EL CAMBIO DE IMAGINARIO Y LA TRANSFORMACIÓN CULTURAL
Elementos necesarios para la transición hacia una sociedad de decrecimiento.
La
noción de decrecimiento surge al abrigo de la reivindicación de la
existencia de límites al crecimiento y del desarrollo de la teoría
bioeconómica de Georgescu-Roegen, que enmarcó por primera vez a la
economía en la biosfera a través de principios físicos como
irreversibilidad del tiempo y la transformación entrópica de la
energía y la materia. Serge Latouche, economista, ideólogo y uno de
los principales defensores del decrecimiento, lo define como “una
necesidad, no un principio, ni un ideal, ni el objetivo único de una
sociedad del post-desarrollo y de otro mundo posible”. Así mismo,
añade que “su consigna tiene como principal objetivo el abandono
del crecimiento por el crecimiento” .
Si
no hay crecimiento, una sociedad de crecimiento entra en crisis. Por
este motivo, decrecimiento no significa crecimiento negativo, sino un
cambio de lógica y de trayectoria. Un nuevo enfoque que nos apremia
a cambiar nuestra forma de ver el mundo y a abandonar la sociedad de
consumo, renunciando a la inercia de crecer por crecer para
reencontrar un equilibrio entre los seres humanos, y entre éstos y
la naturaleza.
Si
el decrecimiento se pudiera resumir en un programa, implicaría
lograr un reajuste a los límites biofísicos del planeta para evitar
o minimizar el colapso civilizatorio de un modo libre y voluntario
que además garantice la justicia social y el buen vivir a través de
la satisfacción de todas las necesidades humanas fundamentales de
los habitantes del planeta y de la supervivencia de las demás
especies. La transformación que se requiere para una transición de
este calado debe abordar múltiples vertientes: la ética, la
cultural, la social, la política, la económica y la tecnológica.
Este artículo tratará de aproximarse a la transformación ética y
cultural con el objetivo de lograr un cambio del imaginario colectivo
que lleve a la autolimitación y la sencillez voluntaria.
La
sencillez voluntaria es definida por Samuel Alexander como “un
estilo de vida que implica minimizar conscientemente el consumo
derrochador e intensivo de recursos. Pero que también comporta
reimaginar la buena vida dedicando progresivamente más tiempo y
energía a perseguir fuentes no materialistas de satisfacción y de
significado”. Dicho de otro modo, la
sencillez voluntaria implica un nivel de vida material suficiente a
cambio de más tiempo y libertad para alcanzar otras metas vitales
—el tiempo con la familia, la participación política y
comunitaria, la creación artística o la espiritualidad— con el
objetivo de tener una vida más llena, feliz y libre en armonía con
la naturaleza. Este concepto está muy vinculado a una cultura de la
suficiencia que exige la existencia de un componente de
autolimitación que nos lleve a ser capaces de vivir con menos,
consumir de forma responsable y examinar nuestras vidas para
diferenciar
lo que es importante de lo que es superfluo.
La autolimitación implica entonces la existencia de una consciencia
de lo que es suficiente que sea justa y que deje espacio a los demás,
un umbral, sin duda, difícil de establecer.
El
decrecimiento resulta muy afín y se encuentra muy vinculado para
algunos autores —como Julio García Camarero— a la búsqueda de
un desarrollo a escala humana que Max-Neef defiende alcanzar a través
de la satisfacción de las nueve necesidades fundamentales, finitas y
universales: la subsistencia, la protección, el afecto, el
entendimiento, la participación, el ocio, la creación, la identidad
y la libertad. El umbral de la autolimitación que buscará el
decrecimiento se deberá establecer entonces en función de la
satisfacción de todas estas necesidades de un modo que no implique
la superación de la capacidad de carga del planeta y que no
comprometa la satisfacción de las necesidades fundamentales del
resto de seres humanos. Para ello el consumo de energía y materiales
deberá verse sustancialmente reducido y traducido en una mayor
frugalidad en las sociedades opulentas del Norte. Una frugalidad que
de otro modo iría de la mano de una nueva abundancia que pase
necesariamente por la reactivación de la socialidad del ser humano,
es decir, por una potenciación de los bienes relacionales.
El principio de revaluación decrecentista: la conformación de una nueva escala de valores
Para
Serge Latouche el decrecimiento lleva implícita como premisa la
salida de la economía, cambiar los valores y desoccidentalizarse. En
este sentido, el autor nos habla del altruismo, la cooperación, la
creatividad y la primacía de la vida social frente al consumo; así
como de la defensa del ocio creativo frente al trabajo obsesivo con
vistas al incremento del gasto en bienes superfluos.
Todos
estos valores no son nuevos y, en muchas ocasiones, reivindican la
necesidad de recuperar muchos saberes tradicionales olvidados y una
revalorización del mundo rural. Otro de los elementos clave tiene
que ver con el triunfo de la vida social frente a la lógica de la
propiedad y el consumo (Taibo) y con el paso del individualismo a la
colectividad. La importancia de la colectividad es un aspecto que
Max-Neef resalta en El
desarrollo a escala humana a
través de la necesidad de articular lo personal con lo social para
alcanzar un verdadero desarrollo humano.
Julio
García Camarero expresa esta misma idea reflexionando sobre cómo
puede armonizarse la individualización con el anhelo de una
existencia comunitaria compartida. En este contexto, el autor resalta
la importancia de distinguir entre individualización
e individualismo,
pues mientras el primer término hace referencia a una necesidad de
autodeterminación, el segundo va asociado al egoísmo que hoy
caracteriza a la sociedad capitalista. De este modo, la
individualización, entendida como autodeterminación, solo puede
alcanzarse si nos comprometemos con los demás. Un compromiso que no
implica renunciar a la propia individualidad (Beck).
Por otro lado,
el decrecimiento también implica la necesidad de pasar del actual
antropocentrismo a un biocentrismo que reconozca a todos los seres
vivos dignos de consideración moral. Este enfoque nos llama a ser
conscientes de nuestra interdependencia y semejanza con el resto de
seres del planeta [1] con
los que compartimos historia evolutiva, así como la necesidad de
aplicar una ética de responsabilidad que solo podemos practicar los
seres humanos (Riechmann). Del mismo modo es imperativo asumir
nuestra ecodependencia en cuanto a que al dañar a otras especies y
degradando ecosistemas ponemos en riesgo nuestro propio bienestar y
supervivencia (Riechmann).
En esta línea,
el filósofo Masanobu Fukuoka nos invita a replantear la teoría de
la superioridad del ser humano en cuanto a que en la naturaleza no
existen seres vivos superiores ni inferiores, pues todos sin
excepción dependen los unos de los otros. Su propuesta es la
concepción de la naturaleza según la teoría de la rueda
del dharma [2],
según la cual “la naturaleza se expande en todas direcciones, de
manera tridimensional, y al mismo tiempo, a medida que se desarrolla,
converge y se contrae.
Podemos
ver estos ciclos de expansión y contracción como una rueda (…) La
Tierra y todos los seres vivos sobre ella nacieron como un solo
cuerpo unificado y con un destino común. Todo lo relacionado con el
papel, el propósito y el trabajo de cada uno de ellos se originó y
fue concluido en el mismo instante. Todas las cosas se diseñaron de
tal manera que uno es muchos, el individuo es el todo, el todo es
perfecto, no se desperdicia nada, nada es inútil y todas las cosas
dan lo mejor de sí”. Ambas tesis, aun con algunas diferencias que
no son objeto de análisis en este artículo, defienden una visión
macroscópica del mundo que el decrecimiento no puede obviar.
Uno
de los resultados más importantes al que se llegaría con este paso
de una visión antropocéntrica a una perspectiva más biocéntrica
es la inversión de los círculos concéntricos que componen el
mundo. Esto pasa por el reconocimiento de que los problemas
ambientales no lograrán solucionarse si solo nos fijamos en ellos de
forma aislada —tal y como ha sido planteado desde la perspectiva
del desarrollo sostenible—, y no como consecuencia de nuestra
propia organización socioeconómica, según la cual la biosfera es
un subsistema de nuestra esfera social, y la esfera social un
subsistema de la esfera económica. Como consecuencia, la
sostenibilidad nunca se podrá abordar sin concebir los círculos
concéntricos que conforman el mundo de manera totalmente inversa de
forma que el dominio ecológico pase a ser considerado la ley suprema
de la que dependen todos los demás, que deberán ajustarse a sus
límites.
Del
mismo modo, la economía también deberá dejar de gobernar a las
personas para pasar a ser una herramienta que contribuya a la
satisfacción de la necesidades fundamentales de los individuos que
componen la sociedad. Esto no hace más que certificar la vinculación
del decrecimiento con lo que hoy se conoce como economía ecológica,
un concepto que economistas como Georgescu-Roegen o Herman Daly ya
anticipaban al interpretar el sistema económico como una esfera
dependiente de otra superior: la biosfera y sus límites.
La reconceptualización a través de la lucha del lenguaje y la reformulación de los indicadores de progreso
Establecida
la nueva escala de valores, se precisa una redefinición de conceptos
muy relevantes y en ocasiones erróneamente conceptualizados por el
imaginario dominante. Hablamos de la riqueza y la pobreza, la
abundancia y la escasez, la felicidad, el progreso o el desarrollo.
Esto pasa por una lucha del lenguaje que Julio García Camarero
repasa de forma concienzuda a lo largo de todas las páginas de su
ensayo El
decrecimiento feliz y el desarrollo humano.
