LA TORMENTA PERFECTA DE AUTORITARISMO
La crisis sanitaria amplía el poder policial en nuestras instituciones y
normaliza el acoso social. Tenemos una patrulla ciudadana tras cada visillo. La
España de los balcones es el país de los chivatos de terraza
Marea roja es una película de 1995 cuyo argumento gira en
torno al conflicto que estalla en un submarino atómico norteamericano entre el
capitán de la nave y el segundo de a bordo, en el contexto de una crisis
internacional que amenaza con desencadenar una guerra nuclear. Al poco de
empezar la misión se produce un incendio en el submarino. Mientras los equipos
de emergencia tratan de sofocar el fuego, el capitán pide al resto de la
tripulación que realice unos ejercicios de combate. Su ayudante se desespera hasta
el límite de la insubordinación ante lo que le parece una irresponsabilidad en
una situación crítica. Cuando todo acaba, el capitán le explica que ese era el
momento idóneo para hacer unas maniobras, lo más parecido que cabía imaginar a
las condiciones de estrés y caos que se dan en una batalla real.
La respuesta al incendio del coronavirus está siendo no solo una
movilización general de todos los recursos sanitarios públicos, sino también de
las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado e incluso el Ejército, con
atribuciones sin precedentes en la historia de nuestra democracia. Seguramente
son medidas inevitables, pero plantean desafíos evidentes por lo que toca a la
salvaguarda de las libertades ciudadanas y al mantenimiento de los límites
legales del uso de la fuerza por parte del Estado.
Hay gente a la que la preocupación por un problema como ese, mientras miles
de muertos se amontonan en las morgues, le resulta irresponsable y frívola. El
deterioro de la democracia puede parecer un fenómeno transitorio y, sobre todo,
un precio a pagar razonable en el contexto de una catástrofe sin parangón. En
mi opinión, las cosas son justo al contrario. La fortaleza del Estado de
derecho se demuestra en los momentos de crisis. Pensar que los derechos civiles
son para cuando nos los podemos permitir es sencillamente no creer en los
derechos civiles.
Si en algún momento necesitamos que funcionen los mecanismos de control de
las fuerzas de seguridad es cuando les otorgamos poderes extraordinarios. Y con
frecuencia las pérdidas en libertades no son transitorias, sino que dejan
secuelas en las instituciones y la cultura política de un país. De hecho,
España sufre un déficit histórico, heredado del franquismo, en lo que respecta
a la supervisión ciudadana del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Se
trata de un problema que se acentuó en el contexto de la lucha antiterrorista,
cuando cualquier duda sobre las actuaciones judiciales o policiales era
interpretada como un signo de deslealtad o complicidad con la violencia.
¿De verdad es razonable que la policía haya impuesto
150.000 sanciones relacionadas con el coronavirus en 12 días (el triple que en
Italia en un mes)? Además, hay indicios razonables de que la vigilancia
policial del confinamiento está deparando, como mínimo, algunos abusos de poder
no meramente anecdóticos. En las redes sociales proliferan los vídeos y
testimonios que documentan los excesos policiales y, sobre todo, un repertorio
asombroso de arbitrariedades.
Hace unos días, el administrador de una cuenta de
Facebook que reúne a una gran cantidad de policías (tiene más de 130.000
seguidores), lanzaba un mensaje de alarma que resume bastante bien el problema:
“Os pido calma y mano izquierda, compañeros. (…) Esto se ha convertido en una
cacería absurda, en un descontrol de macarrismo uniformado. Somos policías”.
Es comprensible que los agentes estén abrumados por una tarea gigantesca y
que en ocasiones la tensión o el cansancio les lleven a cometer errores.
Tampoco estoy sugiriendo de ningún modo que sea una pauta generalizada. El
problema es el clima de impunidad que ampara esas conductas minoritarias.
Porque lo cierto es que muchas personas justifican e
incluso jalean los abusos de poder. Esta especie de masoquismo ciudadano, de
subordinación entusiasta, forma parte de un fenómeno más amplio de
normalización del linchamiento social. Las personas que vigilan desde la
ventana de su casa a sus vecinos y acosan a quienes salen a la calle por un
motivo que no les parece apropiado se han convertido en el paisaje social de
muchos barrios durante el confinamiento. Esta especie de comunitarismo
represivo era bastante previsible, en realidad.
A menudo, las catástrofes aumentan la cohesión, pero al precio de un
incremento de la coacción social. El resultado es que ahora tenemos una
patrulla ciudadana tras cada visillo. La España de los balcones era el país de
los chivatos de terraza. Los medios de comunicación han señalado que muchas
veces las víctimas del acoso balconero son, en realidad, personas que disfrutan
de alguna excepción legal al confinamiento: niños con trastornos de la
conducta, enfermos que necesitan caminar por prescripción médica o personas que
salen de su domicilio para ayudar a familiares dependientes.
Incluso ha llegado a surgir alguna iniciativa para que quienes tienen
derecho a salir a la calle durante el confinamiento lleven una prenda
distintiva que los vecinos al acecho puedan reconocer desde sus ventanas. Como
si el problema fuera la puntería de los chivatos. Tal vez aún más estremecedora
es su falta de empatía cuando aciertan, su incapacidad para preguntarse qué
puede haber llevado a alguien a quebrantar el confinamiento arriesgándose a una
multa y a los reproches de sus vecinos.
Hay mucha gente imprudente e insolidaria, sin duda, pero hay también
personas desesperadas, que viven muy solas y están asustadas, hacinadas en
pisos diminutos o en situaciones familiares insostenibles, con problemas graves
de ansiedad...
La resaca que dejará la ampliación del poder policial en
nuestras instituciones combinada con la normalización del acoso social puede
producir una tormenta perfecta de autoritarismo. En especial, porque se solapa
sobre una tendencia aún no generalizada, pero sí creciente hacia la
normalización de la democracia iliberal en nuestro país. Es un proceso que
tiene hitos legales, como la Ley de Partidos y la ley mordaza, pero
en el que también está desempeñando un papel destacado el Poder Judicial. La
Audiencia Nacional parece haberse especializado en la persecución de supuestos
delitos de opinión completamente triviales.
Del mismo modo, en el contexto de la crisis catalana hemos asistido a una
intensísima movilización judicial de dudosa compatibilidad con la separación de
poderes. ¿Qué ocurrirá cuando se levante el confinamiento y la catástrofe
económica que se avecina empiece a dar lugar a movilizaciones laborales o
sociales? ¿Jueces y policías se dejarán arrastrar por la inercia represiva
creada durante el estado de alarma? ¿Se seguirá apelando a la excepcionalidad
de la situación y a la unidad frente a la catástrofe? ¿Continuarán las
metáforas bélicas para exhortarnos a acatar las decisiones del Gobierno?
En muchos lugares del mundo la derecha radical se está imponiendo como una
alternativa al derrumbe de la globalización neoliberal, ofreciendo una promesa
de orden y retorno a los viejos buenos tiempos anteriores a la Gran Recesión.
Las inmensas conmociones económicas que va a desencadenar la pandemia del
coronavirus son un escenario perfecto para una extrema derecha capaz de
conjugar un programa económico posneoliberal con una gestión inteligente del
rencor social y el miedo colectivo.
En realidad, un país en cuarentena se parece mucho a las distopías
políticas de la nueva ultraderecha: el Ejército en la calle, llamamientos a la
unidad nacional, limitación del poder autonómico, comunitarismo represivo y
ruedas de prensa en prime time a cargo de un general cuyos
comunicados parecen un diálogo desechado de La escopeta nacional.
Profesor de Sociología en la
Universidad Complutense de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario