MÁS ALLÁ DEL COOPERATIVISMO Y DE LA ECONOMÍA SOCIAL
El cooperativismo ha tenido una tendencia, con
 larga historia, a considerarse como una realidad (cumplida) de
 transformación social. La idea podría resumirse como sigue: basta
 producir de forma cooperativa y democrática, con relaciones
 horizontales que primen la equidad, la solidaridad, el respeto al
 medio ambiente y cierta atención al principio «de cada cual según
 su capacidad a cada cual según su necesidad» para que podamos
 decir que estamos algo más cerca de un modelo económico
 alternativo —socialista, comunista se diría hace algún tiempo—
 a las relaciones de “mercado”, o por hablar con propiedad, a las
 relaciones capitalistas. 
Aunque en estricto sentido esta idea es
 cierta, creemos que carece del necesario rigor a la hora de servir
 de estímulo a la expansión y politización del cooperativismo, y a
 la postre como herramienta de transformación. La presunción
 de “es una alternativa” tiende a encerrar al cooperativismo en
 una cápsula autosuficiente y limitante de lo que son y
 para lo que pueden servir estos experimentos de economía
 alternativa.
Lo que sigue son apenas unas notas a fin de
 discutir (e incluso definir) una hipótesis política para el
 movimiento que hoy se organiza en torno a la economía social. El
 análisis arranca de los límites y problemas de la economía
 social, lo que llamamos su “déficit de politicidad”, a partir
 de dos premisas. Una primera que consiste en hacer un
 mínimo análisis sobre la historia del cooperativismo (mutualismo
 sería una palabra más apropiada), centrado en dos momentos: el
 mutualismo obrero que se desarrolla entre mediados del siglo XIX y
 el primer tercio del XX, y en segundo lugar, el cooperativismo
 (también obrero) de los años setenta y ochenta.
Este desarrollo
 nos conduce al momento actual, que definimos como una tercera fase
 en torno a la “economía social”. La segunda premisa se
 despliega en tensión con las condiciones de desarrollo de la
 economía social, lo que también con una palabra vieja debemos
 llamar “economía política”, es decir: las condiciones del
 mercado actual (globalizado), la regulación “neoliberal” de la
 organización productiva, los nichos de la economía social y
 también la relación entre esta y los movimientos de protesta de
 los que, muchas veces, arranca. A partir de este análisis tratamos
 de esbozar una hipótesis política, al tiempo que tratamos de
 probarla en condiciones concretas.
Algo de historia
Hacia la década de 1830-1840 —llevaba algún
 tiempo cocinándose— se expande por el continente europeo, y
 especialmente entre las figuras de un nuevo artesanado cada vez más
 desprovisto de las condiciones que organizaban su oficio, la idea
 (entonces se decía en mayúsculas “La Idea”) de la “asociación
 obrera”. Se trataba de algo sencillo: fomentar la unión
 de los trabajadores, arrancados de sus viejas tradiciones gremiales,
 para defender las condiciones de su oficio, pero también para
 organizar la producción al margen de las condiciones de
 “competencia” que en aquellos tiempos se consideraban el origen
 de todos los males obreros: la depresión de los salarios impuesta
 por los emergentes mercados nacionales e internacionales, las
 continuas crisis que arruinaban a las empresas y producían el
 fenómeno del paro, la insolidariad y “soledad” del obrero.
Si se atiende bien, en aquellos tiempos de
 formación de la clase obrera, sindicato y cooperativa apenas eran
 distinguibles. La Idea (en mayúsculas) era la “mutualidad
 obrera”, una asociación-cooperativa de defensa y apoyo mutuo de
 los obreros, que podían compartir desde la propiedad
 colectiva de un taller hasta la puesta en marcha de un economato
 (cooperativa de consumo), pasando por la organización de seguros
 para viudas, huérfanos, enfermos y lisiados. Ante la total
 ausencia del Estado, entonces reducido a ser policía, ejército y
 ley, la asociación obrera se convierte en la “alternativa” para
 el naciente mundo obrero. Todo el socialismo utópico (Saint Simon,
 Fourier, Owen) trabajaba para recuperar o negar esta idea de la
 asociación obrera, para buscar una reconciliación entre capital y
 trabajo que impidiese la extensión de las condiciones de
 competencia capitalista. No hace falta recordar aquí la crítica de
 Marx sobre estos socialismos, acerca de su “falta” de método
 científico, pero conviene señalar, en cualquier caso, la
 incapacidad de estos socialistas para reconocer que entre
 capital y trabajo existía(e) un antagonismo irreconciliable.
