LA
HORA DE LA RENTA BÁSICA
“El
moderado es fuerte con los débiles y débil con los
fuertes”, escribió el
recientemente fallecido Dario Fo. Y su compatriota Marco d’Eramo,
refiriéndose también a la moderación, añadió:
“Es curioso que, en política, el término ‘moderado’ haya
adquirido una connotación positiva, mientras que resulte negativo en
otros ámbitos de la vida, sobre todo en forma adverbial: si una
persona es moderadamente inteligente, no queremos decir que es un
genio”. Aun así, muchos prefieren llamarse “moderados”. Debe
darles cierta sensación de equilibrio: ni demasiado a un lado, ni
demasiado al otro. Estar ostensiblemente inclinado a un extremo puede
ser motivo de caer bajo la calificación de radical, extremista,
raro, excéntrico, freak.Y
ya se sabe: una persona radical, para muchos bienpensantes, es algo
no especialmente aconsejable. En cambio, ser una persona “moderada”
es sinónimo de algo así como ser una persona equilibrada, ecuánime,
centrada.
Viene
todo esto a cuento de cómo se despachan debates sobre las más
variadas cuestiones, tal como podemos leer en los más variopintos
lugares. Sin ir más lejos, con la Renta Básica ha ocurrido lo mismo
a lo largo de los últimos años, cuando, por distintas razones, ha
conocido una explosión mediática que ha hecho que opinen sobre ella
las más diversas personas en todos los ámbitos sociales e
intelectuales, con conocimiento sobre la propuesta o sin el menor
atisbo de él. Y, claro está, una forma no infrecuente de saldar una
discusión sobre la Renta Básica ha sido y es alertar sobre su
calidad de “radical” o extrema, por utilizar uno de los muchos
términos que se han movilizado con parecida intención.
Y
lo cierto es que necesitamos radicalidad. Necesitamos radicalidad,
primero, porque la magnitud del golpe sobre las condiciones de vida
de la gente requiere respuestas proporcionadas: conviene tomar
consciencia ya, sin autoengaños, de que el martilleo no hace cierta
la creencia según la cual es posible garantizar al conjunto de la
población una vida digna a través de subsidios para pobres o la
quimérica promesa de que el mercado de trabajo nos ofrecerá
bienestar y libertad (¿realmente ese trabajo,
en caso de que lo haya, nos hará libres?). Y necesitamos
radicalidad, segundo, porque, en general, es bueno ir a la raíz de
los problemas: un capitalismo que ha roto todo posible consenso
social, por limitado que fuera, y que no muestra voluntad alguna de
pacto nos obliga a la osadía de buscar caminos nuevos para retomar
el control sobre nuestras vidas, para reapropiarnos de ellas. Los
humanos tendemos a entender estas cuestiones. No en vano en mayo de
2011 la indignación nos llevó a clamar que el sistema era
“anti-nosotros” y que medidas como la Renta Básica, entre otras,
tenían todo el sentido dentro de “planes de rescate ciudadano”
que pusieran la economía al servicio de la vida.
Y
el espíritu del 15-M sigue presente en nuestras conciencias. Y no
ser quien se es o dejar para “más adelante” un trabajo político
profundo sobre nuestras condiciones de vida (y nos referimos aquí a
un “nosotros” –¡y a un “nosotras”!– que incluye a
grandes mayorías sociales) equivale también a, quizás por
comprensibles vértigos y temores, dejar de ser lo que podríamos ser
políticamente. Finalmente, se trata de una cuestión de realismo. Lo
utópico es pensar que el modelo social y económico en el que el
giro neoliberal del capitalismo nos pretende encerrar es sostenible a
medio o largo plazo. Lo utópico es pensar que las clases populares
no se percatan de ello y que van a sentir verdadero entusiasmo hacia
propuestas y medidas que no pueden entusiasmar porque se limitan a
parchear la encerrona neoliberal. La Renta Básica, garantía de la
existencia en condiciones de dignidad y palanca de activación de
vidas más libres, más nuestras, tiene un potencial de entusiasmo
que, quizás, y de la mano de otras medidas, pueda ensanchar
horizontes sociales y, también, políticos.
