La
   expectativa de una vida cada vez más larga transforma la vejez.
   El mundo académico investiga cómo emplearemos esos años y si
   nos podemos permitir ser más longevos
 Hace
 dos siglos pasar de los 40 años era algo infrecuente. Los que lo
 lograban eran considerados poco menos que seres bendecidos por los
 dioses. Pero, gracias
 a los avances médicos y sociales,
 la esperanza de vida empezó a aumentar a un ritmo considerable a
 finales del siglo XIX. Ahora, vivir hasta los 80 años es habitual.
 Y todo apunta a que hacerlo hasta los 100 será, no dentro de mucho,
 bastante normal. Esta expectativa de una vida larga, compartida cada
 vez por más gente, es celebrada por la ciencia como un logro en la
 batalla de la humanidad contra la muerte. Ahora bien, ¿cómo vivir
 estos nuevos años? Y ¿nos podemos permitir el lujo de ser más
 longevos?
 En
 el mundo académico se estudian estas cuestiones tratando de
 vaticinar cómo
 será la vejez dentro de medio siglo y
 cómo frenar el incremento de las desigualdades y la soledad, dos
 males especialmente asociados a esta edad. Un caso extremo es Japón
 —proporcionalmente es el país con mayor número de ancianos
 seguido de España—, donde la prensa ha dado cuenta recientemente
 de casos de gente mayor que comete pequeños delitos, como robar en
 tiendas, para pasar una temporada en prisión. Allí, dicen, se
 sienten más cuidados que fuera, donde están o se sienten solos, o
 no les llega el dinero.
 Dejando
 a un lado esta opción radical nipona, si vivimos más años en
 razonables condiciones de salud, ¿puede esa larga etapa de vejez
 convertirse en un proyecto por sí mismo? El
 filósofo Aurelio Arteta plantea
 esta cuestión en su ensayo A
 fin de cuentas, nuevo cuaderno de la vejez (Taurus,
 2018): “Igual que el joven y el maduro suelen marcarse por
 adelantado unos fines y unos medios, unas metas y su curso hacia
 ellas, ¿no deberá hacer algo parecido el anciano sensato mientras
 pueda, y con mayor razón todavía si esos fines y metas son por
 definición más irrevocables que los recorridos por las edades
 anteriores?”. En un correo electrónico, Arteta añade: “Me
 limito a imaginar que, en un número cada vez mayor, los individuos
 convertirán su prolongada vejez en una época de beneficio para sí
 y no tanto de penosa espera de la muerte”. La vida se alarga y hay
 que pensar qué hacer.
 Se
 dice que si el siglo XX fue el de la redistribución de la renta, el
 XXI será el de la redistribución del trabajo: la jornada podría
 reducirse durante la crianza de los hijos, para recuperar esas horas
 en el futuro, o trabajar cuatro días a la semana y posponer la
 jubilación. Puede que la vida laboral empiece más tarde y se
 extienda hasta los 75 años, en lugar de los 65 actuales. Luego,
 llegado el momento de retirarse, el sistema podría ser más
 flexible: trabajar a tiempo parcial o por cuenta propia (reduciendo
 la cuantía de la pensión temporalmente). Claro que todo esto
 depende de si el individuo en cuestión tiene la suerte de poder
 decidir cuándo y cómo trabajar.
 Más
 allá del asunto laboral, la longevidad puede acarrear otros cambios
 sociales. Por ejemplo, que se generalice la idea de tener varias
 vidas matrimoniales (en España, los casamientos entre mayores de 60
 años se han multiplicado por cinco en cuatro décadas, según
 el INE).
 También podría ampliarse la edad máxima para tener una hipoteca
 de 75 a 85 años.
 La
 cuestión de fondo es qué hacer con esos 20 a 30 años de vida que
 ahora siguen con frecuencia a la jubilación. Como ha
 advertido la escritora y Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich,
 “faltan ideas que cubran este nuevo periodo”. No hay un manual
 de instrucciones, ni una filosofía consolidada al respecto.