De hecho quizás, la transición del socialismo
 utópico (de carácter reaccionario o burgués) a un socialismo,
 propiamente obrero, se encuentra en el momento en el que el naciente
 movimiento obrero toma la idea del mutualismo, como la base de un
 proyecto político propio. Fue seguramente Proudhom y el primer
 anarquismo, los que dieron el primer cuerpo teórico y de proyecto
 “socialista” a esta hipótesis a partir de los principios del
 mutualismo y el apoyo mutuo: la idea de una “asociación libre de
 trabajadores, agrupados y libremente federados” en sus respectivos
 oficios y talleres. Los textos de la Primera Internacional
 (1864-1976) están trufados de “proudhonismo”, de base
 mutualista, la autoorganización de los artesanos a partir de sus
 “asociaciones”, sin apoyo del Estado.
Lo cierto es que la evolución de la economía
 capitalista (la tercera y cuarta ola de la revolución industrial),
 posterior a la Comuna de París de 1871 y el fracaso de la Primera
 Internacional, tendieron a desmentir, o más bien, a hacer cada vez
 más obsoleta la primitiva idea del mutualismo obrero. Los cambios
 se produjeron en todos los órdenes. En el desarrollo del
 capitalismo decimonónico se produjo un nuevo salto en la
 generalización de la gran industria y una nueva vuelta de tuerca en
 la proletarización del trabajo. Las nuevas figuras obreras son
 definitivamente arrancadas de los pequeños talleres y de las
 tradiciones de oficio, y aplicadas en grandes fábricas con una
 organización moderna del trabajo. El proceso se acentúa todavía
 más a partir de la generalización de las cadenas de montaje y el
 taylorismo (décadas de 1910-1930). Del mismo modo, las
 nuevas organizaciones industriales, pero también el Estado,
 acabarán por pisar el suelo de las mutualidades obreras, ocupando
 el terreno en el que habían tenido un mayor desarrollo: las mutuas
 por enfermedad, seguros, etc. Desde Bismark, siempre con el
 fin de hacer frente al emergente movimiento socialista, se
 desarrolla el Estado social, que se concibe como un inverso del
 mutualismo, una gigantesca mutua autoritaria organizada por los
 seguros del Estado.
La acelerada división del trabajo, los efectos
 de una organización del trabajo cada vez más compleja y abstracta,
 la ampliación a escala mundo del mercado global, “alienan”
 progresivamente al trabajador de sus viejas tradiciones que eran la
 base del mutualismo. Progresivamente el movimiento obrero se
 “sindicaliza”. Surgen grandes sindicatos (a veces
 acompañados de grandes partidos políticos: los de la II
 Internacional) capaces de enfrentarse a las nuevas corporaciones
 capitalistas en su mismo terreno: la gran huelga, la paralización
 de una industria e incluso de una economía nacional al completo, la
 toma del Estado. Se entiende que el capitalismo ha “socializado”
 progresivamente la producción (en los trusts, las sociedades por
 acciones, etc) y el mando (en el Estado nacional moderno). Bastará
 entonces con tomar los medios de producción y el Estado, para
 someterlos bajo mando obrero (la famosa dictadura del proletariado)
 a las condiciones de producción del socialismo.
No obstante, el viejo mutualismo obrero (y todo
 su entramado cooperativo) no desaparecerá, conservando un papel
 relevante en la vida obrera. El economato, la cooperativa de
 consumo, los pequeños talleres o servicios para cuestiones básicas,
 así como el asociacionismo cultural (que iba desde las “tabernas
 socialistas” hasta los orfeones también socialistas), seguirán
 marcando la vida proletaria, su sociabilidad, su solidaridad
 concreta y efectiva. Pero la diferencia es que la “hipótesis”
 estratégica, y con ello el proyecto político, ha sufrido un
 desplazamiento radical.
