LA CRISIS CLIMÁTICA Y ECOLÓGICA
Nos obliga a una mutación
ontológica
"No podemos resolver un problema con la misma manera de pensar que lo
generó" Albert Einstein
El planeta ya ha sufrido cinco extinciones masivas y siempre
ha vuelto a resurgir y encontrar un equilibrio. Pero, si pretendemos encontrar
una salida humana (es decir una salida en la que aseguremos la
supervivencia de los hijos y nietos de los 8000 millones de sapiens que
poblamos la Tierra) a la sexta extinción masiva en la que estamos
inmersos y a la crisis climática que está atravesando el planeta, deberemos
encontrar mucho más que soluciones técnicas que lidien con temperaturas y mares
más altos y posibles crisis alimentarias, deberemos ir a las causas que nos
trajeron hasta aquí y entender las motivaciones, ansiedades y creencias humanas
que nos condicionaron a producir este impacto catastrófico en el mundo natural.
Hoy tenemos un planeta que, ha pasado a tener los niveles de CO2 más altos en 15 millones de años, poniéndonos en camino a temperaturas de 3 a 4°C más y mares 20 metros más altos. En tan sólo unos miles de años de nuestro paso por el planeta, y representando tan sólo el 0.01% de la vida, desde los albores de la humanidad hemos erradicado el 83% de la vida salvaje,
A medida que nos extendimos por el planeta hicimos estragos en el mundo natural, exterminamos toda la megafauna terrestre, la megafauna del mar se salvó porque no teníamos los medios técnicos para ir a su caza, (ahora que los tenemos están ni siquiera eso) pero el daño que hicimos en los últimos 40-50 años no tiene precedentes: exterminamos a la mitad de la vida marina y al 68% de la vida silvestre.Es claro hacia dónde nos lleva este camino. Las voces que
hablan de un probable colapso de la civilización, -esto es, descalabros sociales,
migraciones masivas, fallos de cosechas generalizados, pandemias, hambrunas,
guerras por recursos -en una palabra ingobernabilidad del sistema- se
multiplican año a año.
Entender técnicamente lo que está sucediendo es relativamente fácil. Pero para poder encontrar una
salida, necesitamos más que eso, necesitamos una comprensión profunda del porqué,
como humanos, llegamos a esta situación. Necesitamos sentipensarlo.
Y esto no es fácil.
Porque ir al fondo de la cuestión requiere, además de un
pensamiento sistémico que interconecte lo que las disciplinas han
compartimentado, entender el proceso que nos “sacó”, paso a paso y poco a poco,
de nuestra inmersión en el mundo natural, el mundo de los instintos y de las
respuestas condicionadas.
Comprender, que desde ese momento, y a medida que fuimos
construyendo la civilización humana fuimos cambiando de forma de “encontrar
sentido”, fuimos cambiando de "proyectos heroicos" que calmaran nuestra ansiedad
existencial, fuimos cambiando la forma de entendernos en el mundo, de conocer
la verdad, de buscar control.
Miramos el mundo a través de lentes, modelos cognitivos,
sistemas de valores que se manifiestan en formas individuales y sociales de
aprehender la realidad, que desde los inicios de nuestro bipedismo nos
permitieron construir cultura y que hoy, miles de años después, esos mismos
lentes, pero cambiados de formato, siguen tiñendo nuestra forma de ver y estar
en el mundo.
Sea que los llamemos magia, mito, razón, pluralismo
relativista, sistémico u holístico, etc. estos sistemas de valores o formas de
ver la realidad, son y fueron religiosos porque nos permiten religar el mundo,
darle un orden y darnos, a cada uno de nosotros, un proyecto vital que
trascenderá nuestras vidas, un proyecto de inmortalidad que nos dará sentido.
