HACIA LA SOCIEDAD DIGITAL POST-COVID19
Los capitalistas new age han aprovechado la crisis sanitaria más importante
del último siglo para mercantilizar cada vez más áreas de la vida mediante sus
adictivas tecnologías. Sólo una estrategia socialista que coloque las
infraestructuras digitales en el centro de la batalla política podrá impedirlo.
Despertemos del shock de 2008, pues ni antes y mucho menos después las
tasas de rentabilidad de la industria manufacturera han alcanzado los niveles
de finales de los setenta. Objetivamente, desde finales de aquella década el
sistema capitalista se encuentra inmerso en una “larga crisis” de
productividad. Puede que el sector financiero primero y la industria de la alta
tecnología después hayan sido vendidas como soluciones a los problemas de la
economía global por los profetas neoliberales que inundan los foros de Davos,
pero esta cicuta no ha hecho más que abrir las puertas de los parlamentos a las
fuerzas neo-fascistas.
ACELERACIONISMO A LA INVERSA
En este contexto de
crisis financiera y económica (afecta a la producción y al consumo) debemos
comprender la tercera pata, la crisis sanitaria más grave del último siglo, una
epidemia llamada “SARS-CoV-2” que ha provocado una suerte de ‘aceleracionismo a
la inversa’ hacia el futuro diseñado por la clase dominante. Si bien esta
epidemia ha contagiado a un 0.016 por ciento de la población mundial, un tercio
de toda ella se encuentra confinada. Ello no significa que la producción,
aquello que según Marx ha regido la historia desde hace siglos, se haya
detenido. Ni mucho menos que la clase no poseedora haya adquirido conciencia
revolucionaria, activando el freno de emergencia del que hablaba Benjamin. Es
sólo que una crisis como esta, relacionada con la biopolítica (con el propio
estado de la salud, moribunda para más de 110.000 cuerpos en todo el mundo), ha
provocado que la epistemología neoliberal se introduzca en lo más profundo de
la psique humana mediante las plataformas digitales.
En una coyuntura como esta, cuando el estado de excepción amenaza con
convertirse en regla, sólo existen dos salidas políticas posibles. De un lado,
que nazca un futuro completamente nuevo. Esto es, que la pregunta a cómo
instituir la distribución de los recursos -así como su producción y consumo- no
la responda el sistema de precios, sino una organización del conocimiento donde
no existe el mercado como elemento organizador y los avances de las tecnologías
digitales son empleadas para crear infraestructuras que permitan la
planificación socialista de la economía.
La otra posibilidad es que el neoliberalismo muera de éxito y se libere
toda la violencia del capital, una fuerza que puede ser administrada por un
estado autoritario a la Occidental. Evgeny
Morozov indicaba: “A menos que encontremos una alternativa, nos
veremos atrapados en un triste proyecto neofascista que combina el estado de
vigilancia de la derecha con un sistema de salud privatizado y americanizado
dirigido por Silicon Valley".
Desde instituciones que promueven el statu quo, como el Instituto
Elcano, hasta intelectuales anticapitalistas de la talla de César
Rendueles se ha alertado de una amenaza similar. “La resaca que dejará
la ampliación del poder policial en nuestras instituciones combinada con la
normalización del acoso social puede producir una tormenta perfecta de
autoritarismo,” escribía este último. Si bien los estudios corroboran
que en España la epidemia ha legitimado las posiciones autoritarias y la gobernanza
tecnocrática, lo cierto es que esta afirmación tiene poco de intempestiva y su
mero reconocimiento no contribuirá a mejorar la posición de la izquierda. Por
ejemplo, hace pocos años las calles europeas se llenaron de metralletas,
militarizando así las ciudades tras los atentados terroristas. Ello abrió las
puertas a que la ultraderecha hiciera hegemónica su agenda anti-migratoria,
como ocurrió en Holanda, uno de los países menos solidarios durante esta
crisis.
Por eso, la cuestión a la que debe enfrentarse todo movimiento que tenga
como objetivo último la solidaridad y alterar el rumbo del capitalismo no es
tanto la manera en que los Estados recortan libertades civiles, estilo Viktor
Orbán, sino cómo incrementan la vigilancia sobre los ciudadanos mediante
tecnologías digitales para asegurar la supervivencia del sistema capitalista, a
saber, cómo movilizan el soft-power de las firmas americanas (su rentabilidad
marca los límites de dicho poder político, el cual ahora es privado) a fin de
que, en palabras de Benjamin, los ciudadanos no expresen su derecho a alterar
las relaciones de propiedad.