Y aquí conviene no hacer una lectura simple,
 como aquella que señala el desplazamiento del mutualismo
 proudhoniano al marxismo y los partidos de la segunda Internacional
 como una opción obligada. En este desplazamiento (desde luego mucho
 más rico que lo que aquí se puede demostrar) el movimiento obrero
 responde a unas condiciones económicas y políticas que han mutado.
 El propio anarquismo español dará un viraje similar, al del resto
 del movimiento obrero europeo, que le llevará, por medio de una
 larga travesía, de la derrota de la I Internacional y la Primera
 República a la formación de sindicatos y en 1910 a la constitución
 de la CNT. Y también en el anarcosindicalismo hispano se pueden ver
 discusiones parecidas a las que se sostienen en el socialismo, y
 luego en el comunismo, europeos. Como en este, dentro del
 magma de la CNT y del mundo libertario hispano sobrevivió una
 fuerte tendencia mutualista y un entorno cooperativo desarrollado,
 pero este no dejo de ser criticado como “insuficiente” frente a
 la preparación de la revolución y la colectivización de la
 producción.
Si se pueden sacar algunas conclusiones rápidas
 del desarrollo del mutualismo obrero es que este no dejó de
 pensarse, en ningún momento, como una herramienta a un tiempo
 económica y política de defensa de una nueva clase social. Siempre
 existió una tendencia a “despolitizar” el mutualismo como una
 mera mejora de la producción frente a los excesos de la competencia
 capitalista. Si se observa bien, esto es lo que luego
 explotaron formas de cooperativismo “a medias”, como las que
 impulsa el sindicalismo católico desde la primera década del siglo
 XX, especialmente en aquellos sectores sometidos a un intenso
 proceso de transformación y subordinación y a nuevas condiciones
 de mercado, como los pequeños campesinos propietarios. Pero lo
 crucial aquí, es que mientras existió movimiento obrero y política
 obrera, el cooperativismo ocupó un papel más o menos destacado
 según las condiciones del momento, y el valor político en términos
 de “ofensiva” del propio experimento cooperativo. Pasemos al
 segundo momento.
1973, los precios del petróleo se multiplican
 por tres en el espacio de unos pocos meses debido a la guerra del
 Yom Kippur y la fundación de la OPEP. Desde 1968, al menos, la
 agitación en los grandes centros industriales de Occidente empuja
 los salarios por encima de los pactos keynesianos que los ligaban a
 los incrementos de productividad. La crisis está servida. Son años
 de huelgas salvajes, de crítica al sindicato como “gestor del
 capital”, de consignas anómalas como la del “rechazo del
 trabajo”... En muchas fábricas, al patrón ya no le sale a cuenta
 producir en esas condiciones. Y la abandona. En ocasiones, los
 obreros se hacen cargo de la producción.
Toman las fábricas con ideas que no corresponden
 exactamente con el grueso de la reivindicación obrera principal:
 menos horario, más salario. Se apoyan en los viejos
 conceptos del consejismo obrero, de la autogestión
 (entonces todavía circulaba cierta idealización del experimento
 yugoslavo). En España más de un millar de unidades productivas son
 así tomadas por los propios trabajadores. Se calcula que son más
 de cien mil los trabajadores y trabajadoras que participan en estas
 experiencias. El gobierno socialista se ve obligado a reconocerlas y
 crea una figura nueva parecida aunque atemperada a la del viejo
 “cooperativismo”: las sociedades laborales.
La experiencia de este industrialismo cooperativo
 es, no obstante, agridulce. Se produce al final de un ciclo de
 movilización obrera que acaba en derrota política tras la
 institucionalización sindical y los pactos de la Transición, pero
 también cultural. El paro, la reconversión, la
 desindustrialización, el alcoholismo y la heroína minan la vida y
 la convivencia en los barrios obreros. No hay alternativas de vida.
 El cooperativismo o la sociedad laboral son experimentados
 como una solución a veces desesperada, a veces como un mal menor.
 Un documental “Numax Presenta”, de Joaquim Jordá, muestra las
 dificultades y las contradicciones de un grupo de trabajadores que
 tomaron la fábrica ante el abandono del empresario en 1976-1977. La
 fábrica en “régimen de autogestión”, como muchas otras
 después y especialmente en la década siguiente, no sobrevive. La
 reproducción de la organización del trabajo, el empeoramiento del
 mercado entonces en proceso de contracción y de exceso de capacidad
 a nivel global, sobre todo, sitúan unas condiciones que llevan a la
 incapacidad de que la autogestión suponga otro régimen laboral y
 de comunidad, y se constituyen en razones aducidas en el fracaso de
 la experiencia.