Y es que, el lenguaje, además de ser la forma principal de
comunicarnos, determina nuestro modo de interpretar la realidad y
conforma nuestro imaginario (González Reyes). Por tanto, la riqueza
y la pobreza deberán dejar de medirse únicamente en términos
crematísticos para pasar a estar asociadas a la satisfacción de
todas y cada una de las nueve necesidades fundamentales humanas.
De la misma
forma, la felicidad y el bienestar deberán dejar de vincularse a la
capacidad de consumo de bienes para asociarse a otras búsquedas como
el ideal asiático de vivir con tranquilidad y ver el mundo como algo
transitorio (Fuokuoka) o el del buen vivir Latinoamericano [3].
Todo ello para finalmente reconceptualizar al progreso y al
desarrollo en términos cualitativos cuya medición dependa del grado
de satisfacción de las necesidades humanas fundamentales (Max-Neef).
Esto último sin duda exigirá redefinir los objetivos de desarrollo
y sus indicadores. En este sentido la inadecuación del PIB parece
obvia en cuanto a que lo único que señala es cuánto se produce
para el mercado sin importar el qué y el para quién, y sin tener en
cuenta muchas actividades que contribuyen positivamente al bienestar
tanto individual como de la comunidad.
En
su análisis crítico al decrecimiento, Van der Bergh hace referencia
a la dificultad de medir el éxito del proyecto decrecentista dada la
complejidad de su propia naturaleza. No le falta razón. El
decrecimiento no es un proyecto cuantitativamente absoluto, pues
implica que ciertas variables crezcan —las relacionadas con la
mejora de la calidad ambiental y de la calidad de vida de las
personas— y que otras decrezcan —aquellas actividades
destructivas y que no proporcionan una mejora del bienestar humano—.
Si a esto añadimos que el decrecimiento tiene un carácter
multidisciplinar, resulta evidente la dificultad de encontrar un
indicador universal para su medición.
De
este modo, el decrecimiento puede servirse de indicadores
individuales para medir el progreso en terrenos concretos, tales
como: la tasa de desempleo, la redistribución de riqueza, la tasa de
pobreza, el índice de escolaridad, la tasa de emisión a la
atmósfera de gases de efecto invernadero o los kilómetros viajados
por los alimentos antes de llegar al plato. En ocasiones, estos
valores combinados pueden dar como resultado ciertos agregados de
bienestar (Kallis).
En este sentido
cabe prestar especial atención a nuevos indicadores sociales como el
Índice de Bienestar Económico Sostenible [4] o
el Índice de Progreso Genuino [5].
Su utilización sin duda nos aproximaría, con más éxito que la de
los actuales, a una medición del desarrollo a escala humana. Todo
ello sin olvidar que, por el momento, no existe ningún sistema de
indicadores perfecto, y que en ocasiones ciertos índices o flujos
materiales son difícilmente agregables.
La poesía y el amor como motores de la nueva cosmovisión
Son
muchas las herramientas imprescindibles para acometer el cambio de
imaginario que se precisa para comenzar una transición hacia un
modelo socioeconómico sostenible. Las más importantes son señaladas
con acierto en La
gran encrucijada:
-
Informar sobre la marcha real de la crisis civilizatoria y sus riesgos.
-
Desmontar las creencias socioeconómicas dañinas como el mito del crecimiento ilimitado.
-
Relacionar la superación de la Gran Recesión con la necesidad de afrontar los desafíos energético y climático.
-
Elaborar hojas de ruta para el cambio y aprender de las experiencias concretas llevadas a la realidad que empoderan a la ciudadanía.
-
Regenerar la democracia.
Sin
embargo, se precisa algo más: un giro ideológico y político que dé
lugar y generalice un cambio de conciencia. En palabras de Albert
Recio: “si no se incluyen elementos movilizadores, basados en las
mejoras a aspirar, va a ser difícil avanzar mucho en el terreno de
la autocontención (…) La batalla central es conseguir que una
parte de esta población seducida o atrapada en la pseudo-utopía
consumista cambie su percepción del mundo y se movilice en formas
diversas por un nuevo proyecto social. Y ello requiere organizar los
programas en torno a perspectivas optimistas y completas”.
En
definitiva, una transformación socioeconómica tan radical como la
que propone el decrecimiento, precisa una motivación muy poderosa
antes de que la inminencia del colapso haga imposible la tarea de
llevar a cabo una transición ordenada: Una llamada a la subjetividad
de las personas que logre una movilización voluntaria más fuerte
que la que pueden alcanzar acontecimientos externos como una guerra o
una catástrofe natural.