Porque
lo cierto es que las consecuencias sociales de las políticas
económicas puestas en funcionamiento poco tiempo después de las
primeras manifestaciones de la gran crisis económica de 2008 son,
para una parte cada vez mayor de la población, abiertamente
catastróficas. El último informe de Eurostat ofrecía algunos datos
realmente escalofriantes. Uno: según el indicador AROPE, en el Reino
de España, el 28,6% de la población, es decir, 13.334.573 personas,
vivía en 2015 en riesgo de pobreza y exclusión. Otro: el Reino de
España es el tercer Estado con mayor desigualdad de la UE, después
de Rumanía y Serbia.
En efecto, el 10% más rico obtiene un
equivalente a la cuarta parte de los ingresos del conjunto de la
población. Otro más: la tasa de trabajadores pobres (es decir,
aquellas personas que poseen un empleo legal y que, pese a ello, se
sitúan por debajo del umbral de la pobreza) ha pasado del 11,7% en
2013 al 14,2% en 2014 y al 14,8% en 2015. Y otro: según la compañía
suiza de servicios financieros globales UBS AG, sólo 22
multimillonarios españoles tienen una fortuna equivalente al 5% del
PIB del Reino de España. Y todavía más: según el último informe
de Oxfam, se estima que 62 personas poseen la mitad de la riqueza
mundial, y la parte de esa misma riqueza mundial que corresponde a la
mitad más pobre ha disminuido en un 38% desde 2010. Asimismo, 188 de
las 201 principales empresas (es decir, el cártel de Davos) están
presentes en, por lo menos, un paraíso fiscal (con un capital de
alrededor de 7,6 billones de dólares, lo que equivaldría, cada año,
a 190.000 millones extra en impuestos y a disposición de los
gobiernos).
La
suerte, pues, se halla distribuida de un modo profundamente desigual.
Y lo cierto es que, así las cosas, la población pobre o en riesgo
de pobreza, que ve arruinadas sus condiciones de existencia material,
pierde la capacidad de aguantar la mirada a sus semejantes, de vivir
sin verse obligada a bajar los ojos por depender de ellos, y
experimenta, en suma, cómo desaparece la posibilidad de aspirar a
ser hombres y mujeres libres. Hemos insistido muchas veces en ello:
no se trata simplemente de una cuestión de desigualdad social;
cuando se carece de recursos, lo que está en juego es la libertad de
cada uno y, a la postre, de la mayoría. Resulta sorprendente, pues,
observar cómo en los programas o entre las inquietudes de los
miembros de los partidos de izquierda, esta cuestión de las
exigencias de igualdad como condición de posibilidad para la
libertad de todos y todas queda difusa en el mejor de los casos y
ausente en los peores (huelga decir que la derecha no muestra ningún
problema con tener a un cierto porcentaje de la población
atemorizada tanto por el mal presente que está viviendo como por el
peor futuro aún que puede llegar).
De
ahí la Renta Básica. Pero, ¿por qué hoy, especialmente? Aunque
algunos de los que defendemos la propuesta de la Renta Básica, una
asignación monetaria incondicional, universal e individual, lo hemos
hecho en situaciones de mayor bonanza económica, creemos que
constituye una medida que debe ser defendida todavía más aquí y
ahora, esto es, en el actual contexto social y económico. A
diferencia de otras personas y grupos que en algún momento la
defendieron y que han dejado de hacerlo o que ahora creen necesario
proponerla para un futuro más lejano, estamos convencidos de que
cada vez hay más motivos para promoverla en estos momentos. Vayan
unas pocas de estas razones, que apuntamos sintéticamente:
1)
Empecemos por la mencionada aceleración de la pobreza y el paro.
Constituye éste un fenómeno de especial relevancia en una economía
como la del Reino de España, caracterizada como está por la
permanencia de altos porcentajes de paro, incluso en situaciones
económicas menos desfavorables que la actual. A lo largo de los
últimos 37 años, la tasa de desempleo sólo ha bajado del 10% en
tres ocasiones. Los datos de la OCDE sobre el paro desde 1978 hasta
hoy son también contundentes: el Reino de España es el Estado en el
que la tasa de desempleo ha superado durante más tiempo, 26 años,
el 15%. El segundo Estado, a muchísima distancia, es Irlanda; y el
tercero, Eslovaquia. Conviene añadir a estos datos el hecho de que
esta economía es también vanguardia mundial del empleo de corta
duración, con todas las implicaciones que esto supone tanto para la
vida laboral y cotidiana de millones de personas como para la
economía en su conjunto.