Aquella época dejó, de todas formas, un
 gran número de experiencias cooperativas que perduran hasta hoy,
 como es el caso de la CC de Mondragón y también de muchas
 cooperativas de autoempleo en servicios públicos que sirvieron para
 que determinados colectivos salvaran la crisis de empleo de los años
 ochenta. Pasada esta experiencia, ¿estamos hoy ante algo
 parecido a una nueva economía social, un nuevo cooperativismo?
Entre el emprendizaje y la empresa
 política
Treinta años de neoliberalismo, de erosión del
 Estado social, de extensión de las prácticas de las
 subcontratación, de terciarización de la economía, de
 precarización generalizada, de ataque al salario y la organización
 obrera, separan nuestra situación de la última “explosión
 cooperativa”. Pero ahora, parece, se intuye un nuevo
 cooperativismo. Tiene fuentes diversas, a veces contradictorias.
En muchos casos, surge como un experimento
 asociativo del trabajo profesional ante el abandono del Estado (del
 servicio público directo). Así se crean cooperativas de padres y
 profesores (colegios concertados principalmente), de médicos y
 personal sanitario, de trabajo e intervención social, también en
 distintos ámbitos de la consultoría, e incluso en el propio
 fomento del cooperativismo, como “consultoría de autoempleo”.
 Se trata, en términos de Bologna (véase la bibliografía que
 acompaña a esta ponencia) del “trabajo autónomo de
 segunda generación”, que corresponde con una composición social
 que desborda el perfil del movimiento obrero: trabajo profesional,
 de alta cualificación, formación universitaria. Antes que
 “cooperativismo obrero” se trata de trabajo profesional
 mutualizado, que corresponde con los perfiles característicos de la
 clase media.
Clave en este trayecto y también en su
 composición (middle class) es que en muchos casos, por no
 decir la gran mayoría, el cooperativismo de los profesionales tiene
 una alta dependencia de los presupuestos del Estado. Se trata de
 servicios que el Estado (y sobre todo los ayuntamientos) subcontrata
 y que las asociaciones de profesionales, en régimen cooperativo,
 pueden prestar en condiciones más baratas y a veces de mayor
 calidad y eficacia. La paradoja es que, aunque muchas veces,
 se realiza como “servicio a la comunidad”, en términos
 objetivos puede suponer una pérdida o una diferenciación en el
 acceso a los derechos sociales. Un ejemplo paradigmático
 es el de las cooperativas adscritas a los conciertos escolares, lo
 que tiende (se quiera o no) a reforzar el régimen dual del sistema
 educativo español.
Motor también de este nuevo cooperativismo son
 los “emprendimientos económicos” que se organizan directamente
 desde los movimientos sociales, en muchos casos como parte orgánica
 de los mismos. En este caso, la valencia política cobra una
 importancia muy por encima de la profesional; antes política que
 autoempleo. Los emprendimientos surgen en paralelo al
 desplazamiento de la centralidad obrera a las nuevas formas de
 protesta de los movimientos sociales. Ligadas al feminismo
 surgen así las clínicas y centros de planificación familiar; al
 ecologismo, las cooperativas de investigación y producción de
 energías renovables. Posteriormente, a partir de los años noventa
 (en el Estado español) y con la emergencia de una nueva generación
 de movimientos sociales de carácter juvenil, aparecen los
 emprendimientos de ocio (como bares, cines, etc.) y de formación
 (como librerías, periódicos, etc.), que se incardinan dentro de
 estos mismos movimientos liderados principalmente por los centros
 sociales okupados. Del mismo modo, el movimiento neorrural unido al
 ecologismo, da también cuerpo a las cooperativas de producción
 agroecológica y de consumo. La experimentación tecnológica ligada
 a la expansión de Internet y a la aparición del hacktivismo
 producirá una nueva generación de empresas cuyo centro es el
 software libre.