Evidentemente,
la transición hacia una sociedad de decrecimiento no tendrá las
mismas implicaciones para todos los pueblos, pues deberá saber
observar la heterogeneidad del mundo para identificar las necesidades
de cada territorio de modo que se pueda comenzar a labrar el
importante objetivo de equidad entre el Norte y el Sur, entre clases
sociales y entre generaciones. Precisamente por este motivo, la
adaptación al decrecimiento será sin duda más difícil en el Norte
opulento, donde la inmensa mayoría de la población sufre de una
fortísima adicción al crecimiento y al consumismo (García
Camarero).
Si
a esto sumamos que la salida del capitalismo requiere la existencia
de una gran participación ciudadana desde abajo, necesitaremos un
catalizador equiparable al que proporcionó en su momento el mito del
progreso. En la búsqueda de este objetivo Emilio Santiago Muíño
propone la poesía, definiéndola como una forma de vivir y estar en
el mundo que incluya “toda acción que tienda a dignificar y elevar
la vida del ser humano desplegando lo mejor de su condición”. La
poesía como pauta cultural busca lo maravilloso en lo cotidiano, un
reencantamiento del mundo que puede permitir que disfrutemos de una
vida plena en un contexto de disminución necesaria de la producción,
del consumo y, en definitiva, del metabolismo económico, a través
del redescubrimiento, el disfrute y el fomento de la soberanía
creativa de las personas. Una búsqueda que, lejos de ser una
ocurrencia sin fondo, tiene unas implicaciones filosóficas y
antropológicas importantísimas, pues supone una respuesta del ser
humano ante la conciencia de su propia muerte.
La
poesía de Emilio Santiago Muíño como motor de la reforma moral que
dé paso a una sociedad poscapitalista sostenible, no difiere mucho
del amor que reclama Julio García Camarero como condición necesaria
para el decrecimiento feliz y el desarrollo humano. Del mismo modo,
ambas propuestas se asemejan a la de Masanobu Fukuoka, que para
mejorar el mundo insta a una vida en una cultura natural que se base
en el disfrute de la verdad y la belleza de la naturaleza para
recuperar todo aquello que dota realmente de sentido a la naturaleza
humana: la belleza, el amor, la receptividad y la comprensión. El
concepto de amor al que se refieren estos autores debe ser una unión
activa hacia el ser humano y hacia todo lo que le rodea, todo ello
sin comprometer la propia individualidad.
La
poesía y el amor sin duda ofrecen un argumento o una vía positiva
que puede dar paso a la deconstrucción del mito productivista y
consumista enfocándose en las virtudes de la sencillez y la buena
vida antes de llegar al colapso como medio que lleve al paradigma de
sobriedad que se necesita para lograr un reajuste a los límites
ambientales. Así mismo, este enfoque positivo y preventivo sin duda
ofrecería muchas más posibilidades de éxito en el plano de la
justicia social. Sin embargo, la tarea de la transformación cultural
no es sencilla. Los procesos de socialización son lentos y el tiempo
del que disponemos es escaso. El colapso puede acelerar el proceso,
pero al mismo tiempo deberemos construir y mantener espacios
colectivos para difundir las ideas que conformen el nuevo imaginario.
Notas
[1]
Todos los seres vivos del planeta somos finitos, dependemos de la
biosfera, somos sintientes y por tanto capaces de sufrir y aspiramos
a la auto-conservación (Riechmann).
[2]
La rueda del dharma “es un antiguo símbolo que representa el
modelo cíclico y a la vez direccionado que despliegan las enseñanzas
del Buda” (Fukuoka).
[3]
El buen vivir acepta la existencia de alternativas al modelo de
desarrollo occidental y defiende aspectos muy vinculados al
decrecimiento como la no separación entre sociedad y medioambiente,
el valor intrínseco de la naturaleza y el rechazo a su
instrumentalización (Gudynas).
[4]
El Índice de Bienestar Económico Sostenible (IBES) contabiliza
positivamente, al igual que PIB las inversiones, el consumo privado y
el gasto público. Sin embargo, de forma adicional deduce el consumo
privado y el gasto público en seguridad. Además, añade el valor de
los servicios producidos y consumidos en el propio hogar y deduce los
costes de la degradación ambiental y la depreciación del capital
natural.
[5]
El Índice de Progreso Genuino (GPI) combina una cifra de consumo
personal corregido por una serie estadísticas sobre la distribución
de la renta con contribuciones no mercantiles al bienestar —como el
valor del trabajo doméstico y voluntario— y con una serie bastante
completa de indicadores medioambientales; siendo todo ello restado
del coste que suponen otros factores como el desempleo, la
delincuencia, las tasas de accidentes, la precariedad en el empleo,
la contaminación o la pérdida de espacios naturales (Hamilton).
Este indicador, mucho más completo, se diferencia del IBES en lo
siguiente: la adición de la redistribución de la renta, la
contabilización del trabajo voluntario fuera del hogar y la
sustracción de elementos de degradación social como la
delincuencia, los accidentes o el empleo precario.
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