Para que la cancelación de la imaginación política (“solucionismo”, diría
Morozov) se culmine con éxito se requieren varias condiciones objetivas: la
primera, como la Escuela de Frankfurt defendería, debe mantenerse intacta la
oferta de servicios de consumo digitales de la nueva industria cultural, a
saber, la mafia Netflix-Disney; la segunda, que la fuerza de trabajo no entre
en conflicto con el capital y, sobre todo, que la primera vea debilitada su
posición en la lucha de clases. Grosso modo, cuando se tienen datos sobre el
comportamiento de los trabajadores (cuánto ganan) y consumidores (cuánto
gastan), los algoritmos de aprendizaje profundo que potencian las soluciones de
inteligencia artificial pueden triangular datos, comercializarlos con todo tipo
de empresas y encerrar a las personas dentro de las lógicas de la economía
global. Endeudamiento, bienestar privatizado, salarios basura y pasividad
social como secuela de la “vida administrada” de Adorno y Horkheimer.
CONSUMERISMO DIGITAL COMO CULMINACIÓN DE LA MODERNIDAD
Hasta el momento, la mayoría de políticas establecidas por los países se
han centrado en soluciones individuales, como lavarse las manos y recluirse en
casa, reduciendo el concepto de comunidad a la mera ira de los balcones o a
expresar solidaridad en las redes sociales. Este modelo de “panóptico
carcelario”, el cual suspende las relaciones humanas para no perder el
control en la actual transición sistémica, tiene lugar en una sociedad
altamente conectada a internet que orienta a las personas hacia el consumo más
bruto de servicios digitales. El ciudadano ilustrado no se emancipa a través de
tecnologías libres, sino que se construye como consumidor mediante las
plataformas de empresas privadas. De este modo, y el confinamiento marca un
precedente, se normativiza la cruda existencia de los sujetos bajo el
neoliberalismo, que es solitaria, egoísta y abocada a la resolución individual
de sus problemas acudiendo al mercado.
Algunos datos resultan reveladores. Si la industria de la televisión
experimentó un aumento del 20 por ciento en la primera semana de confinamiento
en comparación con el mes anterior, el porcentaje de personas que disfrutaron
de series en HBO lo hizo en un 65 por ciento. Mientras tanto, la visualización
de películas se incrementó un 70 por ciento. Las cifras, recogidas por la
publicación The Verge, pueden variar entre Youtube, Amazon Prime o Disney (quien
ha duplicado sus suscripciones desde febrero), pero la dinámica es la
misma: las aerolíneas experimentan intensas bajadas en la bolsa, las
plataformas en streaming cotizan al alza.
El caso más paradigmático para evidenciar la dependencia sobre estas
infraestructuras es que Netflix, con un depurado algoritmo de recomendación que
le granjea su ventaja competitiva, redujera significativamente su ancho de
banda y la calidad del streaming en Europa (y en India) durante el mes de mayo
para evitar que la infraestructura de Internet del continente falle. Facebook
hizo lo mismo en América Latina.
La manera en que la ideología neoliberal contempla la modernidad entiende
al ciudadano en tanto que consumidor; la acción colectiva y la vida pública,
por ende, quedan restringida a hacer click en la recomendación de un algoritmo
que conoce mejor que el usuario las preferencias de mercado. Como argumenta Andrea
Fumagalli, la triple crisis desencadenada por la epidemia del coronavirus
tiene consecuencias sociales y políticas: la “virtualización de la vida humana”
y el control social. Si bien el poder coercitivo de la policía es necesario
para cumplir con la “distancia social” o colocar a los cuerpos y mentes en
alerta constante, el autoaislamiento sólo tiene éxito si las personas no pueden
ver más allá del próximo capítulo o película. Y cuando su nivel de confianza
epistémica en un mundo en crisis así como sus esperanzas y aspiraciones hacia
algo mejor desaparecen, el capital puede continuar su camino hacia ninguna
parte.
¡AHORA TODOS SOMOS REPARTIDORES DE GLOVO!