En la experiencia de estos emprendimientos de
 última generación se dibuja una forma de empresarialidad que va
 más allá del cooperativismo. Se intuye que lo que se trata no es
 de “vivir” de algo que “gusta”, sino de reforzar una forma
 de vida, que se “vive” ante todo como política. Se intuye
 también que de lo que se trata es de “autonomizar” las
 competencias que se deben prestar al mercado para construir una
 forma de empresa que en realidad es una herramienta política.
 Incluso se llega a acuñar el concepto de “empresa
 política”, para significar a un colectivo que tiene una
 actividad económica pero al que le importa es hacer política, esto
 es, intervenir sobre un terreno concreto, prestando las competencias
 y la energía (que de otra manera se tendrían que “vender al
 mercado”) en una actividad autónoma. En cualquier caso, en la
 mayoría de estas experiencias domina la precariedad de las
 iniciativas, la debilidad de la financiación, y sobre todo su
 estrecha conexión con una forma de vida, que se prueba (como muchas
 veces ocurre con estos movimientos) como al margen de la sociedad y
 el mercado, o al menos los circuitos convencionales de mercado.
Se trata, por tanto, de ordenes de experiencia
 económica claramente distintos. No obstante, entre ambos extremos,
 entre la asociación laboral de profesionales y los emprendimientos
 de los movimientos sociales, existe una amplia paleta de grises,
 salpicada de experiencias que se alimentan de otras fuentes, como
 aquellas que vienen de los años setenta y ochenta, mucho más
 conectadas con la crisis industrial y las iniciativas contra el
 paro. Sea como sea, estas experiencias son las que conforman el
 grueso de lo que hoy se llama “economía social”, un
 conglomerado que dista de ser homogéneo.
De hecho, uno de los problemas centrales de la
 economía social, y probablemente uno de los lugares en los que esta
 se resquebraja y empieza a mostrarse de forma contradictoria está
 en aquello que las “unifica”. Formalmente, lo que parece
 reunir al nuevo cooperativismo es una cierta apuesta por relaciones
 laborales democráticas, la inclusión de una política de
 “valores”, así como la vocación por construir una economía al
 servicio de la “gente”, de la sociedad. Políticamente
 esto se considera como un valor en sí, e incluso como una
 “alternativa” a la economía de mercado. La cuestión es ¿basta
 esto como hipótesis política? ¿Es esta modalidad cooperativa una
 “alternativa” eficiente al modelo capitalista?
Por tomar otro punto de partida, dentro de la
 heterogeneidad de estas experiencias, destacar que todas ellas están
 sometidas a los condicionantes de una nueva economía política
 dominada por la retirada del Estado social y la precarización, así
 como por la erosión progresiva del derecho laboral. En una
 situación de escasez de renta y sobre todo del empleo, el
 cooperativismo no es sólo una alternativa (ideal, “pura”, libre
 a la salarización), sino muchas veces un medio de pura y simple
 supervivencia. Para los emprendimientos de los movimientos sociales
 esto tiene una importancia no pequeña. En la medida en que sus
 precarias economías, son tomadas como un medio para continuar una
 forma de vida “militante” (en parte de los ámbitos que
 señalábamos: hacktivismo, agraoecología, producción cultural),
 las tensiones estallan casi inmediatamente entre el sostenimiento
 del emprendimiento y la vocación política del mismo. En
 muchos caso, y a menudo empujadas por la maduración biológica de
 sus trabajadores, se produce una tendencia a la profesionalización,
 entendida como asimilación a las condiciones de mercado en las que
 se realiza la actividad. El resultado es una pérdida progresiva de
 la comunidad-movimiento de origen (que a veces desaparece en ese
 proceso) y con ello una asimilación a las condiciones empresariales
 de la asociación cooperativa profesional de autoempleo. La
 consecuencia es también la progresiva despolitización de la
 actividad.
Por otra parte, la búsqueda de mercado se tiende
 a realizar, cada vez más, sobre clientes institucionales, lo que se
 produce es una progresiva asimilación de las modalidades de
 cooperativismo. La dependencia de los presupuestos convierte a estas
 empresas cooperativas en otra cosa quizás distinta a la que era la
 intención de partida. De hecho, conviene considerar seriamente la
 posibilidad de que estos experimentos cooperativos sean funcionales
 como avanzadilla de nuevas formas de gestión de una fuerza de
 trabajo que se abandona a la “autogestión”, que se gobierna a
 partir “autoorganización” laboral y su explotación directa por
 las asimetrías del mercado. Algo que parece confirmarse en
 el mismo grado que su “despolitización”, esto es, en función
 de su alejamiento de formas y experiencias de organización
 política.
