LA ILUSIÓN DE PERFECCIÓN
Así cambió nuestra mirada del mundo
Desde cuerpos perfectos hasta vidas cuidadosamente curadas,
Instagram no solo muestra imágenes: redefine cómo vemos, sentimos y habitamos
la realidad. Descubre cómo los filtros y publicaciones moldean nuestra
percepción y nuestra presencia en el mundo
El pasado 6 de octubre fue el aniversario de Instagram. No son solo cinco, diez o quince años: son años de transformación silenciosa, de redefinir cómo miramos, cómo sentimos y cómo habitamos la realidad. Una plataforma que nació como un simple escaparate fotográfico se convirtió en espejo y escenario, en una curaduría de lo que deseamos mostrar y, quizá, de lo que empezamos a olvidar vivir.
Las redes sociales han cambiado nuestra forma de pensar y de percibir la vida real. Nos distraen del presente porque queremos recordar los recuerdos en nuestros teléfonos, y mostrar que estamos prosperando, que nuestra existencia tiene color y brillo. Publicamos fotos, historias, buscando siempre la mejor versión de nuestra vida, y sin darnos cuenta, esta versión editada nos absorbe, nos fragmenta y nos aleja del instante mismo.
Como recuerda Byung-Chul
Han, “el lenguaje se ha convertido en información y cuando lo usamos solamente
como tal, pierde su carácter contemplativo” Infocracia
la digitalización y la crisis de la democracia. Cada “me gusta” y cada
comentario se vuelve un pequeño tirón de atención que nos roba la parte poética
de vivir.
Instagram democratiza la moda, el arte y los viajes.
Diseñadores y marcas abren sus mundos, y los artistas muestran sus procesos,
invitando a todos a una intimidad cuidadosamente filtrada. Incluso la
gastronomía se volvió espectáculo visual: los platos ya no solo se comen, se
miran, se fotografían, se exhiben. Sin embargo, esta cercanía ilusoria también
nos convierte en espectadores perpetuos, comparando vidas que parecen
perfectas, universos construidos con filtros, y olvidando que lo real nunca
cabrá del todo en un rectángulo de pantalla.
Han advierte que la digitalización fragmenta nuestra
atención y erosiona la comunidad: “Pese a las redes sociales, estamos más solos
que nunca”. La tecnología, tan fascinante y seductora, funciona como un órgano
adicional del cuerpo, ampliando nuestro mundo y, al mismo tiempo, aislándonos.
Nos hace nómadas de los paisajes virtuales, nos invita a recorrer culturas y
destinos remotos con un toque en la pantalla, pero quizá nos aleja del
contacto, de la mirada sostenida, del instante compartido sin mediación,
inclusive de nuestra propia forma de habitar.
Hoy, recordar el aniversario de Instagram no es solo contar
usuarios y stories: es preguntarnos cómo habitamos la realidad que hemos
construido mediante filtros y publicaciones. Nos recuerda que mirar ya no es
solo ver: es seleccionar, narrar, exhibir. Que existir en la red no garantiza
presencia en el mundo. Que la vida no está en publicar, sino en aprender a mirar
sin prisa, a escuchar sin distracción, a estar, en el presente.
Pero también es inevitable reconocer otra cara de este
espejo digital: la distorsión de nuestro propio cuerpo. Instagram nos enseñó
que todo debe ser perfectamente curado, que la piel, la sonrisa, los viajes y
hasta los platos de comida tienen que estar listos para la exhibición. Esa
presión silenciosa se filtra en nuestra percepción, nos hace cuestionar
nuestras formas, nuestros gestos, nuestras imperfecciones. Nos invita a
compararnos con versiones editadas de la realidad, a sentir que lo natural no
basta. La plataforma que abrió el mundo ahora nos devuelve fragmentos de
nosotros mismos que no alcanzan, que siempre parecen necesitar retoque, siempre
parecen fuera de foco.
Instagram es, en este sentido, un territorio seductor y
peligroso: nos permite ver más, conocer más, viajar con un dedo, admirar la
creatividad global… pero también nos arrastra hacia un ideal que nunca existió
más que en pixeles y filtros. Y tal vez, recordar su aniversario signifique
también recordar que mirar no debería ser solo para mostrar: mirar puede ser,
simplemente, aprender a habitar nuestro propio cuerpo y nuestra propia realidad
sin la urgencia de exhibirla.
Instagram nos regaló un nuevo lenguaje, un espacio de
encuentro global, una ventana abierta a mundos lejanos. Pero también nos
enfrenta a nuestra fragilidad, a nuestra necesidad de atención sostenida, a la
poética que hemos perdido. Como plantea Han, si seguimos como estamos, quizá
nunca habrá un segundo Cervantes.
Hoy, mientras deslizamos y damos “me gusta”, podemos
recordar que la revolución digital comienza en el ojo que mira: elegir qué
observar, y aprender a habitar la realidad más allá de la pantalla.

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