LA ESPERANZA RIDÍCULA
No sé a usted, pero a mí, cuando un año, anciano y malherido, está a
punto de entregar el petate, el cuerpo me pide echar cuentas de lo sucedido,
para tratar de avistar por donde asomará el siguiente. Iba a hacerlo, pero me
detuvo un pinchazo en el estómago, la conciencia de la crueldad que me disponía
a cometer. Este año de ruina, ignominia y muerte va a terminar en una orgía de
soledad; francamente, no me apunto a añadir ni una gota más a nuestra rebosante
copa de amargura. He dedicado, en cambio, semanas a reunir razones para la
esperanza, que ahora me gustaría compartir con usted.
La primera de ellas, tal vez la más increíble de todas, es que todo cenagal tiene un fondo. A la terrible prueba del virus, que ha zarandeado el mundo entero, nosotros hemos añadido el deleznable espectáculo de un parlamento en llamas que ha amontonado humillaciones. Se han traspasado tantas líneas rojas que hemos tenido que definir nuevos colores para las nuevas ocurrencias demenciales. Pero hasta eso tiene un límite, porque llega un momento en que ya no quedan memorias que ultrajar ni instituciones que puedan desprestigiarse.
A excepción de los partisanos, el hartazgo ciudadano es tan patente que a quienes urden estos desmanes pronto les costará (ya les cuesta) pasearse por las calles. El político de esta laya es vanidoso, y es obvio que sin aplausos no le será tan fácil mantenerse. Van a llover chuzos de punta, y en cuanto el virus dé una mínima tregua, pondremos pie en pared, seguramente.Pese al ruido sordo de la miseria, que ya se escucha, el
edificio va a aguantar gracias a los de siempre: las familias, la gente de
bien, una numerosa legión de generosos anónimos, Cáritas, el Banco de
Alimentos, quienes, en vez de predicar, dan trigo. Esa ola de bondad ya se
encrespa sobre el mar de nuestras desgracias. El trago va a ser muy agrio, y aquello
de que esta será la primera generación que viva peor que sus padres dejará de
ser un lamento filosófico para hundirse en nuestras carnes. Pero en el envite,
la juventud, por fuerza, aprenderá muchas cosas, y lo mismo harán sus mayores.
No saldremos más fuertes, pero sí más escaldados, más lúcidos.
Mucha gente —la suficiente— va a entender que hay que
defender la alegría, como cantaba Mario Benedetti, «defenderla del escándalo y
la rutina, de la miseria y los miserables, de las ausencias transitorias, y las
definitivas». Vamos a entender a quiénes hemos enterrado, y qué parte es
imputable a un bichejo de ciento y pico nanómetros y qué parte a quienes tienen
la responsabilidad de organizar un país en su peor hora. Defenderemos la
alegría «como un principio», la defenderemos «del pasmo y las pesadillas»,
porque el sufrimiento, por más que el método nos disguste, siempre ha pulido al
ser humano.
Creo incluso que vamos a dejar de decir aquello de
«disfruten lo votado», porque por fin sabremos que con estos bueyes hay que
arar. Mientras este gobierno, tan legítimo como inepto, tan impecablemente
democrático como esperpéntico, siga al frente, no queda otro remedio que
trabajar el doble, sufrir el doble y nunca bajar los brazos. 2020 ha sido el
año en que cien veces nos hemos acordado del replicante Roy Batty, víctima
tardía de la película Blade Runner: «Yo he visto cosas que vosotros no
creeríais». Pero no hemos visto atacar naves en llamas más allá de Orión, ni
rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser; hemos visto
enseñorearse la mentira sistemática, la incapacidad y la desvergüenza. Con
todo, vamos a apretar los dientes y al final recuperaremos el pulso, a pesar de
ellos.
Hay luz al final de ese túnel.
Vamos a defender la alegría «de los ingenuos y de los
canallas, de la retórica y los paros cardiacos, de las endemias y las
academias». También de las pandemias. La ciencia, que es gloriosa cuando se
dedica a hacer ciencia, va a sacarnos de este nuevo aprieto, y lo hará a un
precio ínfimo en comparación con lo que el mundo vivió hace cien años. De eso
habrá que regocijarse, y aprovecharlo para derrotar otra vez la oscuridad que
se cierne. En un mundo que caminaba a toda velocidad hacia la ignorancia, con
sus terraplanistas, sus antivacunas y sus conspiranoicos, de nuevo la
objetividad de la ciencia vendrá al rescate y nos recordará qué es, de veras,
eso del progreso.