 Disponer de más tiempo libre para hacer todo lo que el trabajo no
 permitió hacer es una de las cosas positivas que vienen a la
 cabeza. Viajar, leer, cuidar de los nietos, organizarse para pedir
 mejoras en sus condiciones de vida…
 Las recientes
 manifestaciones en España para reclamar pensiones dignas son
 una señal de la voluntad de los mayores de influir.
 Tradicionalmente considerados como un leal caladero de votos para
 los partidos dominantes, los mayores exigen más. “Este grupo de
 edad era en general poco proclive al cambio. Participaba menos en
 él. Esto se ha empezado a romper”, explica Jesús Rivera Navarro,
 profesor de la Universidad de Salamanca y experto en sociología del
 envejecimiento.
 No
 solo los millennials son
 distintos, sus abuelos también lo son. “Las generaciones que
 vienen son muy diferentes, han vivido cosas muy diferentes”,
 añade. Contribuyeron a la modernización y europeización de
 España. Vivieron el mayor salto y progreso económico en la
 historia del país. En su juventud algunos fueron a conciertos de
 los Rolling Stones (muchos todavía lo hacen) y protagonizaron la
 Transición. Pudieron estudiar más que sus padres y viajaron más,
 dieron a sus hijos muchas más comodidades. Es, probablemente, la
 generación de jubilados mejor preparada. Y empieza a quedar claro
 que no están dispuestos a renunciar al compromiso político que
 marcó su juventud.
 Algunos
 participaron en el movimiento reivindicativo que empezó a fraguarse
 hace siete años con el 15-M. Curiosamente, dos de los inspiradores
 de este movimiento eran nonagenarios: Stéphane
 Hessel, autor del panfleto político
 ¡Indignaos!, y
 el sociólogo Zygmunt
 Bauman.
 “Creo que los ancianos han llegado a la calle para quedarse y que
 sus votos, como el de las mujeres, influirá en el futuro con mayor
 intensidad que en el pasado, desbordando las clásicas ideas de
 derechas e izquierdas”, reflexiona el psicólogo Ramón
 Bayés,
 profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, y autor
 de El
 reloj emocional. Sobre el tiempo y la vida (Plataforma
 Actual, 2018).
 En
 realidad es el propio concepto de edad el que cambia. Ser mayor no
 será lo mismo, pero tampoco lo será ser joven. ¿Cada vez se verán
 cosas más propias de la juventud en edades más avanzadas? “El
 tiempo de duración de una vida se redistribuye: somos más tiempo
 jóvenes, más tiempo adultos y, de la misma forma, empezamos a ser
 viejos más tarde y durante más tiempo”, afirma Antonio Abellán,
 profesor del Grupo de Investigación sobre Envejecimiento del CSIC.
 “Retrasar
 la edad de jubilación tiene una lógica demográfica”, concluye.
 El experto sitúa el fin de la edad adulta en España en los 72
 años, cuando a una persona le quedan, estadísticamente, 15 años
 de vida. “Sin embargo, los españoles son, junto a los polacos,
 los europeos que sueñan con retirarse cuanto antes. Quieren
 jubilarse, pero luego no saben qué hacer. Supongo que tiene que ver
 con un sistema de trabajo que nos agota, nos aburre”, opina.
 Seguir
 trabajando, quizás a otro ritmo o en otra cosa, sería una opción.
 Según un estudio de la firma holandesa Aegon, dedicada a los
 seguros de vida y pensiones, el 57% de los trabajadores encuestados
 en todo el mundo se ven trabajando tras la jubilación, bien a
 tiempo parcial o por su cuenta. Sus razones: mantener en forma su
 cerebro, asegurarse unos ingresos o porque les gusta lo que hacen.