Esos lentes reconfiguran todo lo que se nos presenta ante
nosotros: la forma de estar en el espacio, el sentido del tiempo, la forma de
experimentar nuestra identidad individual, y el proyecto de inmortalidad social
y, por lo tanto, atraviesan todos los estamentos organizativos –tanto
individuales como sociales- en un momento dado del tiempo histórico: la
familia, la religión, la economía, el arte, la organización social y política,
la forma que entendemos la verdad, el control, etc.
A su vez, si bien hay un modo o paradigma predominante que
colorea a la organización global de la civilización en un momento dado,
individualmente no hay una uniformidad y se expresan en un caleidoscopio de
sistema de valores, todos valiosos y necesarios. Claramente, si bien hay
diversidad en estas expresiones individuales, son marginales y no son las que
le dan el espíritu a la época.
Habrá entonces una forma de entenderse como individuos,
conformar familia, organizar el trabajo y la economía, hacer arte, entender la
muerte, asociarse colectivamente y administrar el espacio común, según la forma
de "ver el mundo", el paradigma que nos gobierne individualmente, ya
sea mágica, mítica, racional, sistémica, u holística.
El mito del progreso, la promesa de un futuro siempre
mejor, con la ciencia y la técnica como instrumentos y la acumulación material
como reaseguro, en la que somos individuos aislados que competimos
constantemente y la naturaleza, -desacralizada a través de su cuantificación y
medición-, es un recurso para ser controlado y dominado, ES la forma de
"estar en el mundo", de interpretar los acontecimientos que prevalece
en este momento. Es la forma que encontró la modernidad, con su focalización
en la razón humana como forma de identidad, de cohesionar los proyectos
individuales y construir sentido una vez que declaramos muerto a dios y
entronizamos al hombre.
Ya sin creernos hijos de dios (como cuando el paradigma
predominante era mítico), nos declaramos a nosotros mismos dioses, y en el
proceso de desacralización que acompañó esta nueva mutación ontológica, nos
convertimos en dominadores y explotadores de 10 millones de especies,
convertidas ahora en un recurso a ser sacrificado en la nueva religión del progreso.
El tiempo se volvió una flecha temporal y el futuro se
convirtió en nuestro dador de sentido, acumular y esperar, lo nuevo siempre
mejoraría lo viejo. El paraíso lo estábamos haciendo en la Tierra y los
problemas que se fueran presentando se solucionarían con más tecnología.
Esta modernidad que lleva las riendas del mundo desde el
renacimiento, construyó su modelo de sentido -en una primera instancia- en base
a la posibilidad de un conocimiento objetivo y a una razón universal,
dividiendo la realidad en tantos fragmentos como fuera necesario (ratio) para
poder medirla, entenderla, cuantificarla, y operar sobre ella.
Una razón que controla y pone riendas al instinto de nuestro
propio cuerpo y a la falta de control del mundo natural que representan
determinismo, sujeción y muerte.
En un mismo movimiento y de un solo golpe, con la razón
decretamos la eliminación de los condicionamientos físicos.
- Primero
el de nuestro propio cuerpo. "Pienso, luego existo" y nuestra
identidad pasó a asimilarse a nuestros pensamientos y a la actividad
mental. El cuerpo físico pasó a ser el depositario de todos los horrendos
y repugnantes signos de animalidad, un mero instrumento al servicio de la
mente al que doblegar y domesticar.
- Luego
el del mundo natural: ahora tan sólo un recurso a ser dominado, controlado
y explotado por los instrumentos de nuestra razón.
Así, de un plumazo, la modernidad pensó eliminados los
límites físicos. Y pasamos a habitar en el mundo simbólico de la mente, que
lleno de posibilidades e ilimitado doblegaría al cuerpo y a la naturaleza, el
reino de lo temporal, las limitaciones y la muerte.
Resolvimos la paradoja existencial de ser una mente-cuerpo,
eliminando al cuerpo físico y natural.