Por si esto no fuera poco, a partir de los años
 noventa y especialmente a partir de las crisis de 2007, se
 generaliza un nuevo discurso empresarial, el “emprendizaje”. La
 iniciativa personal, como mecanismo de generación de riqueza, la
 expansión y desarrollo de las competencias propias, la creatividad,
 el “tu lo vales”, el trabajo como autorrealización constituyen
 elementos centrales de esta narrativa. En el ala izquierda de los
 discursos del emprendizaje se admite también a la economía social,
 a la autoorganización colectiva, a los experimentos cooperativos.
Un ejemplo: en el cénit de la crisis
 (2009-2010), el gobierno británico acuña el eslogan big society,
 gran sociedad. La política austericida muta, la retirada del Estado
 se disfraza en autoorganización social para la autoprestación de
 servicios. Si una biblioteca carece de presupuesto que la
 “autogestionen” los usuarios. El cooperativismo y
 el mutualismo se vuelven solución, como en los años setenta, pero
 esta vez no para mantener el empleo, sino el Estado social.
 La big society no pasa de ser un amago, pero en paralelo se
 generalizan una serie conceptos que no dejan de compartir el mismo
 marco. Los más importantes son el de “economía colaborativa”
 donde cada cual puede convertirse en autónomo o en consumidor de un
 producto sin intermediarios, y normalmente sin regulación estatal
 ni contribución fiscal. (La economía colaborativa va como se sabe
 desde el chapuzas a domicilio, al alquiler de una habitación a un
 turista, pasando por convertirte en taxista sin licencia.) El otro
 concepto interesante es el de innovación social, que extiende la
 vieja figura del empresario, reconvertida en emprendedor, a todo
 colectivo y comunidad con capacidad de “emprender” para
 satisfacer una “necesidad social”.
La economía dominante tiende a asimilar a la
 “economía social y alternativa” como una forma de empleabilidad
 en línea con la “rarificación” de la renta y el empleo. Al
 mismo tiempo, la economía social tiende a despolitizarse al asumir
 posiciones cada vez más centrales en el marco de la economía
 convencional. Véamos el problema con un ejemplo reciente, que a
 nuestro entender apunta a los límites del nuevo cooperativismo.
Un ejemplo al caso: las “alcaldías del
 cambio” en sus límites
De cara a aterrizar la discusión nos parece
 interesante situar como caso concreto los desarrollos sobre
 cooperativismo y economía social y solidaria, que se están
 impulsando o están en proyecto de activación en los diferentes
 ayuntamientos salidos de las últimas elecciones. El primer punto de
 partida es entender que la llegada de las nuevas fuerzas políticas
 a los ayuntamientos nace de la apuesta de democratizar dichas
 instituciones. Entendemos democratizar por devolver la institución
 municipal a la ciudadanía rompiendo el secuestro de la misma por
 parte de los intereses oligárquicos que sobre todo en las últimas
 décadas y de forma diversa, han aplicado la agenda neoliberal de
 recortes de derechos y privatización de empresas y bienes públicos.
 Si tomamos como contraejemplo el modelo de la Big Society que
 mencionábamos antes, las políticas públicas deberían apostar por
 una serie de líneas de trabajo que describimos a continuación.
Desde los ayuntamientos entendidos como gran
 empresa proveedora de servicios públicos debe de revertir las
 dinámicas marcadas por las políticas neoliberales. Por tanto,
 revertir los procesos de expropiación de los bienes públicos por
 medio de subcontratación o directa privatización de los mismos.
 Para ello, pensamos que la remunicipalización de servicios
 públicos en régimen de cooperativa mixta, modelo joven, pero ya
 practicado en algunas zonas, debería ser uno de los modelos a
 elegir, aunque no el único. A través de esta
 cooperativización, la economía solidaria podría incluir sus
 principios en la prestación de servicios a través de procesos de
 acompañamiento o incluso incorporar a sus entidades como
 prestadoras de servicios.