Hemos asistido este año a una demostración ética sin
precedentes, tras la cual nada podrá ser igual. Ha muerto gente dando la vida
por nosotros. Ya sé que hay muchos que no se han enterado, ingratos e
irresponsables, y que eso explica, en parte, nuestra mala situación de ahora.
Pero son muchos más los que han descubierto a multitud de conciudadanos
valerosos y heroicos. Ha quedado al descubierto un cuantioso patrimonio de
profesionalidad y entrega con el que los cínicos no contaban. Eso va a
cambiarnos para bien, aunque no, nunca, a todos.
Estamos también a las puertas de un nuevo tsunami de
creatividad. Sacamos lo mejor de nuestras fuerzas inventivas cuando peor
estamos. Se lo explicaba Orson Welles a Joseph Cotten en El tercer
hombre: en el Renacimiento, en Italia, tuvieron a los Borgia, revoluciones,
guerras, complots, brotes de peste, pero también tuvieron a Miguel Ángel, a
Leonardo y al resto. Los suizos, en quinientos años de paz y prosperidad, ¿qué
inventaron? El reloj de cuco. Sobre las cenizas de las empresas muertas se
alzarán nuevos emprendedores. A pesar de las trabas, y aunque no les vaya como
debería irles, otra vez las pymes y los emprendedores y los empleados
reflotarán las naves.
Vamos a remontar a nuestro recio modo, sin emoticonos.
Descarte quien esto lea cualquier mensaje triunfalista, y aléjese de quienes le
vendan curvas en V. Va a costar sangre, sudor y lágrimas, y habrá que defender
la alegría «como una certeza, defenderla del óxido y la roña, de la famosa
pátina del tiempo, del relente y del oportunismo, de los proxenetas de la
risa». Va a ser un viaje salpicado de trastornos, pero así son todas las
odiseas. Podría haber sido más fácil, pero de algún modo arrinconaremos ese
pensamiento que nos envenena. Seguiremos acordándonos de Roy Batty, sobre todo
si cometemos el error de pasar demasiado tiempo en las redes sociales. Habrá
que luchar a brazo partido, pero lo haremos, y tal vez redescubramos a nuestro
prójimo en este viaje.
Estas Navidades, privados temporalmente de los nuestros, y
en cientos de miles de casos —cada muerte lacera muchos corazones—, privados
para siempre de ellos, no habrá mejor tributo que reflexionar sobre lo
ocurrido, para entender cuánto de nuestro sufrimiento se debe al azar de un
virus mutante, cuánto a la ineptitud y cuánto a la desvergüenza. No podemos ni
debemos vencer la nostalgia. Para eso se inventó la tristeza, para que al
recogernos en nosotros mismos pudiésemos pensar con renovada potencia. Esta es
nuestra mayor esperanza: que muchos (nunca todos) alcancen un nuevo y superior
nivel de conciencia. Tenemos una oportunidad; si la desaprovechamos, y tal como
nos advirtió el replicante, todos esos momentos de dolor se perderán en el
tiempo, como lágrimas en la lluvia.
La mayor esperanza de España es su abundancia en arrojo. He
visto mundo, me he sumergido en muchas culturas, y no encuentro ningún otro
pueblo que, para bien y para mal, sea más capaz de alterar su rumbo, ni en
menos tiempo. Nuestro caudal de abnegación y nuestro espíritu de superación no
tienen igual. Recordemos nuestra historia, y que los imperios no los regalan.
No se deje engañar por los reportajes de la Carrera de San Jerónimo: cuando nos abran las
calles, volveremos por nuestros fueros. No todos, y no sin que antes
paguemos un precio desorbitado; pero prevaleceremos. «La esperanza, como la fe,
no es nada si no es audaz; no es nada si no es ridícula», escribe Thornton
Wilder en El octavo día.
Conserve conmigo, querido lector, esta ridícula esperanza,
le aseguro que hay demasiada gente capaz y decente como para que este barco se
hunda.
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