En los momentos más afortunados de la historia, cuando nos hemos sentido
pletóricos y en disposición de avanzar, y de hecho hemos avanzado, nuestra
determinación iba acompañada de un sentimiento de reverencia hacia el pasado.
Esta conciencia del ayer, de la importancia del origen era nuestro punto de
apoyo, aquello que daba sentido al presente y lo proyectaba hacia el futuro.
Mirábamos hacia delante con confianza porque el presente no era, como parece
ser hoy, un lugar que flota en ninguna parte, sin más estímulo que vivir el
momento, sino un árbol sólidamente arraigado, con raíces profundas, del que
brotaban ramas vigorosas que desafiaban al cielo.
Sin embargo, desde hace tiempo el pasado viene siendo objeto de una
admonición colectiva que primero lo ha desvirtuado y después lo ha vaciado de
todos sus logros, condenándolo a la negación y finalmente al olvido. Hoy nos
queda si acaso una idea circular del progreso, lo que llaman progresismo:
la búsqueda de un mundo feliz y seguro en un presente continuo que nos
convierte en náufragos del tiempo.
Lamentablemente, el presente por sí solo es un alimento escaso, incapaz de
satisfacer el hambre de significado inherente al ser humano. Da igual la época.
El sentido de la vida, la razón de la existencia nos resulta hoy tan
inquietante e incomprensible como hace veinticinco siglos.
Por eso nuestros antepasados recreaban los grandes acontecimientos, y reverenciaban lo que se les había enseñado en casa, en la escuela y en el templo. Sabían, tal como hoy sabemos nosotros, que la vida de cada uno es extremadamente breve e intrascendente, y por eso decidieron incardinarla en la idea de progreso, para dotarla de sentido. Esto, sin embargo, no implicaba renunciar a la identidad individual, consistía en compartir un marco común de entendimiento donde el pasado era una referencia indispensable. El punto que unido al punto del presente dibujaba una línea que apuntaba hacia el futuro.
Por eso nuestros antepasados recreaban los grandes acontecimientos, y reverenciaban lo que se les había enseñado en casa, en la escuela y en el templo. Sabían, tal como hoy sabemos nosotros, que la vida de cada uno es extremadamente breve e intrascendente, y por eso decidieron incardinarla en la idea de progreso, para dotarla de sentido. Esto, sin embargo, no implicaba renunciar a la identidad individual, consistía en compartir un marco común de entendimiento donde el pasado era una referencia indispensable. El punto que unido al punto del presente dibujaba una línea que apuntaba hacia el futuro.
Cuando renegamos del pasado para liberarnos de ataduras y vivir sólo el
momento, buscando la satisfacción inmediata y la autoafirmación, nos
transformamos en depredadores hambrientos que merodean alrededor del presente,
como si éste fuera una presa famélica; lobos
condenados a devorar la misma oveja descarnada un día tras otro, eternamente,
sin poder saciarse nunca. Pero, aunque como depredadores merodeemos juntos,
no somos siquiera una manada porque nada
nos une salvo el hambre. Estamos aislados unos de otros. Y la distancia que
separa el aislamiento de la autodestrucción es muy estrecha.
“COMERSE EL MUNDO” O ABANDONARLO PREMATURAMENTE
En estos tiempos del Coronavirus, los expertos advierten que la depresión,
la ansiedad y el estrés serán las próximas pandemias, pero lo cierto es que la
depresión ya era una pandemia antes de la Covid-19. En enero de 2020 se
estimaba que afectaba a más de 300 millones de personas en el mundo y que una
de sus consecuencias, el suicidio, era responsable de al menos 800.000 muertes
cada año. En los individuos de 15 a 29 años, es decir, los jóvenes, el suicidio
era ni más ni menos que la segunda causa de muerte.
Así pues, algo estaba pasando con nuestro mundo y especialmente con la
juventud para que muchos de nuestros
jóvenes, en vez de comerse el mundo, decidieran abandonarlo de
forma trágica y prematura. Y que otros muchos, especialmente en los países
anglosajones, desarrollaran una sensibilidad extrema no ya a la natural
adversidad de la existencia, sino a cualquier idea, afirmación u opinión que
pudiera resultarles mínimamente turbadora; incluso parecían haber decidido que
el mero hecho de debatir era una agresión intolerable.
Hace poco menos de una década que saltaron las alarmas respecto de esta
hipersensibilidad juvenil. Desde entonces hasta hoy, numerosos autores han
tratado de desentrañar sus causas y proponer soluciones, al parecer sin mucho
éxito, puesto que, lejos de remitir, el problema continúa agravándose. En uno
de los ensayos más recientes que abordan esta problemática, “La transformación de la mente moderna”,
Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, recurren a la idea de que la “cultura de la
dignidad”, que había reemplazado a la “cultura del honor”, ha sido reemplazada
a su vez por la “cultura del victimismo”, en la que cualquier palabra,
afirmación o discrepancia, por insignificante que sea, es susceptible de ser
considerada una agresión. Este fenómeno se sustenta en la idea de que existen
microagaresiones, breves y cotidianas humillaciones verbales, intencionadas o
no, que transmiten desaires hostiles, peyorativos y negativos hacia las
personas que pertenecen a determinados colectivos.
