La supresión de las distancias físicas y temporales ha
entrado en una fase creciente de aceleración de la vida y del trabajo. Ante ese
estado de cosas, ¿cómo recuperar la centralidad de la dignidad humana?
Los sistemas económicos no son ahistóricos, evolucionan y
adquieren formas concretas que influyen, y son influenciadas, por los contextos
sociales en que se insertan. El capitalismo de hoy es distinto al que tuvo su
eclosión con la revolución industrial. El actual es un capitalismo que ha
mutado hacia una forma omnipresente en la que todo lugar es susceptible de ser
una extensión del mercado.
La hiperconectividad, entendida como un estado de inmersión
mediado por objetos que paradójicamente nos separan del mundo al acercarnos a
su representación, tiende a eliminar la noción de distancia física y temporal,
de manera que todo parece ser simultáneo. Lo anterior ha devenido en
la aceleración de la vida y del trabajo, la cual ha comenzado a ser conocida
como rapidación; el
término es un neologismo utilizado por el Papa Francisco en su encíclica Laudato si para criticar la celeridad de los
cambios que deterioran al mundo y a la vida humana en general.
Si bien la aceleración de la vida conlleva una amplia
variedad de ventajas en términos de eficiencia y rentabilidad económica,
también genera saldos negativos, de los cuales el más importante es la negación
de la dignidad humana. Las regulaciones que protegen a sectores vulnerables o
aquellas que limitan algunas actividades económicas burocratizan al sistema y
aminoran las posibilidades de obtener ganancias. La “rapidación” del sistema
económico requiere flexibilidad en el sentido más amplio; todo aquello que
ralentice al sistema es ineficiente y en consecuencia es desestimado.
Esta lógica de rapidación nos
ha atrapado de manera tal que incluso en nuestros ratos de ocio, y sin
advertirlo, nos convertimos en ciber-obreros que creamos y transmitimos valor.
Lo que en su momento los clásicos nombraron salario de subsistencia hoy lo
podríamos llamar acceso libre a los contenidos; todo con el fin de que no nos
desconectemos y no suspendamos la cadena de generación y transmisión de valor.
Esta rapidación, en conjunto
con la hiper-conectividad, ha devenido en una sociedad de control que actúa de
manera muy sutil y que, como dice un ensayo de
László F. Földényi, nos ha derrotado con tal astucia que hasta
nos ha regalado la ilusión de ser los vencedores, a pesar de ser sus esclavos.
Esta era en la que todo es susceptible de ser mercancía
implica, en última instancia, que el hombre no sea considerado como un ser
humano sino como una oportunidad de hacer negocios. Ante este estado de cosas,
¿cómo dar una respuesta que humanice a nuestras sociedades en esta era del
capitalismo informacional? En principio resulta imperativo modificar nuestra
noción de progreso, la cual hemos asociado al crecimiento económico, y comenzar
a pensar que el crecimiento no necesariamente implica progreso.
Quizá sea momento de decrecer, de dar un paso atrás y
construir relaciones económicas realmente sustentables. Nicholas
Goergescu-Roegen, el gran economista incómodo, y Serge Latouche ya han
advertido los riesgos del crecimiento acelerado así como las ventajas de
comenzar a decrecer. Incluso el Papa Francisco cita explícitamente al
decrecimiento en la encíclica ya mencionada. Nuestra manera de producir,
distribuir y consumir no sólo ha puesto en riesgo a las personas más
vulnerables, sino al planeta mismo. De vez en cuando no está de más tener
presente que estamos ante la mayor crisis que ha enfrentado una civilización.
Erick Limas - Ala izquierda
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