COIMPLICARSE LA VIDA
Vivimos tiempos de estrés, de cansancio y agotamiento. Los días siguen teniendo 24 horas, la tierra gira a la misma velocidad, aunque nuestra sensación sea que todo va más rápido, se escapa de nuestro control y el tiempo cunde menos.
Como apuntan Marta Carmona y Javier Padilla: Malestamos. Ante esta sensación de descontrol parece que lo
lógico es pararse, coger aire, respirar y pensar: “no quiero complicarme la
vida”.
Si buscamos en el diccionario el término complicar encontramos dos acepciones, una apunta a mezclar o unir cosas diversas entre sí, la otra tiene que ver con el significado más utilizado: enredar, dificultar o confundir algo. Y es leyendo el propio significado, especialmente su primera acepción, cuando se torna difícil afirmar tajantemente que complicarse la vida es un error.
Pero, ¿qué significa complicarse la vida para cada persona y
en cada sociedad?
En todas las culturas desde la infancia vamos rutinizando diversos aspectos de nuestra vida. Repetimos, hasta hacerlo de forma “natural”, diferentes formas en la que satisfacemos muchas de nuestras necesidades. Nuestra forma de relacionarnos con personas conocidas y desconocidas, la forma en que nos alimentamos, vestimos, dotamos de sentido nuestro mundo.
Sería
inviable abarcar la cantidad de decisiones que tendríamos que tomar a cada
instante en el caso de no tener estos hábitos ya incorporados, corporizados.
Podemos pensar a nivel general, que tener rutinas, nos hace la vida más
sencilla, pero ¿cuántas de nuestras rutinas son nuestras realmente?
Nuestra cultura occidental, jerárquica, individualista y pretendidamente ajena a la naturaleza, hace que tengamos rutinas de forma compartida que no cuestionamos. Son esa suma de pequeñas costumbres en todos los niveles, las que conforman una cultura común.
Existen las que hemos elegido
a lo largo de nuestra vida tener, de forma más o menos consciente, pero existen
muchas otras, que se han convertido en camino transitado sin darnos cuenta y
sin pararnos a pensar en si eran lo que realmente queríamos.
En esta cultura capitalista, nuestro modelo de éxito va encaminado a la especialización y a cubrir nuestras necesidades a través de un empleo y externalizar monetariamente el resto de necesidades a quienes se han especializado en cubrirlas. Es esta forma de entender el mundo, la que nos influye a la hora de percibir qué es y qué no es complicarnos.
Juguemos a los
ejemplos: ir a comprar a un supermercado donde puedes encontrar gran variedad
de cosas es no complicarse la vida; comprar en tiendas de barrio, mercadillo,
grupos de consumo, complicársela. Confiar en especialistas para que decidan cómo
me alimento, qué ejercicio hago, cómo tengo que aprender sobre algo que me
interesa… es no complicarse, organizarte con otras personas para decidir
colectivamente y producir comida, organizar el ocio o el aprendizaje, es complicarse.
Dedicarle tiempo a limpiar tu hogar, cuidar de tu gente y más si es en
colectivo, es complicarse; contratar a otras personas para que se ocupen de los
cuidados, es no complicarse. Cocinar tu propia comida, es complicarse; comprar comida
precocinada, no complicarse.
En momentos de crisis, lo establecido como rutinario se
tambalea. Las crisis nos ofrecen la oportunidad de replantearnos lo que
teníamos normalizado y es el momento en el que las grietas pueden llenarse de
sentido o llenarse con opciones ajenas a las deseadas.
Ante la crisis ecosocial existente, han aparecido movimientos autodenominados “preparatorios” “prepas” que, como bien narra Isaac Rosa en su última novela Lugar Seguro, apuestan por una preparación individual ante los problemas que se darán en el futuro.
Huyen de la especialización e intentan formarse y
dotarse de capacidades y herramientas para satisfacer sus necesidades en
momentos de carencia. De una forma más barnizada, desde los medios de
comunicación también se nos incita a esa salida individualista ante las crisis.
Es ante esta situación donde nos parece fundamental apostar
por coimplicarnos la vida. Sentir la implicación con la
Vida en mayúscula, adquirir el compromiso de participar de ella, con toda la
diversidad existente.
Necesitamos sociedades y culturas más resilientes, con
capacidad para adaptarse a las situaciones adversas. Está más que comprobado
que la resiliencia tiene que ser comunitaria, no individualista. No se trata de
prepararnos pensando solo hacia dentro y hacia quienes consideramos nuestros:
familia, grupo, región, país, continente, especie… Dejar de caer en lo que
argumenta de forma excelente Almudena Hernando como la fantasía de la individualidad, pensando y actuando como si
el individuo se pudiera concebir al margen de la comunidad.
Defender la lucha por una resiliencia comunitaria requiere
cuestionarse algunas de nuestras estrategias y preguntarse, por ejemplo, si
nuestras rutinas y apuestas vitales son universalizables, si eso que
consideramos que nos facilita puede ser disfrutado por todas o estamos haciendo
nuestra vida más fácil a costa de complicar la de otras personas, comunidades,
territorios o generaciones futuras con nuestros privilegios.
Poner el “sospechómetro” en el consumo y el deseo de la
falsa comodidad. Una comodidad que a la larga genera dependencia, nos aboca a
dedicar más tiempo al empleo en la mayoría de los casos y también reduce
nuestra capacidad de autonomía y de elección. ¿De verdad es cómodo encender y
apagar la luz con un asistente virtual que no vas a poder arreglar jamás por ti
misma y que depende de la electricidad y la red? ¿Es más cómodo despreocuparnos
de nuestras basuras y no decidir qué pasa con ellas cuando nadie quiere
macrovertederos cerca de sus municipios? ¿Más sencillo desconocer cómo se
gestiona el agua cuando existe un riesgo real de desertificación? ¿Hasta qué
punto nuestra comodidad no es nuestra fragilidad por poner en decisiones ajenas
aspectos básicos de la vida?
No podemos negar que cambiar y nadar a contracorriente
requiere de esfuerzos en muchos sentidos, no sólo físicos, también emocionales
y relacionales. Tampoco podemos subestimar que empezamos el cambio con nuestra
mochila pesada: el sistema nos tiene cansadas, no solo hartas del propio
sistema, también fatigadas.
Por eso proponemos un viaje colectivo, mejor que complicarnos, coimplicarnos juntas, con alianzas,
enredadas, arropadas y acuerpadas, recuperando y revalorizando el tejido
asociativo diverso, no como algo más que se suma a nuestra lista de
obligaciones, sino como una apuesta vital que puede vertebrarlo todo. Generar
rutinas comunitarias que pongan en valor la simplicidad, la suficiencia, pero
no le arranquen a la vida la riqueza de la diversidad.
Ya existen experiencias en el ámbito de la educación, de la
vivienda, de la lucha feminista en el mundo rural y urbano, organizaciones
contra la precariedad y el empobrecimiento, cooperativas de trabajo, de
consumo, etcétera. Son experiencias reales, llenas de conflictos, de
imperfecciones, pero también de sentido, risas, aprendizajes, complicidad… son
escuelas de participación para comprometernos, ocuparnos de la vida y disfrutar
del camino.
Como apunta Luis González Reyes: “Proyectar esperanza en el futuro, fruto
de nuestro trabajo colectivo, es imprescindible, para evitar una profecía
autocumplida: esa que afirma que tras el capitalismo global solo está el
fascismo”.
Coimplicarse juntas la
Vida COLECTIVO CALA
https://www.elsaltodiario.com/revista-pueblos/alegato-para-coimplicarse-la-vida
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