Aprender a disfrutar de una vida sencilla
Emrys Westacott recuerda
lo que enseñaba Epicuro: Bastan pocas cosas para ser feliz. La más importante,
y la única que está disponible para casi todos, es la amistad. Emrys Westacott leía y releía a los clásicos, buscaba
y rebuscaba por los rincones de la antigua Grecia. Indagaba por páginas y
páginas de libros las bases filosóficas de la vida sencilla cuando, de pronto,
a medio mundo le cayó encima.
La pandemia tomó la decisión por muchos: la vida frugal ya no es una
opción, es una imposición. La epidemia ha arrasado con la economía
de la experiencia (hacer mil cosas, visitar mil sitios, conocer a
tropecientos mil) y ha implantado la economía de buscarse la vida y
disfrutar de lo que hay. Es una economía que encaja en cada letra de un
artículo que Westacott escribió hace un tiempo: «Por qué la vida sencilla no solo es bella, es necesaria».
La pirotecnia que ha impulsado al capitalismo reciente (¡compra!,
¡viaja!, ¡gasta!) y los fuegos artificiales de la economía de la influencia
(¡muestra!, ¡exhibe!, ¡alardea!) acalló muchas filosofías milenarias que
aconsejaban lo contrario: déjate de artificios y disfruta de la esencia de
vivir.
El profesor de filosofía de la Alfred University de Nueva York pasó años
preguntándose «por qué menos es más, más o menos», «por qué los filósofos han
propugnado la vida sencilla durante 2.500 años, por qué los hemos ignorado a
nuestro propio riesgo» y en 2016 publicó las respuestas que halló en un libro
que tituló La sabiduría de la frugalidad.
Nos asomamos a la bandeja de entrada de Emrys Westacott para pedirle una
entrevista. Dejamos que las cosas tomen su tiempo. No es necesaria la
inmediatez de Zoom. Va a ser un diálogo escrito, pausado, que transcurre
por mail: esa forma de conversar, con sus pausas y sus comas, que
desespera a los impacientes del WhatsApp.
—La pandemia nos
ha obligado a vivir vidas más sencillas. No podemos viajar a países exóticos,
no podemos ir a conciertos espectaculares, no podemos salir a comprar como
depredadores. ¿Crees que algunas personas están descubriendo o redescubriendo
el gozo de la vida sencilla?
—¡Eso espero! —exclama Westacott, con un signo de exclamación firme como
una estaca—. Y estoy seguro de que muchos han visto que se las arreglan
perfectamente bien sin ir a comprar ropa todos los fines de semana y sin salir
a cenar a menudo a restaurantes de moda. Incluso muchas personas que tienen la
suerte de seguir recibiendo un salario, y a la vez no tienen mucho en qué
gastarlo, se han encontrado con la sorpresa de que pueden reducir sus deudas o
aumentar sus ahorros.
El profesor de filosofía ha observado que en esta cuarentena muchos
descubrieron que tienen a mano un buen puñado de actividades placenteras:
cocinar, embellecer la casa, dibujar, hacer jardinería. Antes no les prestaron
atención o quizá las despreciaron. Muchos han dedicado tiempo a actividades
creativas impensables cuando la velocidad de la vida iba como un torpedo:
«Tengo amigos que han hecho cursos de escritura y de pintura online.
Un grupo de amigos y yo hemos organizado unos Corona Concerts y,
cada día, uno de nosotros grababa una canción».
Esto es un lujo para los que no han sido atropellados por el virus o la
penuria. «Pero hay millones de personas que viven circunstancias que les
impiden disfrutar de los potenciales beneficios de este tiempo pausado», indica
Westacott. «Algunos están enfermos, algunos tienen familiares enfermos o
fallecidos. Muchos han perdido el trabajo y sienten ansiedad porque no saben
cómo pagarán sus facturas. Muchos que tenían una carrera profesional
prometedora ahora pueden verse decepcionados. Por desgracia, como ocurre
siempre, los menos favorecidos son los que más van a sufrir. Descubrir los
placeres de la vida sencilla es más fácil cuando uno tiene la suerte suficiente
de no sufrir serias ansiedades».