Y buceando en esta esfera mental, en esta parcialidad
simbólica que, por definición, no reconoce límites, llegamos de la mano del
relativismo posmoderno a una realidad que no es más que un juego de espejismos
donde los sujetos se reflejan a sí mismos y todo puede ser posible: el
territorio, el espacio y hasta el cuerpo pueden ser prescindibles.
Esto es lo que vino a cuestionar la pandemia y seguirá
interpelándonos a medida que la crisis climática y ecológica sigan su curso: lo
físico dice presente, el cuerpo y la naturaleza, los grandes negados, los
grandes temidos, son los propulsores de una nueva mutación ontológica.
Cuesta aceptarlo porque así como creímos que el modelo
cognitivo racional y la sociedad constituía el fin de la historia de la humanidad, también creímos que
la cristalización del ego racional era la posibilidad última de desarrollo a
nivel individual.
Nos creemos la expresión máxima de la evolución ya
cristalizada. Como si el impulso que nació hace 12.700 millones de años, que
consiguió constituirse en célula, vida vegetal, animal y se hizo consciente
hace 100 mil años fuera a detenerse en nosotros.
El ser humano, casi un fósil viviente a nivel evolutivo,
siguió evolucionando a través de la construcción de un artefacto ad-hoc, la
cultura y a través de ella fuimos mutando ya no físicamente sino
ontológicamente.
Los signos de que la razón materialista y el mito del
progreso como dador de sentido están llegando a su final son claros y a la
vista de todos. La crisis actual, es a la vez del mundo físico muy claramente
expuesto por la pandemia, con la ciencia advirtiendo sobre el colapso del mundo natural y
del sistema climático cotidianamente y, sobretodo, es una crisis de la
subjetividad, afectando el conglomerado social y el aparato psíquico
individual.
Es el fin de una época. Es que el proyecto moderno, que vino
aprovechando con éxito todas las oportunidades para reconvertirse desde los
años 60, ya no logra encender la maquinaria del deseo -paradójicamente su
caballito de batalla-, y no logra movilizarnos con la promesa de la próxima
salida al shopping o de un futuro mejor que no se termina nunca de cristalizar.
Como dice Charles Eisenstein en un ensayo:
Nuestros relatos generadores de sentido de la sociedad
están desordenados. Hace cincuenta años, una amplia corriente de la sociedad
occidental creía en la marcha del progreso. El mundo mejoraba año tras año y
generación tras generación. Pronto, el progreso tecnológico, la democracia
liberal, el capitalismo de libre mercado y las ciencias sociales eliminarían
las viejas lacras de la humanidad: la pobreza, la opresión, la enfermedad, el
crimen y el hambre. Dentro de esa historia, sabíamos quiénes éramos y cómo dar
sentido al mundo. La vida tenía sentido dentro de una narrativa lineal de
progreso que nos decía de dónde veníamos y hacia dónde íbamos.
La mitología del progreso, de la que los Estados Unidos
eran el parangón, nos decía que la vida debía mejorar con cada generación. En cambio, ha
ocurrido lo contrario. La mitología del progreso nos habló de una
era de abundancia, pero hoy tenemos una desigualdad de ingresos extrema y una
pobreza persistente o creciente en Occidente. Nos dijo que estaríamos más sanos
con cada generación que pasaba; de nuevo, ha sucedido lo contrario, ya que las
enfermedades crónicas afectan ahora a todos los grupos de edad a niveles sin
precedentes. Nos dijo que el avance de la razón y del Estado de Derecho pondría
fin a la guerra, el crimen y la tiranía, pero los niveles de odio y violencia
no han disminuido en el siglo XXI. Nos habló de una era de ocio, pero la semana
laboral y las vacaciones se han estancado desde mediados del siglo XX. Nos
prometió la felicidad, pero hoy las tasas de divorcio, depresión, suicidio y
adicción aumentan cada año que pasa."
La crisis es total, y no saldremos de ella con las mismas
estructuras mentales que la generaron.