A la idea de la cultura del victimismo, original de los sociólogos Bradley
Campbell y Jason Manning, Haidt y Lukianoff contraponen como posible solución
la terapia cognitivo conductual (TCC). Puesto que los sentimientos tienden a
confundirnos, sólo podremos alcanzar el equilibrio mental si aprendemos a
cuestionarlos y a liberarnos de las distorsiones de la realidad. Así, como
explican Haidt y Lukianoff, la TCC nos ayuda a darnos cuenta de cuándo estamos
desarrollando «distorsiones cognitivas» como, por ejemplo, el catastrofismo, y
lo que ellos llaman «filtrado negativo», que consiste en atender sólo a las
críticas negativas, en vez de valorar también las positivas.
LAS TERAPIAS NO BASTAN
Es de agradecer el esfuerzo de estos autores y otros muchos para
proporcionar herramientas con las que los jóvenes puedan afrontar y superar su
alarmante fragilidad, y convertirse así en personas resistentes y maduras. Sin
embargo, su libro no deja de ser en buena medida un manual de autoayuda que,
como tal, contempla la realidad desde una perspectiva muy estrecha. El problema
es que los expertos tienden a circunscribir los problemas, por complejos y
profundos que sean, al ámbito de su especialidad. Por eso hasta no hace mucho
existía una jerarquía entre intelectuales y expertos. Hoy, sin embargo, el
empirismo, a pesar de sus enormes limitaciones, ha colocado a los expertos en
una posición predominante. Y el intelectual público, o el filósofo, que está
prácticamente en fase de extinción, ha pasado a ser un tipo que desarrolla
hipótesis extrañas que no pueden ser demostradas.
Sea como fuere, cuestionar argumentos menores como el de las
“microagresiones”, incluso vaciarlo racionalmente de fundamento, no es
suficiente. Como tampoco es suficiente, por muy útil que resulte, la TCC para
sobrevivir en un mundo que ha validado ideas y actitudes equivocadas y
extremadamente corrosivas. Creencias, en suma, que son contrarias a la propia
naturaleza humana, y que, según parece, ni Jonathan Haidt ni Greg Lukianoff
cuestionan, más bien al contrario: las asumen como un paisaje inevitable,
incluso llegan a confundirlas con las buenas intenciones.
Hace algunos años, un conocido que atravesaba una situación bastante mala,
en lo personal y lo profesional, acudió a un psiquiatra porque se sentía
bastante deprimido. Cuando terminó de explicar en la consulta cuales eran sus
circunstancias, miró al psiquiatra angustiado y le preguntó: “¿Estoy loco?”. El
psiquiatra esbozó una sonrisa piadosa y respondió: “No. Tienes motivos más que
suficientes para sentirte bastante deprimido”. Sirva esta anécdota para
separar el problema de la hipersensibilidad de muchos jóvenes de otro problema
más profundo frente al que no valen las terapias: el desquiciamiento que parece
haberse apoderado de nuestro entorno.
Esperar que los jóvenes sobrevivan en un mundo donde las “grandes” ideas
que prevalecen desafían a la lógica, y donde no ya en su opinión, sino en la de
sus maestros, han de renegar de sus orígenes, de su historia, de su pasado, de
las costumbres de sus padres y abuelos, para flotar a la deriva en un presente
de diseño, al albur de un puñado de ideólogos, es como esperar que superen una
prueba de supervivencia de un cuerpo de operaciones especiales para el que sólo
son aptos unos pocos elegidos.
Hasta hace no mucho, cuando un joven
estaba confuso y no sabía cómo afrontar una situación, buscaba el consejo de
sus mayores. Hoy, por el contrario, recurren demasiado a menudo a los
psicólogos. Los abuelos ya no sirven. De hecho, se han vuelto un engorro cuando
de lo que se trata es de apurar el presente. Por eso los abandonamos en las
residencias, donde languidecen y mueren en silencio. Una realidad que ha puesto
de manifiesto la pandemia para vergüenza de todos.
La sociedad que desatiende a sus ancianos, que los ignora deliberadamente,
difícilmente podrá desarrollar un amor auténtico por sus hijos y, en
consecuencia, no velará por ellos como es debido. Si acaso, les proporcionará
comodidades, entretenimiento y caprichos; es decir, hará de ellos unos
consentidos… a cambio, claro está, de que no molesten. Del mismo modo, y por
elevación, la sociedad que reniega de su
pasado no podrá proyectarse hacia el futuro.
La terapia cognitivo conductual puede servir para tratar a aquellos sujetos
que muestren una distorsión propia y singular de la realidad. Pero cuando esta
distorsión es colectiva, tal vez el problema no sea tanto psicológico como de
educación y conocimiento. De ser así, bastaría con enseñar en donde corresponde,
y como siempre se ha hecho hasta ayer mismo, en qué consiste y por qué es tan importante la tolerancia crítica, la
libertad de expresión, la presunción de inocencia, la pluralidad y el debate. Y
también que gracias al pasado existen todas esas cosas. Quizá, en definitiva, los jóvenes —y también los adultos—
necesitan algo en lo que creer, algo que no sea un cuento para niños, cuyo
final feliz, por imposible, desemboca en la depresión, la negación y la ira.
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