 Pero no todo el mundo llega igual a los 80. “Desde el punto de
 vista cognitivo, a igualdad de edad, los ancianos son menos
 semejantes entre sí que los jóvenes, y, por tanto, siempre que
 fuera posible, las jubilaciones a
 la carta deberían
 sustituir a las jubilaciones menú
 fijo”, opina
 Bayés.
El
 edadismo es un término que define la discriminación por edad que
 padecen las personas mayores. En los últimos meses el debate en
 torno al futuro de las pensiones en España lo ha sacado a la luz.
 “Es sutil pero existe. Es difícil encontrar trabajo a partir de
 los 50 años y se cree que los mayores son menos productivos y que
 les cuesta adaptarse, cuando en realidad muchas veces se les
 arrincona”, explica el sociólogo Jesús Rivera Navarro.
 Algunos
 consideran a los mayores unos privilegiados porque, en líneas
 generales, gozan de mejores condiciones laborales y cobran mejores
 pensiones que las que, supuestamente, habrá en el futuro. “Hay
 mucha demagogia”, añade Antonio Abellán, y recuerda que, si bien
 “los viejos tuvieron una situación mejor durante la última
 crisis económica, en los dos últimos años, en los que ha mejorado
 el índice general de pobreza en España, el de mayores de 65 años
 ha vuelto a subir”. Cuando la población general mejora, los
 mayores se quedan atrás.
 Muchos
 veneran la juventud por encima de todo. Una muestra de ello fue la
 afirmación que hizo en 2007 el presidente de Facebook, Mark
 Zuckerberg: “Los jóvenes, simplemente, somos más listos”. La
 red social fue ideada cuando Zuckerberg tenía 19 años. Steve Jobs
 lanzó Apple a los 21 años. Los casos de emprendedores jóvenes son
 muy sonados, pero un estudio publicado por el MIT en marzo muestra
 que los casos de éxito suelen ser obra de cuarentañeros. El
 profesor Pierre Azoulay analizó los datos de 2,7 millones de
 personas que fundaron compañías en EE UU entre 2007 y 2014 y
 vieron que la edad media era 41,9 años. En el caso de las empresas
 que habían logrado crecer más rápido, la cifra se elevaba a 45
 años.
 Si
 la vida sigue prolongándose, debería alargarse la capacidad de
 trabajar, afirma Isabel Ortiz, directora de Protección Social de la
 Organización Internacional del Trabajo (OIT). “Pero el problema
 es que haya puestos de trabajo suficientes, porque nuestra política
 económica, determinada por políticas de austeridad cortoplacistas,
 no genera empleo. El buen envejecimiento depende de que las personas
 tengan unas pensiones adecuadas”, afirma. “Sin embargo, muchas
 reformas de pensiones están realizándose bajo esa óptica que
 prioriza el ahorro fiscal y no el monto de las pensiones”. En
 su Informe
 mundial de protección social 2017-2019, la
 OIT alerta que la pobreza en la tercera edad está creciendo en
 Europa y que a menos que se corrijan las reformas recientes, 19
 países europeos van a ver descender sus pensiones en las próximas
 décadas, siendo las caídas más pronunciadas en España, Portugal
 y Polonia.
 Pensar
 en tener una pensión pública en 30 años… ¿es una quimera?
 “Muchas de las advertencias que se hacen sobre que peligran las
 pensiones son alarmistas; los sistemas públicos fueron diseñados
 para ajustarse de forma constante a las nuevas realidades; si esos
 pequeños ajustes se hacen de acuerdo a los estándares del trabajo,
 pueden garantizar pensiones dignas y la sostenibilidad futura”,
 opina Ortiz.