Es imprescindible además incluir en este proceso
 de remunicipalización a las experiencias sindicales y procesos de
 lucha que se han opuesto a la privatización de los servicios
 públicos. Sumaríamos además a las empresas en quiebra apoyando
 los procesos de recuperación por parte de sus propias plantillas.
Consideramos esencial el contacto directo
 con los sectores en lucha, sindicados o no, así como el
 establecimiento de líneas de trabajo directo con los grupos
 organizados de trabajadoras y trabajadores domésticos en lucha por
 la dignificación del sector. Un sector clave en un
 contexto de envejecimiento generalizado de la población en nuestras
 sociedades. Y situado además, en el centro de la crisis de cuidados
 que se despliega por la sociedad capitalista en su conjunto.
Sólo afrontando estas articulaciones superaremos
 algunos de los límites a los que se enfrente el cooperativismo y la
 economía solidaria hoy en día.
Elementos de hipótesis
La economía social debe arrancar de su posición
 en los circuitos de explotación capitalista de los que, quiera o
 no, forma parte. La formas de organización de la producción
 tienden hoy a abandonar segmentos enteros de la cadena de valor
 hacia la autoorganización productiva, al trabajo autónomo
 organizado. No en otro sentido va la generalización de las
 prácticas de subcontratación y externalización. De igual modo, el
 Estado y el servicio público se está adaptando a esas mismas
 modalidades de organización. En este sentido, el trabajo en régimen
 de cooperativa no se sitúa como una alternativa a la economía
 capitalista sino en la misma línea de tendencia del capitalismo más
 moderno y agresivo.
Por decirlo con otras palabras, ya no es
 la subordinación jerárquica dentro de la empresa la que organiza
 el trabajo, sino su subdivisión y subcontratación externa en
 régimen de competencia. En este sentido, dentro de un
 mismo espacio económico pueden convivir prácticas igualitarias y
 cooperativas dentro de una microempresa y la más feroz competencia
 fuera de la misma, y presionando sobre la misma. El mercado y la
 precariedad son las nuevas formas del mando, frente a la jerarquía
 y la disciplina del empleo industrial.
Algunas orientaciones generales pueden servir
 para definir el trabajo cooperativo como un espacio económico no
 sustraído a los circuitos capitalista de producción de valor, pero
 si al menos, como ocurrió en el viejo mutualismo, convertido en
 arma política y de construcción de clase (en este caso de
 comunidad).
 1. La vinculación de las
 experiencias cooperativas y de los emprendimientos económicos con
 movimientos sociales y políticos concretos. En este sentido la
 empresa se debe entender como parte orgánica de una comunidad
 concreta (importante que sea concreta) y en lucha sobre cuestiones
 generales o específicas.
 2. La orientación de la
 actividad económica de la cooperativa a las necesidades de esa
 comunidad concreta en un régimen no de mercado, cuanto de servicio
 público-común a la misma.
 3. La consideración de
 que el mejor cooperativismo es aquel que no depende del presupuesto
 público y que no suple servicios que deberían realizarse
 directamente por la administración pública. Obviamente muchos de
 estos servicios de deben y se pueden “mutualizar” pero estos se
 comprenden principalmente ligados a experiencias sindicales, y no
 como trabajo profesional subcontratado.
 4. La consideración de
 los elementos internos laborales y la política de valores como
 insuficientes en tanto elementos diferenciales en el marco de las
 economías de mercado. Es de nuevo, el vínculo a las comunidades
 concretas y a formas de vida específicas, en definitiva, a la
 construcción de sujetos colectivos, lo que debiera ser el principal
 motivo del emprendimiento económico.
 5. La consideración del
 autoempleo como un motivo ambiguo y menor en las experiencias
 cooperativas, en línea con lo ya señalado en términos de la
 tendencia a externalizar segmentos enteros de trabajo, sobre la base
 del discurso del emprendizaje y de la innovación social.
Por Fundación de los Comunes en Diagonal
 Periódico
Para seguir con los debates esta
 serie de artículos que empiezan con la
 cuestión del cooperativismo.
Por
 Emmanuel Rodríguez y David
 Gámez (Traficantes de Sueños)

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