HACER EL BIEN POR OBLIGACIÓN
¿Qué
podríamos argumentar en contra de procurar que las personas coman
mejor, hagan más deporte y presten más atención a los demás?
Desde casi todos los púlpitos posmodernos los ingenieros sociales de
todo color proclaman, describen e impulsan todas las técnicas y
enfoques posibles para mover a las personas hacia un determinado
comportamiento positivo. El problema: no
se trata de propuestas voluntarias.
En muchos casos hablamos de obligar a la gente a hacer algo que
realmente no quiere hacer. Nos dicen que deben obligarnos, pues somos
demasiado vagos, indisciplinados o estúpidos.
Ignoro
si usted se pregunta alguna vez sobre la esencia de “lo bueno”.
Su definición, su significado, sus implicaciones. A poco que nos
detengamos a pensar, nos damos cuenta de que vivimos la mayor parte
del tiempo sin salir de los parámetros que nuestro entorno y nuestra
época consagran como aceptables y que, de vez en cuando, hacemos
algo -activa y voluntariamente- que consideramos “bueno”. Y si le
damos un repaso a la historia caemos en la cuenta de que, ¡sorpresa!,
lo “bueno” no siempre ha sido lo mismo.
Nuestra
evolución está enmarcada en la lucha continua entre “el bien” y
“el mal”, está dirigida por arrebatos de voluntad y libre
albedrío y
es una sucesión de errores y aciertos, de aprendidos y desaprendidos
que nos ha traído hasta lo que somos hoy y, sin duda, nos llevará
hacia lo que seremos mañana. Es en este momento de la reflexión en
el que debemos traer a la memoria que la mayoría de los conceptos
de “bien” y “mal” ente los que se debate nuestro quehacer
diario no han permanecido idénticos en toda nuestra historia.
El
caso es que, hasta hace muy poco, el proceso de selección de lo
bueno y lo malo era mayoritariamente un proceso
experiencial:
las personas hacían cosas, estas tenían consecuencias y se juzgaban
como “buenas” o “malas”, positivas o negativas. De ahí nacía
una costumbre y de la costumbre una “norma”. Digo que esto era
mayoritariamente así porque no olvido la injerencia de
las creencias en
el diseño de lo “normativo”. Nos guste o no, nuestras
supersticiones, basadas en lo que desconocemos, y nuestros miedos,
fundamentados en nuestro afán de supervivencia, han sido
manejados con éxito por chamanes, sacerdotes, potentados, reyes e
ideólogos para introducir poco a poco estructuras de poder con
capacidad de imponer un determinado sistema normativo.
En
nuestro inevitable viaje hacia el futuro el camino es la meta. No
existe un óptimo utópico planificable que debamos alcanzar. No
disponemos de la obra perfecta, esa que debamos conservar y
transmitir de generación en generación. El mundo no es un libro que
podamos escribir hasta el final. El mundo es literatura. El mundo no
es una ópera, es música. Y lo es en la escala del tiempo. Por eso
no hemos encontrado aún entre el sinnúmero de ideas puestas a
prueba desde el comienzo de nuestra historia la solución perfecta
para la eternidad. En perpetuo desarrollo, las nuevas ideas conviven
durante un tiempo con las ideas conocidas aumentando nuestra
capacidad de elección y acción. En
continua regeneración e innovación,
siempre generando nuevas soluciones, pero también nuevos problemas a
resolver… mediante más innovación. Asumiendo riesgos, aprendiendo
de nuestros errores…. eternamente.
Muchas
personas tienden a permanecer emocionalmente atrapadas en un tiempo
determinado. Sin duda todos nos sentimos cómodos y somos herederos
de un momento determinado de la historia, pero son muchos quienes
desarrollan una creciente inquietud, un miedo indefinible, cuanto más
se alejan real o mentalmente de este tiempo íntimo. cuando lanzan
una mirada hacia un futuro mejor, apenas ven la imagen de un hoy
algo optimizado o incluso de un ayer idealizado. Es un intento
comprensible por salvar lo familiar en el futuro y evitar así la
incertidumbre que les preocupa. Pero, quien es realista, tiene
que aceptar el hecho de que el
futuro va a diferir notablemente del presente y
que, además, no se puede predecir. Es necesario dar un vistazo
sobrio sobre de las dificultades, la falta de libertad, la falta
de oportunidades, la inseguridad fundamental de la vida de todos en
el pasado para llegar a la conclusión de que estamos en el buen
camino y que podemos mirar optimistas hacia el futuro desconocido, y
el de nuestros hijos.