—¿Cuáles son los
placeres de la vida sencilla?
—Es una pregunta compleja, porque depende de lo que entiendas por
sencillez. La expresión vida sencilla tiene varios
significados. Por ejemplo, puede significar vivir de forma barata, ser
relativamente autosuficiente, vivir cerca de la naturaleza, ser feliz con
placeres simples o seguir una rutina diaria. Y cada una de estas cosas
proporciona su placer particular. Seguir una rutina, como hacen los monjes,
pone orden en el día a día y deja que la mente pueda ocuparse de asuntos más
importantes.
Westacott llama la atención en un detalle: mucho de lo que consideramos
hoy vida sencilla se basa en tecnologías complejas. «Escuchar una canción
grabada, por ejemplo, solo es posible porque tenemos instrumentos musicales
excelentes, red eléctrica, dispositivos para grabar y reproducir sonido». Pero
la evolución tecnológica que hoy nos parece tan imprescindible como el oxígeno
no invalida lo que dijeron los sabios que no tenían móviles, ni Play, ni una
Roomba rodando por su casa para recoger pelusas.
El profesor de filosofía dice que los estoicos y los epicúreos dieron
respuestas que aún son relevantes, y ahora, más que hace tres meses. Cuenta que
Séneca tuvo que vivir en Córcega, exiliado, desterrado, y allí halló consuelo a
su dolor y desarraigo con algo muy simple: la naturaleza. Este estoico romano
observaba las plantas, la luz del día y la noche, la vida animal. «Para las
mentes curiosas, la naturaleza es inagotablemente interesante y hermosa»,
indica Westacott.
Epicuro también recomendó dejarse de pamplinas. El filósofo que predicaba
el hedonismo racional decía que, «de todas las cosas que la gente pensaba que
necesitaba para ser feliz, solo unas pocas eran esenciales. Y de ellas, la más
importante y la única que está disponible para casi todos, es la amistad»,
explica el estadounidense.
—¿Por qué han
defendido tantos pensadores la vida frugal como una virtud durante más de dos
milenios?
—Hay dos líneas argumentales desde los tiempos de Sócrates. Una es moral
y otra es prudencial. La moral asocia la vida frugal con virtudes como la
dureza, la fortaleza, la templanza, la sabiduría y la carencia de pretensiones.
Al lujo y la extravagancia le asocia la decadencia, el derroche, la avaricia,
la gula y una obsesión insana por la riqueza material y los placeres sensuales.
Desde la perspectiva de sabios como Sócrates, Jesús, el filósofo romano
Boethius o el pensador Henry
David Thoreau, estos valores son falsos. Ellos dijeron que las personas con
una moralidad más elevada se centran más en su estado espiritual que en sus
posesiones materiales. Por eso los monjes hacen votos de pobreza. Este es uno
de los motivos por los que en Estados Unidos muchas universidades se
construyeron en localidades rurales remotas. Creían que, así, los estudiantes
no serían corrompidos por los valores decadentes de las metrópolis.
Luego están los que optan por una vida sencilla por prudencia. Los que
viven así porque piensan que este tipo de vida hace más feliz. «La idea central
de esta corriente es que los humanos necesitan muy poco para ser felices»,
explica Westacott. Epicuro lo reducía a tres cosas: una copa de vino, un plato
de queso y un par de buenos amigos. «Si estás acostumbrado a vivir de forma
ahorradora, llevarás mejor los tiempos difíciles. Estarás más feliz con lo que
tengas, sea lo que sea, y tendrás menos emociones negativas como ansiedad,
decepción o envidia. Si no necesitas mucho, no tendrás que trabajar duro y
disfrutarás de más tiempo para ti. Al vivir sin lujos, los disfrutarás más
cuando puedas acceder a ellos. La vida sin lujos te hace apreciar lo humilde,
los placeres del día a día».
