NO SOMOS IDIOTAS. Necesitamos una renta básica
No somos idiotas. Es que no tenemos nada con lo que negociar. No hay discusión posible, cuando una no puede plantarse, porque para poder plantarse hay que tener un suelo sobre el que hacerlo. Un suelo material, hecho de la seguridad de que no habrá hambre, ni intemperie, ni hijas desatendidas, ni mayores abandonados, si nos plantamos.
Pobreza de tiempo, pobreza material, las existencias de
tantas transcurren entre la escasez de horas y dinero, carencias que se retroalimentan
en un mecanismo asfixiante que solo un piso seguro sobre el que negociar podría
neutralizar.
Son las diez de la mañana de un día laborable. Voy en metro. Entre una carrera y otra, aprovecho para escribir estas líneas. Nunca hay tiempo. Una mujer recorre el vagón, pide una ayuda, tres tristes monedas entrechocan en una bolsa de plástico transparente. Miro a mi alrededor y veo una mayoría de mujeres. Son las horas de quienes no están bien integrados en el capitalismo: las horas de las que cuidan, de las que van a hacer algún trámite, de quienes trabajan pocas horas, o en horarios incómodos.
Hay un hilo que une a las mujeres con el dinero y el tiempo,
y es un hilo tramposo. Un canal que conecta con dos pobrezas: la material y la
que se mide en horas. Somos más pobres porque nuestro tiempo vale menos. Y
además la pobreza de tiempo nos sustrae horas para ganar dinero. Cuando alguien
dijo que el tiempo es oro no pensó en las horas invertidas en cuidar, las
gestiones caseras, la logística familiar, los deberes por la tarde, la escucha
a algún hombre poco entrenado en el ámbito del autocuidado.
El amor, la responsabilidad, la entrega y todas esas cosas,
han sido las edulcoradas excusas bajo las que hemos regalado todo este tiempo.
Y es la sombra de este desvalor la que alcanza a los trabajos remunerados
ocupados por mujeres. Si el capitalismo se ha habituado a tomar nuestro tiempo
sin dar nada a cambio más que flores el día de la madre y cursis loas en
anuncios y poemas, por qué se iba a poner generoso a la hora de remunerar el
tiempo que le dedicamos al mercado de trabajo.
No se trata solo del salario, se trata del uso extensivo de
nuestro tiempo: ¿cuántas de mis compañeras de vagón se dirigen a estas horas a
tiendas y peluquerías que abren a lo loco, cualquier día a cualquier hora.
Cuántas serán cajeras en el supermercado, limpiadoras en casas que recorren la
ciudad, haciendo unos euros aquí, y unos euros allá, perdiendo toda su jornada
de arriba a abajo. Del uso extensivo del tiempo de trabajo mucho tienen que
decir las empleadas domésticas, especialmente las internas, que si dividen lo
que ingresan por las horas que trabajan encuentran que su tiempo cotiza
calderilla.
Observo a mis compañeras de viaje, en el metro a las diez de
la mañana, en el lado jodido del capitalismo, y fantaseo con plantear un debate
que las interpele a todas. “¿Pero qué nos pasa? ¿Somos idiotas? ¿Por qué
vivimos en esta escasez continua de tiempo o de dinero?” Es más, me emociono y
tengo ganas de gritar: “¿Por qué para tantas, la única forma de liberar tiempo
para acceder a más dinero, es redundar en la pobreza de tiempo y dinero de
otras?”.
No somos idiotas. Es que no tenemos nada con lo que
negociar. No hay discusión posible, cuando una no puede plantarse, porque para
poder plantarse hay que tener un suelo sobre el que hacerlo. Un suelo material,
hecho de la seguridad de que no habrá hambre, ni intemperie, ni hijas
desatendidas, ni mayores abandonados, si nos plantamos. Y a partir de ahí poder
decir: “Yo por esta mierda no trabajo”. Y a partir de ahí poder gritar: “no me
quedo ni una hora más limpiando”. Y a partir de ahí poder exigir: “si he de
trabajar de noche debes pagarme más”. No hay piso, no hay cifra de salida en la
subasta de nuestro tiempo, y ahora con el desempleo rampante, siempre habrá
alguien sin otra salida que vender su tiempo aún más barato.
“Pero no son solo las mujeres las precarias y las pobres”,
protestarán quizás los desempleados que viajan con nosotras en el metro.
“Tampoco tenemos ningún poder quienes recorremos la ciudad de un lado para
otro, con nuestras bicis y nuestros móviles esperando una notificación en la
maldita app”, se quejarán los jóvenes. Y tienen razón. “Un momento”, les
pediría, antes de que saliese el primer espontáneo a despotricar contra el feminismo.
Nosotras disponemos de menos tiempo porque se lo damos a los cuidados, al
trabajo reproductivo que no se valora y que por tanto no se paga. Y el tiempo
de menos que nos queda para el mercado de trabajo también se paga peor: la
pobreza de tiempo y de dinero son una pinza que arrasa en las estadísticas y en
la vida, poniendo en cuestión todos los cacareados avances de las mujeres.
Riéndose bien fuerte de la presunta igualdad. Carcajeándose por los suelos,
cuando, una crisis como esta deja bien al descubierto que la desigualdad no es
solo quién tiene menos, sino quién se estrella primero cuando vienen curvas.
“Pero espera”, le diría al hombre de cincuenta años escupido
por el trabajo que comparte metro conmigo a las 10 de la mañana, y que está por
decirme, con razón, que para existencia arrasada la suya, para tiempo regalado
a la nada, el que emplea buscando subsidios para sobrevivir y haciendo cursos
que jamás le darán un trabajo. La lucha por el tiempo es por todas las
personas, no solo las mujeres, como lo es por todas las personas la lucha
feminista. Pero, además, el mercado de trabajo se ha feminizado cada vez más:
la temporalidad, parcialidad, los bajos salarios, poner todo tu tiempo a
disposición del otro, hacerlo a cambio de retribuciones simbólicas —validación
externa, reconocimiento, casito— es algo que afecta también a tantos hombres.
Capas enteras de personas subalternizadas: mujeres,
migrantes, jóvenes, mayores, personas cuyas horas no valen una mierda, viven
una expropiación continua de tiempo como condición para sobrevivir. No son
idiotas. Lo saben, les amarga, les corroe por dentro, se preguntan cómo van a
sobrevivir, cómo van a pagar las facturas, qué sentido tiene esta carrera de
hámster. No lo tiene, no al menos en una sociedad como la nuestra que podría
garantizar la subsistencia a todas.
Echo una última mirada a mis compañeras de viaje antes de
salir, imagino cómo sería su vida, la nuestra, si pudiésemos negociar el valor
de nuestro tiempo. Si contásemos con una herramienta que nos permitiese decir:
con esto yo no trago. En realidad, es tan fácil que duele, tan posible que
agita, tan obvio que revuelve. Nadie es dueño de su tiempo cuando ha de
intercambiarlo, cada vez en lotes más grandes, en cantidades más brutales, por
la mera supervivencia. Y casi que me volvería hacia las personas del vagón con
una última arenga:
“Lo que necesitamos
es una renta básica universal que blinde la viabilidad de nuestras existencias.
Nos van a decir que es imposible, pero es mentira. No es que no pueden, es que
no quieren”.
No digo nada, salgo del vagón y sigo corriendo como una
idiota.
Por Sarah Babiker
– Catalunya
Plural
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