Las mutaciones ontológicas por las que hemos atravesado como
humanidad se han producido cuando una forma determinada de entender la realidad
ya no permitía resolver los problemas que se presentaban. Un nuevo paradigma
emergía.
Esa es nuestra
situación actual.
No hay soluciones dentro de la racionalidad moderna que
impera en la elite dominante, que no tiene nada que ofrecer porque no habita
más que en el mundo simbólico de la búsqueda de un cero más en una planilla de
Excel o en proyectos de inmortalidad cada vez más rimbombantes, al estilo de
los 60 satélites en línea o autos girando en el espacio de Elon Musk. O de las pretensiones
de conquistar el espacio de Bezos o Branson, o de hacer
ingeniería con el clima terrestre de Gates. Es más de lo mismo, y es
evidente que ya ni siquiera les ayuda a solucionar sus propias inseguridades
existenciales.
Es evidente que tampoco hay más soluciones dentro de una de
las principales disciplinas del sistema, la economía que modeliza un planeta
sin límites y a un ser humano que alcanza la plenitud actuando egoístamente y
compitiendo entre sí.
Pero principalmente, la modernidad racional dominante no
podrá aportar soluciones una vez que la fe en el progreso, la que daba sentido
al proyecto individual y social, pierde brillo ante nuestros ojos.
Y este es uno de los mayores problemas que tenemos en esta
transición. Se cayó el sentido vital que aglutinaba a la humanidad y no ha
surgido uno nuevo que logre la mayoría necesaria para reemplazarlo. Harari dice
que nos quedamos sin "ficción compartida" que nos permita cooperar como humanidad.
Pero un nuevo modelo cognitivo de aprehender la realidad,
otra forma de estar en el mundo está empezando a emerger muy lentamente,
- Uno
en que mente y cuerpo, símbolo y naturaleza se integran.
- En
el que a lo ilimitado de las posibilidades mentales integramos las
constricciones del mundo físico, reconociéndonos interdependientes con un
territorio, limitados por el tiempo.
- En
el que abandonemos nuestra concepción de identidad aislada, separada del
resto de lo vivo y podamos reconocer y sentirnos que intersomos con todo
lo existente.
- En
el que el sentido vital está en la cooperación humana para recuperar y
cuidar una parte nuestra: a la Tierra, y darle una oportunidad a nuestros
hijos y nietos y a los demás vivientes, a los que hemos ocasionado tanto
sufrimiento.
Es un nacimiento tenue. Lento. No sabemos si llegará a
tiempo para evitar lo peor. Pero está ahí, se siente.
Hoy la batalla es entre una modernidad que se niega a
retirar, que lucha denodadamente con uñas y dientes para quedarse -y que se
refleja en un capitalismo descarnado, en una inequidad que se amplifica año a año, en un ser humano hackeado para consumir
y desear, en descontentos sociales cada vez más pronunciados, en Estados incapaces de responder a las demandas ciudadanas y
en una crisis climática y ecológica que se acelera- y un nueva mirada
emergente.
Una que entiende que somos una pieza dentro de un sistema
interdependiente, que nuestros cuerpos y mentes están conectados al cuerpo
planetario y al de todos sus seres vivientes. Que intersomos. Una mirada que
honra sus ancestralidades animales. Que acepta y asume el existir en un
sistema de condicionamientos: los de un cuerpo que va a morir y los de un
territorio. Una que atiende las necesidades reales del cuerpo y de la psique,
que no se pueden satisfacer en la producción sin sentido y en la
autoexplotación interminable para un futuro que nunca llega.
La que puede reconocerse y embriagarse en la naturaleza
porque expresa el misterio de lo que nada podemos decir: por qué y para qué
existimos.
La disyuntiva es si ese cambio ontológico llegará a tiempo
para frenar la velocidad con la que nos dirigimos al precipicio, o sí caeremos
para que algunos de nuestra especie puedan lograrlo.
Cambiar. Vamos a tener que cambiar,
No hay comentarios:
Publicar un comentario