—Es justo lo
contrario del discurso dominante que había hasta que llegó la pandemia. Nos
bombardeaban con la idea de que una vida interesante se basa en hacer mucho,
moverse mucho, probar mucho, cambiar mucho, de todo y a todas horas.
—Aquí hay dos asuntos. Uno, el consumismo. La cultura masiva en las
sociedades industrializadas nos alienta a comprar y gastar. Una vez que tenemos
lo básico, nos animan a gastar en lujos: ir a lugares exóticos en cualquier
parte del planeta y hacer actividades excitantes (especialmente, las que
cuestan dinero). Y dos, la cultura moderna, que valora la diversidad, lo
cosmopolita y la perspectiva global. Nos sentimos orgullosos de viajar a muchos
lugares, conocer a gente distinta, hablar varios idiomas, apreciar culturas
diferentes, probar varias gastronomías. Desde esta perspectiva moderna, los que
se quedan en casa y solo se relacionan con gente como ellos son vistos como
personas uniformadas, inexpertas y parroquiales.
Aquí hay dos asuntos difíciles de encajar: viajar por todo el mundo y
llevar una vida frugal. Pero es posible. «Haciendo autostop, couchsurf,
haciendo estancias en granjas orgánicas (WWOOF)…», indica el profesor de filosofía. «Muchas personas
lo resuelven viviendo con frugalidad para ahorrar el dinero que les permitirá
viajar».
—Durante la
cuarentena hemos presenciado algo que jamás tuvimos antes: cielos azules en las
ciudades, el canto de los pájaros en las calles principales, parques que se han
convertido en bosques. Hemos visto que es posible vivir en ciudades más
humanas, con más naturaleza. Lo hemos jaleado con alegría. ¿Crees que la mayor
parte de la gente quiere ciudades así o volveremos al tener más, correr más,
contaminar más…?
—La respuesta obvia es ¡sí! Algunas personas quieren un mundo más limpio
y están dispuestas a poseer menos para conseguirlo. Otras están más interesadas
en acumular riqueza y aceptan el precio de dañar el planeta. Y es muy probable
que a la gran mayoría le guste disfrutar de más riqueza personal y de cielos
limpios. Es posible tener deseos contradictorios. ¡Así es la condición humana!
Esta pregunta lleva a Westacott a otra: «¿Este cambio radical provocado por
la pandemia nos llevará a repensar el tipo de sociedad a la que queremos
pertenecer y el tipo de mundo que queremos habitar? Espero que la respuesta sea
sí».
El estadounidense dice que el placer de ver cielos limpios nos ha
recordado que no tenemos que aceptar la contaminación como algo inevitable o
algo normal. Hemos descubierto que muchos de los trabajadores peor
pagados (las cajeras, los corredores de mensajería…) proporcionan los servicios
imprescindibles para vivir y esto debería replantear los salarios.
Dice que después de ver el papel tan importante del Gobierno y de los
servicios públicos para afrontar una pandemia, deberíamos pensar en una
planificación pública inteligente para el futuro y «ser más críticos con el
dogma neoliberal que asegura que las fuerzas del mercado, en libertad total y a
su antojo, siempre llevan al mejor resultado».
A Westacott le llama la atención oír la frase «A ver cuándo volvemos por
fin a la normalidad». Piensa que es una mirada corta, muy corta, y pelada de
cualquier tipo de pensamiento crítico. «Espero que, a largo plazo, la pandemia
nos haga ver la antigua normalidad, que en muchos países incluía la desigualdad
extrema y la pobreza generalizada, como algo inaceptable», dice. «En su lugar,
deberíamos tratar de crear una nueva normalidad con una seguridad social más
fuerte y mejores servicios públicos, pagados por impuestos progresivos, que
permitan a la gente optar por estilos de vida más sencillos y tranquilos, si
así lo desean».
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