Las naciones sin
Estado luchan, legítimamente, por su reconocimiento y, en no pocos
casos, por su independencia. Pero... ¿ser independientes de qué? o
¿de quién? La reclamación clásica consiste en crear su propio
Estado para ser independientes de aquel bajo cuyas estructuras
legales, jurídicas y militares se encuentran encajados a la fuerza,
y crear las suyas propias a partir de una delimitación diferente de
la soberanía sobre el territorio ocupado por dicha nación. Hasta
aquí, algo conocido.
No obstante, si
nos paramos a pensar qué es lo que hace mover realmente la sociedad
y la economía de un territorio, más allá de la política, veremos
que de lo que depende en última instancia es de las fuentes de
energía que lo sostienen desde un punto de vista físico, así como
de los materiales, productos de uso diario y alimentos, a lo que cabe
añadir a nivel ecosistémico la dependencia de todo un conjunto de
servicios ambientales prestados por la Naturaleza y de un cierto
equilibrio o estabilidad en los parámetros climáticos. Si todo eso
fallase, ¿de qué nos serviría disponer de nuestro propio Estado?
Pues bien, es
precisamente esta la situación que tienen ante sí todos nuestros
países y el factor de la cuestión de la soberanía/independencia
del que menos se habla (aunque haya notables
excepciones).
La otra manera
de enfrentarse a esta cuestión —tanto desde las naciones a la
búsqueda de su propio Estado, como desde los Estados actualmente
reconocidos— implicaría seguir una hoja de ruta política y social
bien diferente a la actual. En primer lugar, sería necesario
visibilizar el problema, ser conscientes de él, como conditio
sine-qua-non para poder afrontarlo. Y nuestro Problema —con
mayúscula— se llama choque
de la civilización industrial contra los límites biofísicos del
planeta;
algunas personas y colectivos lo denominamos a partir de la
consecuencia inevitable de dicho choque, el colapso de nuestra
civilización, dado que una vez que deje de aumentar la energía
disponible, resultará imposible mantener una complejidad siempre
creciente y eso dará lugar a una necesaria descomplejización y
decrecimiento acelerado de nuestros sistemas socioeconómicos: eso,
y no otra cosa, es un colapso.
En segundo
lugar, una vez existiese una consciencia social mínimamente amplia,
habría que trazar estrategias para lograr el objetivo obvio de hacer
dicho colapso lo más llevadero posible. Y es aquí donde entra en
juego la palabra resiliencia. El propio Dennis Meadows, uno de los
autores supervivientes de aquel informe
al Club de Roma titulado Los
límites del crecimiento,
que venía a inaugurar cuatro décadas de advertencias desde el mundo
científico de que íbamos a acabar donde hemos acabado si no se
hacía nada por evitarlo, advertía
en 2012 de
que era ya tarde para buscar la sostenibilidad y de que sólo cabía
intentar aumentar la resiliencia, esto es, nuestra capacidad de
adaptarnos y sobrevivir como sociedades ante el impacto del fin de la
energía fósil, del acelerado cambio climático y otras graves
crisis convergentes a nivel planetario. La imagen del sauce o del
avellano doblándose ante el huracán, perdiendo apenas follaje y
algunas ramas, pero sin partirse, es una buena representación de lo
que significa ser resilientes.
Dentro de ese
cambio de rumbo, necesariamente urgente, es muy notable la línea de
actuación que está llevando a cabo una pequeña
organización,Solidaridad
Internacional Andalucía,
que tras varios años de intensa actividad formativa y promoviendo el
debate a nivel de movimientos sociales a lo largo y ancho de
Andalucía acerca del colapso civilizatorio, ha dado un paso
importante a la hora de visibilizar el camino que seguir.
En las próximas
semanas lanzarán una
potente campaña para
dar a conocer el concepto y la necesidad de una “Andalucía
resiliente”, y en la cual señalan los retos y oportunidades para
construir nada menos que “una mayoría social consciente del
colapso y que sea capaz de movilizarse hacia la reconstrucción de la
resiliencia de nuestros territorios y poblaciones, en un marco de
justicia ecosocial y global”.
Y todo este reto
lo plantean desde la consciencia de que sólo será posible si se da
una profundización, una radicalización, de la democracia, puesto
que la alternativa por omisión, ya en marcha, es un recorte de
libertades, un desmontaje del pacto social hijo de la abundancia
energética de la última mitad del siglo XX, y un aumento del
autoritarismo que con facilidad desembocará en fascismos gestores de
la escasez (decrecimiento elitista,como
lo denomina Ángel Calle)
para mantenimiento del nivel de vida y del status de unas élites
poscapitalistas.
De esta
bifurcación histórica ya nos advertía en su parte final En
la espiral de la energía,
la imprescindible obra de Fernández Durán y González Reyes.
Superar a tiempo y simultáneamente los profundos déficits de
resiliencia y de democracia de nuestras sociedades es, sin duda, una
misión sumamente difícil, que tendrá que enfrentarse a un mensaje
opuesto (“Esta crisis pasará y volveremos a crecer... La
tecnología salvará cualquier dificultad con la energía... Los
políticos y los expertos se ocuparán de todo... No pasa nada grave,
no hay ningún colapso...”) que constantemente bombardea a la
población desde las noticias, la publicidad y todo el entramado de
la cultura capitalista moderna.
Pero el cambio
de percepción tiene que comenzar por algún lado, y es vital hacerlo
anticipadamente, cuando aún no es evidente que nos estamos
adentrando en un colapso sin vuelta atrás, para evitar que sea el
fascismo excluyente y expoliador el que se apropie del concepto. Hay
que vacunar el imaginario social contra estas derivas, y S.I.A. asume
el reto de realizar una campaña de vacunación preventiva
imprescindible para que el resultado del colapso no sea un fascismo
poscapitalista sino unassociedades
más simples y modestas,
sí, pero más libres y democráticas; y también más
independientes.
Mientras el foco
mediático se sitúa en el conflicto político en Cataluña, en
Andalucía se está comenzando a luchar por ese otro tipo de
independencia más estructural: del modelo turístico de masas y de
la agroindustria dependientes de los combustibles fósiles, del
consumismo de bienes y servicios dependientes de una abundancia
energética que tiene los días contados, de un modo de vida
dependiente de una estabilidad climática que se desvanece, de un
tipo de economía dependiente de un crecimiento continuo que se hace
imposible en un contexto de declive energético permanente, etc.
Prestémosle
atención y repliquemos estas iniciativas donde quiera que vivamos,
también en las naciones sin Estado, puesto que cuando los Estados
colapsen o se conviertan en un mero brazo armado de las élites, la
resiliencia de nuestras comunidades será lo único que nos quede.
Manuel Casal
Lodeiro - Última
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