos los miembros de
la sociedad deberían alcanzar las mismas metas, gozar de los mismos
resultados y, por tanto, obtener un pedazo de la tarta equivalente.
Nadie podría tener más que los demás, lo mereciera o no.
Pero
en esa obsesión por dividir a la sociedad en colectivos e
identificar discriminaciones por doquier, el universo
de la corrección política instauró
lo que el sociólogo norteamericano Daniel
Bell llamó
la igualdad
como “representación”.
Es decir, la pretendida igualdad sólo se alcanzaría cuando los
diversos colectivos estuvieran representados de manera proporcional.
Así, si las mujeres son la mitad de la población, la igualdad
requeriría imponer cuotas para que el gobierno, el parlamento, las
universidades, la dirección de las corporaciones…, tengan justo el
50% de mujeres. Y lo mismo se aplicaría a otros grupos por
cuestiones raciales, por orientación sexual, o por cualquier otra
característica que permita fragmentar la población.
Ocurre,
sin embargo, que la igualdad como representación es completamente
incoherente con los principios que dice defender. Sus instrumentos,
la llamada discriminación
positiva,
o las cuotas sexuales
o raciales, inicialmente planteadas para combatir la desigualdad,
para compensar un supuesto privilegio de algún grupo, establecen
como condición indispensable la pertenencia a un colectivo para
acceder a un determinado puesto o cargo. No son otra cosa que la
vieja discriminación de siempre, envuelta en celofán y atada con un
lazo.
Pero
sus consecuencias son todavía peores: el individuo pierde
significado, su personalidad resulta irrelevante: solo
cuentan los grupos.
Se ve privado de su humanidad, de su Yo. No es tratado como persona
sino como un conjunto de atributos conferidos por su pertenencia a
determinados colectivos: unos le favorecerán y otros le
perjudicarán, según se trate de “grupos víctima” o “grupos
verdugo”.
Este
nuevo concepto de igualdad favorece a los líderes, a los activistas
de los colectivos que consiguen la calificación de “víctimas”.
Beneficia a quienes logran colocarse como “representantes”,
gozando de las ventajas y privilegios del puesto, sin los méritos
suficientes. Pero no a las “representadas”, que a cambio no
reciben más que un
espejismo.
Una mujer con pocos estudios, que no encuentra empleo, obtiene poco
consuelo sólo por saber que en su gobierno hay el mismo número de
ministros que de ministras. Y, por supuesto, perjudica a aquellos que
por ser hombres se ven relegados, aun teniendo méritos sobrados.
Un poder mitológico
Manuel
nunca se interesó por las polémicas políticas, pero ahora, cada
vez que alguien pronuncia el discurso del patriarcado, del privilegio
masculino, siente una profunda irritación. Y no sólo él. Otros
muchos jóvenes, pertenecientes a esta nueva sociedad, donde la
“igualdad” se ha convertido en una trampa, van tomando conciencia
de que algo huele a podrido. Que han sido adscritos a un grupo
sacrificable en beneficio de un incongruente concepto de progreso.
Han crecido escuchando historias sobre el enorme “poder” que
emana de su condición de varón pero, para ellos, se trata de
un poder
mitológico que
jamás han podido ejercer. Por el contrario, sienten que el verdadero
poder, el político, les estigmatiza y castiga por una especie de
pecado original.
Decía Paglia que
aquello a lo que las feministas llaman patriarcado es
simplemente civilización,
un sistema abstracto diseñado por hombres, pero aumentado y
ahora copropiedad de
las mujeres. Hoy, como un gran templo, la civilización es una
estructura de género neutral que todos deberían respetar. Sin
embargo, cuando Paglia añade que “quienes hablan de patriarcado se
autoexilian en chozas de paja”, quizá se equivoque. A
estos monotemáticos
personajes,
el mito del patriarcado les resulta muy rentable, les permite
prosperar y adquirir una relevancia inmerecida. A quienes condenan a
vivir en chozas de paja es a personas como Manuel.
Aunque
sea políticamente incorrecto… o quizá precisamente por ello es
necesario decirlo con todas las palabras: no
existe el privilegio por nacer hombre, ni
por pertenecer a colectivo alguno. Nuestra sociedad debe restaurar la
verdadera igualdad, la que no contempla discriminación por ninguna
circunstancia, restituir la igualdad de oportunidades, la igualdad
ante la ley.
Las
cuotas, la discriminación positiva, las leyes
asimétricas no
son más que intentos de dividir a la sociedad, sembrar cizaña,
otorgar privilegios, crear enfrentamientos, romper la igualdad de
derechos. Por supuesto, siempre en beneficio de unos pocos…
llámense activistas, expertos, políticos o simplemente
arribistas. En su ceguera, o su egoísmo, a estos personajes les
importan muy poco esos jóvenes, sean chicos o chicas, que todavía
están dispuestos a esforzarse para lograr un futuro mejor.
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