No
estamos sugiriendo con todo esto que el trabajo asalariado propio del
capitalismo nos parezca un punto de partida social y moralmente
adecuado para construir sociedades cohesionadas y justas. Todo lo
contrario: es bien sabido que el contrato laboral, que normalmente se
firma bajo todo tipo de coacciones inducidas por la desposesión
material y simbólica de las clases trabajadoras, implica pérdida de
libertad por parte de la mayoría: cuando trabajamos para terceros
porque no nos queda otra, y cuando lo hacemos empujados por la
desesperación a la que nos conduce el lodazal de la precariedad, nos
adentramos en todo un mundo de subordinación y dependencia en el que
entregamos a quienes nos contratan buena parte, si no toda, de
nuestra capacidad de decidir cómo trabajar y cómo vivir.
Sin
embargo, lo cierto es que nacimos en un mundo en el que había un
consenso básico, todo lo trágico que se quiera (que lo era, por las
razones que acabamos de apuntar), en el que se suponía que la
seguridad socioeconómica venía dada por la seguridad en los
ingresos, y ésta, por nuestra participación en el mercado de
trabajo. Pues bien, ese consenso está hecho trizas. El sueño,
angustioso o no, acabó. Y al sueño angustioso lo siguen, por lo
menos de momento, mayores dosis de angustia: ni hay trabajo
asalariado para todo el mundo ni, como se ha visto, tener empleo es
sinónimo ya de obtener ingresos suficientes para llevar una vida
digna. Para las grandes mayorías sociales, sólo queda la súplica:
la súplica de un empleo, la súplica de un empleo lo menos
degradante posible, la súplica de un subsidio (condicionado, claro
está). Vivimos, pues, en un escenario social marcado no sólo por
grandes desigualdades; vivimos en un mundo en el que las grandes
mayorías sociales pierden niveles de libertad a marchas forzadas. Y
huelga decir que una cosa y la otra se hallan profundamente
relacionadas: cuando unos pocos logran hacerse con el control de
dosis ingentes de recursos –hemos dado ya sobrados datos al
respecto–, estos pocos se hallan capacitados para imponer
condiciones de vida al resto de la población. Malas noticias, pues,
para la libertad del conjunto de la ciudadanía.
2)
Centrémonos ahora en el empeoramiento de las condiciones de trabajo
de las personas que tienen empleo. Conviene recordar una vez más el
llamado “efecto disciplinador” del desempleo. El economista
Michal Kalecki, entre otros analistas, pero a través de una
brillante argumentación, aseguraba que cuanto más nos apartamos del
pleno empleo, más aumenta el “efecto disciplinador” de la fuerza
de trabajo. Efectivamente, a mayor vulnerabilidad, a mayores
posibilidades de perder el puesto de trabajo por el incremento de la
población desempleada –lo que Marx había llamado “ejército
industrial de reserva”–, mayor es la disposición, por parte de
estas clases trabajadores vulnerables, a aceptar sin rechistar el
empeoramiento de las condiciones laborales: menores remuneraciones,
mayores horas de trabajo, vacaciones más cortas, contratos de
duración más limitada, etc. A finales de 2016, tras cerca de 10
años de políticas económicas austeritarias y tras toda una ristra
de reformas laborales que flexibilizan el despido y precarizan las
condiciones de trabajo, observamos con claridad cómo opera el
“efecto disciplinador” del que nos hablaba Kalecki: en ausencia
de recursos incondicionales que actúen como auténtico colchón, que
es lo que nos ofrece la Renta Básica, la alternativa que supone el
quedarse sin trabajo siempre es peor. Y, en consecuencia, agachamos
la cerviz y aceptamos lo que se nos impone.