Inevitablemente, una epidemia como esta ha revelado de manera aún más clara
las contradicciones en la sociedad, y especialmente las de clase: mientras que
los ejecutivos de Silicon Valley cancelaron sus viajes al Mobile World Congress
por el peligro a ser contagiados (¡entonces, el
Gobierno español negaba que fuera por cuestiones de salud!) y trabajan a
remoto desde sus mansiones, los trabajadores de la mal llamada economía
colaborativa recorren las calles de las ciudades satisfaciendo los caprichos de
la clases medias, cada vez más empobrecidas, mientras se exponen al virus.
“Incluso de una manera superior a la habitual, los trabajadores están
condenados tanto si trabajan como si no lo hacen”, sentenciaba Kim
Moody refiriéndose al aumento de la pobreza. Entre las estimaciones
mencionadas por el periodista destacaba que para julio se perderán 20 millones
de empleos sólo en Estados Unidos. A principios de abril, 10 millones de
trabajadores habían pedido el seguro de desempleo, siendo esta tasa del 13 por
ciento, superior a la de la Gran Depresión de 1930. Claro que entonces no
existían sistemas digitales tan avanzados como para llevar el método taylorista
a su último estadio.
Aquellos que conserven su posición en el mercado laboral experimentarán la
violencia que siempre ha tenido la tecnología en manos de los capitalistas. De
un lado, la vigilancia y el control sobre la fuerza de trabajo se incrementará.
De otro, los costes requeridos para la actividad productiva deberán reducirse
para asegurar la rentabilidad de las firmas. La traducción será un fuerte
aumento de la precarización, fundiéndose
así el ejército industrial de reserva con el trabajador activo, el aumento
en la rapidez de la automatización de los procesos industriales y la
descualificación de la fuerza de trabajo. De nuevo: estas tendencias no son
nuevas, pues Marx las describió en El Capital, sino que se acelerarán debido a
la epidemia otorgando a los propietarios del valor agregado una excusa para
legitimar dichas prácticas de apropiación y desposesión. Sin duda, este es un
mal momento para defender las teorías aceleracionistas de autores como Paul Mason o Nick Srnicek.
En relación al control de la fuerza de trabajo podemos hablar a modo
ilustrativo de Zoom, quien ha sido
denunciada por ceder sus datos a Facebook a través de la aplicación de
IOS. De modo similar a Dropbox, la compañía ha implementado una herramienta
para trackear la atención de los usuarios y avisar a los jefes (quienes
habitualmente hospedan las reuniones) cuando una persona se ausenta de la
reunión más de treinta segundos. Retomando a Foucault, un artículo reciente
acuñaba el ingenioso término “zoomismo” para definir el “modo de
producción a través del autoencierro, el cual además incrementa la plusvalía
porque se transfiere a los trabajadores los gastos de operación de las oficinas
corporativas. ”Más allá del ejemplo, no cabe duda de que la epidemia
desbloqueara “la
revolución en el puesto de trabajo”: las firmas modernas incrementarán la
vigilancia y extracción de datos sobre el comportamiento de los empleados,
convirtiéndose el teletrabajo en la versión clase media de los repartidores. Lo
pregonaba Pilar López, presidenta de Microsoft España: “Estamos siendo
testigos de cómo la flexibilidad, escalabilidad y seguridad de la nube está
haciendo posible que millones de personas puedan trabajar desde sus casas de
forma colaborativa…”
En otras palabras: asistimos a la monopolización acelerada del medio de
producción. Así, una muestra de que las empresas necesitan a las compañías
tecnológicas para gestionar el flujo de trabajo en las oficinas digitales es
que la herramienta Teams (en propiedad de Microsoft) experimentó un aumento de
uso del 775 por ciento en Italia cuando comenzó la epidemia. A finales de marzo
la plataforma acogía casi 3.000 millones de conferencias diarias, habiéndose
triplicado esta cifra en dos semanas. Junto con Amazon y Google, estas tres
plataformas de computación en la nube, quienes nadan en efectivo (¡cada
uno tiene más de 100.000 millones de dólares de liquidez!), consolidan su
poder ofreciendo descuentos por el alquiler del software necesario para
levantar la red de una empresa. Microsoft incluso
ha adquirido la compañía de cloud computing Affirmed Networks para ampliar su
oferta de 5G y hacer a “la industria inteligente” dependiente de sus servicios.
