¿UNA
SOCIEDAD OCCIDENTAL OPRIMIDA O NARCOTIZADA?
¿ORWELL O HUXLEY?
Mientras
unos cargan la culpa sobre las élites y los grupos de presión por
su poder desmesurado, por manipular la información, por difundir
ideologías absurdas, contrarias al sentido común, otros atribuyen
la responsabilidad a los ciudadanos por su pasividad, indolencia,
desconocimiento o comodidad, por su extrema apatía y dejación, que
permiten a los gobernantes actuar a placer y voluntad. Entonces, ¿hay
que buscar la raíz de estos males arriba o abajo? ¿En la perversión
de las instituciones,
en la depravación del poder o, por el contrario, en la
acentuada desidia
de las masas? Quizá
no exista respuesta sencilla porque ambos problemas podrían estar
interconectados.
En Amusing
ourselves to death (1985) Neil
Postman plantea
ingeniosamente esta disyuntiva contraponiendo las dos distopías más
geniales del siglo XX: 1984,
de George
Orwell y Un
mundo feliz de Aldous
Huxley. Ambas
describen sistemas totalitarios con un desmedido control político y
social, donde no queda rastro de la democracia clásica. Pero cada
novela señala un camino muy distinto hacia el despotismo. En la
distopía orwelliana
la opresión es explícita, agobiante y activa. Pero la
tiranía huxleyana resulta
sutil, imperceptible para mucha gente que se siente feliz, cómoda,
encantada con ella. En una, el gobierno prohíbe los libros
peligrosos; en la otra no necesita proscribirlos pues a nadie le
interesan. En la primera, el poder tergiversa la verdad, controla la
información y la ofrece a cuentagotas; en la otra, el torrente
de información es tan abrumador que la verdad queda disimulada,
disuelta en un océano de noticias irrelevantes. En la
sociedad orwelliana la
cultura está cautiva, en la huxleyana es
simplemente insustancial, frívola y trivial.
La tiranía
de 1984 es
aparentemente más opresiva… pero resulta mucho más fácil de
identificar y combatir que la de Un
mundo feliz. Siempre habrá
personas dispuestas a resistirse a una dictadura represora pero no
hay tantas que se opongan a un despotismo paternalista, donde la
gente se deleita con diversiones banales mientras
se desentiende de los problemas reales. Se rebela antes el oprimido
que el narcotizado. Alexis
de Tocqueville anticipó
hace casi dos siglos este peligro: “Trato
de imaginar nuevos rasgos con los que el despotismo puede aparecer en
el mundo. Veo una multitud de hombres dando vueltas constantemente en
busca de placeres mezquinos y banales con que saciar su alma. Cada
uno de ellos, encerrado en sí mismo, inconsciente del destino del
resto. Sobre esta humanidad se cierne un inmenso poder, absoluto,
responsable de asegurar el disfrute. Esta autoridad se parece en
muchos rasgos a la paterna pero, en lugar de preparar para la
madurez, trata de mantener al ciudadano en una infancia perpetua”.
El devastador efecto de la televisión
Postman afirmaba
que el mundo occidental ha evolucionado siguiendo las pautas de
Huxley, no las de Orwell. Pensaba que los cambios en la tecnología
de la información, especialmente la televisión, habían generado
una sociedad de banalidad y diversión, que rechaza el pensamiento,
que se infantiliza a pasos agigantados. La tele no requiere
formación, capacidad comprensiva o lectora ni pensamiento crítico.
Y ofrece noticias sin contexto, seriedad ni valor. No hay conceptos,
sólo variedad, novedad, acción y movimiento; puro placer y
entretenimiento. La
pequeña pantalla anula los conceptos, las ideas,
atrofia la capacidad de abstracción y anquilosa el entendimiento,
sustituyendo el conocimiento profundo por una visión superficial.
Por ello, los
televidentes estarían muy entretenidos pero pésimamente
informados, aunque su percepción sea justo lo contrario gracias
a esa falsa sensación de conocimiento que ofrece la pequeña
pantalla. Pocas cosas resultan más correosas, más difíciles de
combatir que la ignorancia
disfrazada de sabiduría,
ese panem et
circenses para unas
masas embrutecidas que se creen Cicerón.
La tele no prohíbe los libros; simplemente los desplaza por la ley
del mínimo esfuerzo. Para Postman, no es que los dirigentes engañen
ahora mejor que antes; es la sociedad la que ha perdido la capacidad
de detectar la mentira.
Postman acertaría,
en parte, a juzgar por esa apoteosis
de vulgaridad que
se ha contagiado incluso a buena parte de la prensa seria. Algunos
medios escritos imitan a ciertos programas televisivos promocionando
el cotilleo más obsceno, el chascarrillo, el escándalo, el
sensacionalismo, esas noticias que hacen las delicias del
público con mentalidad adolescente. Se percibe una fuerte deriva
hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de
la información y análisis rigurosos.
Pero existen otros
elementos que apuntan más a la línea de 1984,
como el control que ejercen los gobernantes sobre los medios para
manipular la información, sea de forma directa o indirecta. O
los malsanos vínculos que, en muchos países, parte del
periodismo mantiene con el poder político y económico. Unas
relaciones basadas en intercambio de favores o la utilización de la
información como moneda de cambio para obtener ventajas, prebendas o
subvenciones.
También
es orwelliana la
asfixiante opresión
de la corrección política,
creadora de una absurda neolengua
obligatoria, que condena a
los transgresores a la marginación, el vilipendio o el ninguneo. La
corrección política es una ideología opresora, que pretende fijar
la forma de hablar, de sentir y de pensar de los individuos,
inmiscuyéndose en lo más íntimo de su vida personal y familiar. Un
marco en el que el Gran
Hermano, ese dictador
genialmente descrito por Orwell, intentaría vigilar todas y cada una
de las conciencias… afortunadamente con un éxito incompleto.
Aceptémoslo,
Occidente posee hoy día bastantes elementos huxleyanos y
unos cuantos orwellianos. Pero
todavía espacios de libertad… para quien tenga los arrestos de
ejercerla.
Juan M.Blanco
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