En
los últimos decenios asistimos, sin embargo, a un cambio de
paradigma. De un cuerpo normativo mayoritariamente experiencial
estamos pasando a un cuerpo normativo mayoritariamente preventivo,
educativo y terapéutico. Ya no basta con limitar las acciones que se
saben ”malas”, es
necesario prevenir también todas aquellas acciones que creemos
serán “malas”.
Ya no basta con definir las reglas del espacio público para
evitar conflictos, es necesario intervenir también en el espacio
privado de cada uno de nosotros, ignorantes como somos de lo que es
“el bien” o “el mal”. A la arrogancia denunciada por Hayek:
Para
que el hombre no haga más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar
el orden social, deberá aprender que aquí, como en todos los demás
campos donde prevalece la complejidad esencial organizada, no puede
adquirir todo el conocimiento que permitirá el dominio de los
acontecimientos. (La
pretensión del conocimiento)
se
suma la superstición en la que se basan todos los principios de
superioridad moral autoasignada. Circunstancia esta que nos acompaña
desde la aparición del primer chamán como asesor del jefe de la
tribu, por cierto. En una sociedad como la nuestra,
enormemente compleja
y global,
los instintos de supervivencia nos arrojan insensatos al abismo de la
búsqueda incesante de “gentes de bien que piensan como
yo” sintiéndonos en nuestra caída acompañados y protegidos
por esa masa de “gente” con la que nos identificamos. No es que
“la gente” no tenga criterio o que todos seamos unos ignorantes
(que, por cierto, sí lo somos, en casi todo), ocurre que milenios
de condicionamiento en lo social (lo que en general no es “malo”)
nos impiden distinguir entre lo que es bueno para mí -opción
perfectamente legítima- y lo que es bueno para todos.
Con
preocupante facilidad olvidamos aquí que ya Aristóteles nos
decía que una de las virtudes más importantes es la sabiduría, la
capacidad de juicio. La capacidad de juicio y la toma de decisiones
son para él las condiciones de un comportamiento virtuoso. Es, por
ejemplo, a través de la valoración de opciones morales que
desarrollamos la
virtud de la prudencia.
Por lo tanto, no podemos dejar en manos de los “arquitectos
sociales” la toma de nuestras decisiones. Prudencia y sabiduría
que en ningún caso pueden ser subcontratadas y puestas en manos de
“expertos”: son virtudes que tenemos que aprender nosotros
mismos. Perdidos en nuestra zona de confort hemos optado por la
adopción de unas creencias que no nos incomodan, que nos hacen
“sentir bien”. Y lo lógico es que TODOS participen de nuestra
“felicidad”. Convertimos así “lo que creemos bueno” en
obligatorio.
Es
el camino equivocado, en el que serán asaltados innumerables genios
desconocidos, que se verán privados de las herramientas que
necesitan para innovar y crear valor añadido. Es el camino más
corto a la decadencia más absoluta, porque en la redundancia de
creencias nunca se encuentran la verdad, el progreso y la felicidad.
Uno
de los métodos más eficaces a largo plazo para someternos a todos
en la dependencia consiste en evitar que las personas tomemos
nuestras propias decisiones. Tomar nuestras propias decisiones es
agotador. Pero hacerlo es más fácil cuanto más a menudo nos
expongamos a situaciones en las que hemos de decidir. La
capacidad de tomar nuestras propias decisiones nos convierte en un
individuo que conoce sus valores, principios y
preferencias y,
por lo tanto, tiene la capacidad de procurar incluso en el largo
plazo su propio bienestar.
Luis
I. Gómez
Fernándezhttps://disidentia.com/hacer-el-bien-por-obligacion/
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