De este modo, “a medida
que el gran capital [tecnológico] reorganiza los procesos bajo su dominio,”
las lógicas del trabajo de plataforma se expandirán hacia el resto de la
sociedad. Hemos de entender que la marea de Expedientes de Regulación Temporal
de Empleo, el aumento de la explotación bajo el subterfugio de la amenaza a ser
despedido o el recorte de los salarios (la empresa Glovo ha reducido la tarifa
base de sus riders a la mitad, de 2,5€ a 1,25€ la hora) sólo supone la punta
del iceberg. Junto a la centralización del poder en las manos de las empresas tecnológicas,
el abrupto funcionamiento de la economía global requiere reducir costes
mediante la precarización aún mayor de la fuerza de trabajo. Ese es el paso
previo a la automatización, la cual sólo es posible mediante las plataformas en
la nube de las empresas tecnológicas.
En el afán por automatizar para hacer frente a la pandemia, The
New York Times informaba de que la compañía AMP Robotic, cuyo CEO
pregona que “las máquinas no contraen el virus,” ha experimentado un aumento en
los pedidos de robots que emplean inteligencia artificial para reciclar
materiales. Aunque nadie como Jeff Bezos para demostrar que las personas
reducen los beneficios. La tendencia que se encontraba presente en las tiendas
automatizadas y repletas de sensores de Amazon Go seguirá su curso a medida que
desarrolle drones u otros vehículos autónomos aéreos, con los que también
experimenta Uber. “Entonces, la amazonización del planeta estará completa,”
podía leerse en un blog
de Medimum.
De momento, aunque haya contratado a 100.000 trabajadores para hacer frente
al enorme aumento de la demanda, Amazon ha cerrado su centro de llamadas en
Filipinas y priorizado su servicio Connect, que emplea inteligencia artificial
y el asistente digital Alexa. Recurrir a los chatbots es una práctica común en
buena parte de empresas, especialmente en Facebook. Aunque incluso PayPal los
ha usado para responder a la cifra récord del 65 por ciento de las consultas a
clientes. Sarah
T. Roberts expresaba el carácter premonitorio que tiene la
desaparición de los empleos en la sombra de las redes sociales (principalmente,
mujeres en el Sur Global): “en el caso de los moderadores humanos es
probable que su ausencia les dé a muchos usuarios un vistazo, posiblemente por
primera vez, de la humanidad digital que se dedica a la creación de un lugar en
línea utilizable y relativamente hospitalario para ellos.”
En suma, después de esta pandemia se contratará a muchas menos personas de
las que se han despedido; la precarización se grabará en el imaginario de toda
la sociedad, no sólo en el de la generación estúpidamente llamada millennial, y
buena parte de los trabajos humanos comenzarán a realizarse gracias a
maquinaria avanzada. Este proceso será orquestado y por la vanguardia del
conocimiento alojada en una pequeña isla californiana llamada Silicon Valley.
SILICON VALLEY, DEMASIADO GRANDE PARA CAER
La crisis de 2008 colocó al sector tecnológico en el epicentro de una
economía tan financiarizada como carente de legitimidad. Las empresas
californianas de rostro amable -y aplicaciones adictivas- debían encargarse de
limpiar la imagen de esos banqueros corruptos que habían jugado con los ahorros
de los ciudadanos al tiempo que extendían la causa de sus males, los mercados,
hacia más ámbitos de su vida. El coronavirus revela que el resultado de este
doble movimiento ha sido espectacular: Apple
y Goldman Sachs permitieron a los usuarios aplazar los pagos de abril sin
generar intereses, naturalizando el endeudamiento (que no ingreso) de las
familias; BlackRock
y Microsoft han formado una asociación para que los inversores de
medio mundo gestionen sus activos en la plataforma en la nube del segundo.
Pese a que las tecnológicas perdieran la friolera de 400.000
millones de capitalización bursátil en solo un día del mes de mayo, la
epidemia no ha hecho más que colocarlas en una posición similar a la que tenían
algunas instituciones financieras antes del shock: son demasiado grandes para
caer. No es sólo que las finanzas dependen de las aplicaciones de las empresas
digitales, sino que los Estados deben confiar en sus predicciones futuras,
monitorización en tiempo real de los infectados y soluciones sanitarias para
hacer frente a la coyuntura.