3)
Hemos insistido en otros lugares acerca de los estudios, cada vez más
numerosos, que coinciden en señalar la no muy lejana sustitución de
muchos tipos de empleo por la acción de robots y de otros
dispositivos automáticos. Por mucho que los economistas más
fanáticamente neoliberales proclamen, sin evidencias demasiado
convincentes, que la pérdida de puestos de trabajo quedará
compensada por los empleos de nueva creación en el seno de los
nuevos sectores tecnológicos, parece que la reducción de puestos de
trabajo remunerado está siendo y será un hecho. ¿Es eso un
problema? No necesariamente. Desde las tradiciones emancipatorias, se
ha subrayado siempre la necesidad de que los seres humanos podamos
dedicar un número limitado de horas al trabajo actualmente
remunerado por los mercados, para liberar tiempo y energía para
otros tipos de trabajo, igualmente necesarios (o más) desde un punto
de vista social y económico: trabajos de cuidado y atención a las
personas dependientes –todos y todas lo somos, bien mirado–,
formas diversas de participación política, trabajo artístico, etc.
Sin embargo, la gran pregunta que nos acecha y acechará es la
siguiente: estos “otros trabajos”, ¿son (o serán) remunerados
por los mercados o habría que hacerlos gratis
et amore?
Ante la evidencia de que no contamos con la seguridad de que la
práctica de estos “otros trabajos” nos vaya a proporcionar
ingresos, medidas como la Renta Básica, que nos garantizan recursos
de forma incondicional, adquieren el mayor de los sentidos técnicos
y éticos.
4)
Centrémonos ahora en cuestiones de fiscalidad. Desde muchos ámbitos
(políticos, sindicales, académicos, etc.) se están proponiendo
reformas fiscales de envergadura. El actual sistema impositivo
–pensemos, sin ir más lejos, en el IRPF– es escasamente
progresivo, como lo muestra lo poco que varía el índice de Gini
antes y después de la aplicación de este impuesto. Es bien sabido
que los niveles de presión fiscal que observamos en el Reino de
España se sitúan muy por debajo de la media europea, lo que debe
ser corregido para ensanchar el alcance y el margen de maniobra de la
política pública. Por otra parte, la política fiscal y la política
social se hallan normalmente harto disociadas, lo que en muchos casos
acarrea problemas de equidad. Precisamente por ello, la propuesta que
se hace en un modelo
de financiación de
la Renta Básica que se ha trabajado en el seno de la Red
Renta Básica integra
parcialmente la política fiscal con la política social: se analiza
cómo una reforma del IRPF ligada a la introducción de una Renta
Básica impactaría en el sistema de transferencias al conjunto de la
población y qué cantidades deberían aportar los distintos sectores
sociales para coadyuvar al sostenimiento financiero del sistema.
5)
Las medidas puestas en funcionamiento para combatir la pobreza en el
Reino de España han demostrado su fracaso. Como señalan estudios ya
numerosos, incluso allá donde los subsidios condicionados son más
generosos y se hallan sujetos a condiciones menos severas –pensemos
en el caso de la Comunidad Autónoma Vasca–, las administraciones
se enfrentan a graves dificultades a la hora de lograr los objetivos
marcados: la presencia de la trampa de la pobreza y del paro, la
estigmatización de los perceptores, los costes administrativos, las
dificultades para detectar a los beneficiarios, etc., entre otros
fenómenos, constituyen obstáculos insalvables para erradicar la
pobreza. En efecto, según el último informe de la Red Española de
Lucha Contra la Pobreza y la Exclusión Social, el 17,6% de la
población de Euskadi es pobre o vive bajo el riesgo de caer en la
exclusión social.
6)
La popularidad de la Renta Básica se ha incrementado a lo largo de
los dos últimos años. Se reconocía en un Briefing del
Parlamento Europeo de septiembre de 2016: “La Renta Básica está
atrayendo una atención creciente en Europa”. A lo largo de estos
últimos meses, medios como The Guardian,
The
Economist, The Wall
Street Journal,
The Financial
Times, TheNew
York Times, Le
Monde y Der
Spiegel,
por citar sólo algunos de los más conocidos, han dedicado numerosas
páginas a la Renta Básica. Esta atención generalizada a la
propuesta ha puesto de manifiesto algo que quizás pasaba más
desapercibido cuando no era una medida tan observada: que hay
visiones y versiones de la Renta Básica bien dispares: algunas son
muy de derechas, otras son de centro y otras, de izquierdas. Y el
criterio, a buen seguro infalible, para saber la orientación
política de cualquier defensor de la Renta Básica es doble: en
primer lugar, conviene averiguar cuál es la propuesta de
financiación; y, en segundo lugar, interesa evaluar qué medidas de
acompañamiento –prestaciones en especie, sobre todo– se
contemplan como parte del paquete de medidas en el que se ubica la
Renta Básica.