 Puede
 que los ciudadanos que están naciendo en este momento vean con
 total naturalidad —por decisión propia o porque no les queda más
 remedio— trabajar hasta los 75 años y vivir hasta los 100. Pero
 ¿cómo logrará absorber este cambio el erario público? En los
 años cincuenta del siglo XX, cuando se diseñaron la mayoría de
 los sistemas modernos de Seguridad Social, había 205 millones de
 personas en el mundo con más de 60 años. Esa cifra se multiplicará
 por 10, hasta los 2.100 millones, en 2050. El gasto en pensiones y
 sanidad pasará del 16% del PIB en el mundo rico al 25% a final del
 siglo XXI, según el FMI. El cuidado de los mayores conllevará cada
 vez un desembolso mayor. Mientras, los índices de natalidad
 caen en los países ricos y las condiciones laborales son cada vez
 más precarias.
 Los
 bajos salarios, la temporalidad y el aumento del número de
 autónomos, que suelen verse forzados a cotizar menos, complica que
 se puedan conseguir esas pensiones adecuadas, y también
 sostenibles, según Marina Monaco, asesora de la Confederación
 Europea de Sindicatos. “Nos guste o no, viviremos más años y,
 supuestamente, deberemos trabajar más. Pero la decisión de hasta
 cuándo hay que trabajar debe surgir del diálogo entre empresas y
 trabajadores. Para algunos será difícil porque realizan trabajos
 duros físicamente”, señala. Tampoco se puede obviar que muchos
 son expulsados del mercado laboral antes de la edad de jubilarse: el
 paro crece entre los mayores de 50 años y es más difícil para
 ellos encontrar un trabajo. Si no pueden trabajar hasta los 65, ¿qué
 sentido tiene hablar de los 75?
 Monaco
 considera que, en primer lugar, se debería pensar cómo trabajar
 mejor y de forma más continuada, y también tener en cuenta que,
 para compensar la caída de la natalidad, será necesario emplear a
 más inmigrantes.
 Y
 es que al complejo asunto de las pensiones se une el hecho de que,
 en realidad, se desconoce cómo va a ser el mundo del trabajo en el
 futuro. La revolución tecnológica implica, por ejemplo, el empleo
 de más robots. Bill Gates ha propuesto gravar con un impuesto a los
 dueños de esas máquinas inteligentes por los empleos que
 destruyan. Para asegurar unos ingresos mínimos, otros expertos
 proponen la
 creación de una renta básica universal.
 En algunos lugares se han puesto en marcha iniciativas en este
 sentido, como Finlandia, Utrecht (Holanda) y el País Vasco. “Bien
 diseñada la renta básica es una iniciativa factible”, opina
 Ignacio Zubiri, catedrático de Hacienda Pública de la Universidad
 del País Vasco. Respecto a las pensiones, el economista aconseja,
 entre otras medidas, “empezar a retrasar progresivamente la
 jubilación a los 67 años para todos, financiar las pensiones
 también con impuestos y aumentar las cotizaciones”.
 En
 cualquier caso, la imagen de las personas mayores tendrá que
 cambiar. “Debemos reconsiderar la manida visión de la senectud y,
 sobre todo, dejar cuanto antes de ver a los mayores como una
 población forzosamente pasiva, dependiente y parásita del erario
 público”, reflexiona Pedro Olalla en un ensayo publicado en
 mayo, De
 senectute política. Carta sin respuesta a Cicerón(Acantilado),
 una defensa del buen envejecer. Se trata de reivindicar la idea, ya
 defendida por Cicerón en su tratado sobre el envejecimiento, de que
 la vejez puede ser algo positivo y no una etapa de debilidad.
 El
 panorama que se avecina es incierto. De lo que no cabe duda es de
 que las reflexiones en torno a la vejez y cómo vivirla son cada vez
 más necesarias. Las generaciones de mayores venideras tienen el
 papel de conquistar ese nuevo tiempo que la medicina ha ganado para
 ellos, una tierra incógnita. Porque, como decía el filósofo
 inglés Thomas Hobbes, hay algo peor que vivir una vida “solitaria,
 pobre, ruin, tosca y breve”: vivir una vida solitaria, pobre,
 ruin, tosca y… larga.
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