DEL ESTADO DEL BIENESTAR AL ESTADO DE VIGILANCIA SANITARIO
La expresión más clara de la culminación del proceso de privatización de la
gestión sanitaria es que Apple y Google han adelantado a los Gobiernos
anunciando un sistema conjunto para rastrear la propagación del coronavirus, el
cual permite a los usuarios compartir datos a través de transmisiones Bluetooth
Low Energy (BLE) y otras aplicaciones. A modo de nota: algunas estimaciones señalan
que la atención médica está perfilando un mercado de registros electrónicos de
salud que tendrá un valor de 38.000 millones en 2025. Como señalan varios
investigadores del proyecto
Platform Labor, “las plataformas están aprovechando esta crisis de salud
pública para convertirse en una infraestructura… [en] utilidades digitales
privatizadas que controlan y monetizan flujos de datos críticos.” Desde la logística
hasta la supercomputación, las asociaciones público-privadas con las
plataformas han comenzado con una fase de experimentación.
De un lado, Deliveroo, JustEat y Uber negocian con el Gobierno británico
para la prestación de apoyo a las personas mayores y vulnerables. Por otro
lado, según distintas informaciones, las agencias estatales de Estados Unidos
han firmado acuerdos con Clearview A.I. y Palantir para usar el reconocimiento
facial y la tecnología de minería de datos a fin de rastrear a pacientes
infectados, mientras que el gobierno federal confía en el uso de datos
geolocalizados proporcionados por Google y Facebook y otras compañías
tecnológicas para controlar la propagación del virus. Esta no es una
particularidad propia de Estados Unidos, sino de cualquier país que haya
experimentado con las políticas neoliberales en las últimas décadas.
Por otro lado, Google,
Palantir y Microsoft crearán un tablero COVID-19 para el sistema de
salud del Reino Unido. De acuerdo a The
Economist, las tres compañías ayudarán al servicio público a recopilar
datos de muchas fuentes diferentes y, teóricamente, hacer que sea más fácil
decidir dónde aumentar los recursos, determinar quién está en riesgo y dónde
levantar las medidas de distanciamiento social. Al mismo tiempo, The
Times ha informado que el brazo tecnológico del servicio de salud
brítánico (NHSX) ha trabajado con Google y Facebook para desarrollar una
aplicación que permite informar al usuario cuando esté cerca de alguien que
haya dado positivo. Podríamos invocar a Foucault para hablar de las técnicas de
biopoder para el control de la población, pero no fue otro que Marx quien habló
de la rentabilidad como el objetivo ulterior del sistema capitalista. ¿Cómo
rige ésta el poder de los Estados? La compañía de software de Peter Thiel,
quien asesoró a Donald Trump hasta que conquistó la Casa Blanca, espera
alcanzar mil
millones de dólares en ingresos este año (lo que representaría un
crecimiento del 35 por ciento respecto 2019) ofreciendo sus servicios a las
autoridades de Francia, Alemania, Austria y Suiza para hacer más
eficientes los sistemas de salud. Y, según fuentes gubernamentales consultadas
por El País, también ha iniciado conversaciones con las autoridades españolas.
Parece evidente: la austeridad y el techo al gasto público han colocado a
todos los gobiernos europeos, sea por ideología o por imposibilidad de cuadrar
el balance, en las manos de los gigantes tecnológicos. Ahora contemplamos que
la vigilancia no es impulsada por medios democráticos y llevada a cabo por
organismos públicos responsables de movilizar e informar a la población, sino
que son empresas privadas quienes toman los mandos. El resultado es una suerte
de Estado neoliberal que suspende la democracia para entregar el papel de “vigilante
nocturno” a empresas como Telefónica, la cual ofrece sus sus
herramientas de big data y geolocalización para la lucha contra el
Covid-19 en todos sus grandes mercados, desde España a Brasil, pasando por
Alemania y Reino Unido.
Lo advirtió el sociólogo francés Frédéric Lordon en un ensayo: “tan pronto
como se cierre el paréntesis [del coronavirus], la destrucción gerencial
continuará”. Esta crisis de salud ha legitimado las visiones tecnocráticas de
una sociedad en la que los grupos ‘en riesgo’ son etiquetados electrónicamente
para que sus movimientos sean trazables y mapeables en todo momento. Desde
luego, las personas racializadas, sin hogar y otras poblaciones marginadas como
los migrantes conocen la obligación de renunciar a la privacidad y entregar sus
datos personales a cambio del acceso a los bienes y servicios básicos que
necesitan para mantenerse con vida. A menos que emerja una respuesta socialista
coherente y ambiciosa, las jerarquías sociales no sólo se harán más
pronunciadas, sino que las tecnologías convertirán en invisibles las
desigualdades existentes. ¡Como si nunca antes hubiera existido algo así como
una lucha de clases!
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