Los
defensores de derechas pretenden desmantelar el Estado de Bienestar
(o lo que queda de él, si lo hubo) “a cambio” de la Renta
Básica. Los de izquierdas pretenden una redistribución de la renta
de los más ricos al resto de la población y el mantenimiento, o
incluso el fortalecimiento, del Estado de Bienestar –mucho se ha
escrito sobre las complementariedades y sinergias entre la Renta
Básica y las políticas de bienestar–. Sin ir más lejos, en el
último congreso de la Red Mundial para la Renta Básica (BIEN,
por sus siglas en inglés), celebrado en Seúl en julio de 2016,
dicha organización, que agrupa a estudiosos y activistas de muy
diverso signo ideológico, decidía por mayoría que, tras el giro
neoliberal del capitalismo, no se puede dejar espacio ya para la
ambigüedad. Así, añadía a la definición tradicional de la Renta
Básica –un ingreso individual, universal e incondicional–,
recogida en sus estatutos, el siguiente redactado, de ambiciones
“emancipatorias”: “[...] y suficientemente alto como para que,
en combinación con otros servicios sociales, constituya parte de una
estrategia política para eliminar la pobreza material y para
facilitar la participación social y política de cada individuo. Nos
oponemos a la sustitución de servicios sociales o derechos [...]“.
7)
La Renta Básica no pretende ser solamente una medida contra la
pobreza. Se trata de una medida de política económica que, a través
de una estructura tributaria progresiva, permitiría financiar la
existencia material del conjunto de la población, lo que
acrecentaría su libertad efectiva. Ni qué decir tiene, ello tendría
un impacto considerable en la estructura de los mercados, empezando
por el mercado de trabajo: al permitir la desmercantilización de la
fuerza de trabajo, fortalecería el poder de negociación de las
clases populares, que podrían escoger entre mantener su fuerza de
trabajo dentro de los mercados laborales –y, en ellos, negociar
mejores condiciones de trabajo y de vida– y salir (quizás
parcialmente) de ellos y optar por otras actividades, remuneradas o
no, que hoy quedan bloqueadas por la necesidad de aceptar lo que “se
ofrece”, cuando se ofrece, en dichos mercados de trabajo. En este
sentido, no puede decirse que la Renta Básica –una Renta Básica
acompañada de otros derechos sociales igualmente importantes– sea
una medida intrínsecamente anticapitalista; pero sí puede afirmarse
que contradeciría el principal elemento disciplinador del
capitalismo, a saber: la compulsión a vender la fuerza de trabajo a
la que se somete a la población desposeída. Con ello, las clases
populares se reapropiarían, siquiera parcialmente, del legítimo
derecho a decidir qué tipo de vida quieren vivir.
De todas estas
cuestiones, y de algunas más, se discutirá en el próximo Simposio
de la Renta Básica, que será el decimosexto y que tendrá lugar en
el Aula Magna de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad
del País Vasco, en Bilbao, los próximos 18 y 19 de noviembre.
Quizás algún bienpensante moderado no quede muy satisfecho con este
XVI Simposio, pero volvamos a recordar a Marco d’Eramo: “Que el
bienpensante moderado no modere nuestra confianza en el futuro”.
David
Casassas / Daniel Raventós - CTXT
David
Casassas es
profesor de teoría social en la Universidad de Barcelona. Miembro
del Comité de Redacción de SinPermiso, es
vicepresidente de la Red
Renta Básica.
Forma parte de la Junta Directiva del Observatorio de los Derechos
Económicos, Sociales y Culturales (DESC).
Recientemente, ha coordinado el libro Revertir el guión.
Trabajos, derechos y libertad (Los Libros de la Catarata, 2016).
Daniel
Raventós es
profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de
Barcelona, miembro del Comité de Redacción de SinPermiso y
presidente de la Red
Renta Básica.
Es miembro del Comité Científico de ATTAC. Su último libro es ¿Qué
es la Renta Básica? Preguntas (y respuestas) más frecuentes (El
Viejo Topo, 2012).
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