El rito sacrificial está en el origen de la civilización y, por ende, de prácticamente todas las religiones. Las más arcaicas sacrificaban a una persona que era considerada siempre culpable. El rito devolvía así la paz a una comunidad ocasionalmente crispada. Según René Girard, escritor y antropólogo francés, el cristianismo cambió el guión de este viejo drama: un único sacrificado al que todos reconocieron como víctima inocente acabó con todos los sacrificios. Desde entonces, al menos en Occidente, fue suficiente con recordarlo periódicamente de forma simbólica. Para Girard esto supuso un avance civilizatorio.
Cuando
hay un único sacrificado que es reconocido como inocente, la Humanidad se
hermana: el Cordero de Dios quita
el pecado del mundo; y no solo de un grupo, de una comunidad o de una nación.
Todos somos inocentes porque todos somos culpables. Sin embargo, cuando alguien
se considera víctima inocente en virtud de su pertenencia a un grupo, la
Humanidad se fragmenta: unos son los malos y otros son los buenos.
En nombre del progreso se produce un regreso, y la política se convierte en
una religión primitiva que no sabe que lo es.
Los
modernos pseudoilustrados que pretenden reinventar la Humanidad vuelven así sin
saberlo a las pulsiones más elementales que están en el origen de todos
los ritos arcaicos: en nombre de los grupos inocentes, los
grupos designados como culpables han de ser sacrificados, siquiera simbólicamente
en el altar de los medios de comunicación. Pero ¿quiénes son los inocentes?
Tengo
una amiga a la que le molesta mucho que las madres suban al autobús con su niño
en un carrito, pero es muy comprensiva con los ciegos que suben con un perro. Y
no es por un amor desinteresado a los ciegos, sino a los perros.
Hace
unas semanas el Ayuntamiento de Ciudad Real aprobó la parada
bajo demanda para mujeres que viajan solas en los autobuses que
circulan por la noche. Un concejal de la oposición pidió que se incluyesen
entre los beneficiarios a personas mayores y discapacitadas, pero el pleno se
opuso. El motivo no confesado para esta extraña negativa es fácil de adivinar:
las mujeres son inocentes, pero los ancianos y discapacitados no.
Adoradores
de la madre Tierra, animalistas, neofeministas, elegetebistas, secesionistas
frustrados… son los nuevos inocentes de la nueva “arcaica religión”, y su mera
presencia o su afectado testimonio nos convierten a todos los demás en
presuntos culpables. La exaltación del inocente del buenismo imperante no deja
de ser un cristianismo enloquecido, por más que la mayoría de sus miembros se
declaren ateos.
En
la nueva religión la dialéctica gregaria de los perseguidos y los
perseguidores, intensificada por la pasión mimética que diría René Girard, se
superpone a cualquier intento de reflexión. El lenguaje está finiquitado
y la razón ha caducado. El rostro entristecido de la
“víctima inocente” pululando por las redes sociales y por la televisión es la
nueva verdad. Todo el que tenga ojos lo verá. Para atender a las palabras hay
al menos que saber leer. Para pensar, hay que saber razonar un poco. Pero las
imágenes hablan a todos por sí mismas con abrumadora objetividad.
En
esta tensión soterrada, guerra silenciosa al fin, gana quien más pena da. Y
como la pena es un inobservable, es la conducta que a ella se asocia lo que
vale: ojos húmedos, cejas arqueadas, llanto y lágrimas. Estas son las nuevas
armas de los grupos autodenominados víctimas. La imagen lo es todo, prueba
indiscutible y fundadora de “nuevos derechos”. Las palabras ya solo importan a
unos pocos. Leer o escribir es pasatiempo de cuatro gatos.
Si Marx viviese
en nuestra época aprendería a ser un excelente actor y un experto fotógrafo.
Tantos libros escritos, y tan gordos, ¿para qué? La frase de nuestro Marx
moderno diría: “¡quejicas y llorones del mundo, uníos!” Cabe en
un tuit y puede acompañarse con un meme. Tan solo estas
palabras, subtitulando la foto del barbudo Marx sumido en un llanto
inconsolable y vestido de drag
queen podrían cambiar el rumbo de la Historia.
No
queremos ya razones, queremos emociones, incluso
sensaciones (cuanto más básicas, mejor). Un político aparece por televisión y
alguien ufanamente exclama: “qué asco me da, no lo puedo soportar”, y se acabó
la reflexión. Pensar requiere esfuerzo y los argumentos pueden ser discutidos;
pero degustar y oler es fácil, y los sabores y los olores no son refutables.
Hoy el asco es estructural, no depende de la persona: joven o viejo, guapo o
feo; si no defiende con suficiente vehemencia a las autoproclamadas víctimas, “que
asco me da”. Los inocentes agradan y provocan empatía, los culpables tan solo
dan asco. Pero como dan asco tras ser etiquetados previamente como culpables
por los infatigables y mediáticos defensores de los inocentes, no hay forma de
salir del círculo. Regresamos entonces al mundo emocional y sensitivo de la
primera infancia. Hay cosas que nos agradan como un postre almibarado y otras
muchas que nos repugnan como el pescado podrido: la
política se ha convertido en cuestión de olores y sabores; y el
asco, en su principal categoría.
Las
plantas y los animales son inocentes. Los homosexuales son inocentes. Todas las
mujeres son inocentes, y por eso son seres de luz, incapaces de mentir o de
cometer un crimen. Sin embargo, hay muchas personas culpables en virtud de
algún pecado original. Los pecados son múltiples y variados: ser blanco y
occidental (y no fustigarse por ello), haber nacido hombre, ser heterosexual,
ser aficionado a los toros, celebrar la Navidad o no adorar con suficiente
devoción a Ernesto
Che Guevara. Algunos
son pintorescos; otros, aparentemente insignificantes y simplones. Tanto da,
todos son igualmente pecados y ninguno ha de ser perdonando. El buenismo
alimenta el odio como la gasolina al fuego y necesita siempre identificar a los
malísimos que, obviamente, siempre son los otros… y dan mucho asco.
Apunto
estamos de eliminar las fronteras y abolir el ejército. El mundo es un paraíso
porque la gente es inocente y buena; pero ojo, no vaya usted a quedar fuera de
“la gente”. Disentir es confesión de culpabilidad. Si usted lo hace será el
indeseable aguafiestas de la reunión, la personificación del mal, el mismo
Hitler resucitado: en definitiva, el asco en persona. Se convertirá entonces en
el candidato idóneo para el sacrifico laico de los nuevos tiempos: el
linchamiento inmisericorde en las redes sociales y la acusación pública desde
los medios de comunicación. Alégrese por ello, de momento “los inocentes” no le
clavarán un puñal en el altar.
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