VAGABUNDO
No es el ser humano sino un vagabundo, un alma errante sin
más techo que las estrellas, sin más hogar que su camino, sin más amparo que sí
mismo en la fría noche. Su destino es viajar sin metas predeterminadas, su sino
es perderse en el bosque y buscar su salida, despertarse con el silencio de la
mañana, alzar la vista al cielo en busca del gran mediodía, y deslizarse en la
tarde hacia la oscuridad que nos adormece e invita a soñar.
Feroz, el deseo ruge salvaje, se rebela el indomable contra el orden establecido, y sale al encuentro del aire limpio de las montañas y sus arroyos cristalinos. Late poesía en su arrojo, en su demencia, en su devenir impelido por el fuego, en la rojez de su mirada encendida. Fluye el mar en calma, en la vasta pradera, en el sosiego de su despreocupación, de su renuncia, en el hombre tranquilo lejano a los atisbos de la civilización.
El viajero se pregunta «¿a dónde camino?», y en el valle resuena con eco «sigue caminando». Nómadas hemos sido, y nómadas nos pide la tierra ser.
El sentido de la vida no es la civilización, no es el asentamiento sedentario que sedientos nos deja de otros lugares, otras vivencias; no es el cultivo del campo ni la crianza de una prole, y menos aún el adaptarse a la selva urbana como pisapapeles o ciberusuarios. Algo ruge todavía en nuestro corazón de simios, algo salvaje y primitivo como la naturaleza, aunque elevado y espiritual como acontece a los pequeños dioses que se anticipan a su futuro de superhombres.Feliz quien no tiene casa, porque su mundo es más grande.
Feliz quien no tiene hogar, ni cónyuge que lo espere cada noche. Desarraigado
sin patria ni familia se puede caminar más lejos. Feliz sin vehículo propio, no
es más libre quien propiedad posee. Todo de alquiler y deambular ligeros, con
la sonrisa en los labios, con la mirada al frente, seguros de nosotros mismos
aun cuando nuestra vida segura y acomodada queda atrás.
El asceta de los senderos renuncia a la seguridad de la
urbe, renuncia a la riqueza material, al reconocimiento de los otros hombres.
Medita en su caminar silencioso y disuelve su ego en la naturaleza que lo
envuelve. No aspira a ser Señor ni súbdito, amo ni esclavo, burgués ni
proletario, príncipe ni mendigo. Solo aspira a ser él mismo, y la esencia de su
ser es la nada. Solo aspira a encontrar el final del pozo de su alma, y
hundirse en él, y encontrar en la vaciedad de la existencia aquello que llena
el corazón de los hombres.
Paso tras paso, atrás quedan las flores marchitas, las
sombras de un pasado olvidado. Delante, siempre delante, están el cielo
radiante y la primavera que espera un nuevo florecer.
Paso tras paso se suben las montañas, y una vez en lo alto…
¡ah! deja Sísifo caer su carga, baja él mismo ligero, y vuelta a empezar. Todo
querer es vano, todo sufrir inútil. Olvidar, solo nos queda olvidar, y
embriagados seguir caminando. El perfume de los nuevos jardines floridos ha de
servirnos de licor que excite nuestros sentidos y ahogue nuestros recuerdos en
aguas limpias de luminosos reflejos centelleantes.
La flor del camino, la flor del olvido. La melodía de la
canción silbada que deja atrás voces e imágenes, y penetra en los andurriales
del bosque fresco, rejuvenecido, de pájaros cantando, de árboles henchido, de
montes coronado. Mundo extraño la soledad acompasada del verdor bullicioso, del
olor del campo.
Las miradas de los curiosos ante el forastero que atraviesa
cada pueblo nutren el silencio del errante. Las palabras de las gentes con
quien se tropieza son su calor humano, su hogar en ninguna parte. Cual espíritu
que ve sin ser visto, espectador ajeno a la escena teatral, contempla el
caminante perdido la perdición de las demás almas, y pues que pasivo observa y
sigue su trayecto sin detenerse, no actúa sino comprende la vida cuyo sentido
es padecer y luchar como pies que descalzos avanzan por las piedras del
destino.
El ser humano no existe a nivel individual sino como parte
de una sociedad, de un planeta, de un cosmos. Piérdase por tanto el uno entre
los muchos, entre las gentes, en la naturaleza, en la noche bajo las estrellas.
Fúndase el uno con el todo y nazca así el sueño de todos los hombres, de todos
los astros. Caminemos, caminemos, persigamos el infinito en el horizonte para
alcanzar la deseada unión.
No es sabio ni profeta, no viene a traer la salvación de los
hombres. Tampoco es hippy o adepto de alguna que otra moderna
raza urbana. Sus viajes no son los de las drogas alucinógenas, ni vive en
comuna, ni es mercader ambulante de pulseras y trastos. Ni mucho menos es un
turista, patética representación del arte de viajar. Nada debe visitar, ni
tiene su ruta planes que no improvise la vida. ¿Quién es, pues? Un poeta que ni
escribe ni recita, un aprendiz sin maestro y maestro sin alumnos de la escuela
del mundo, un místico sin religión, un alma perdida… Ser un don nadie en el
vagabundo es una metáfora de la condición humana.
Por las estepas del nihilismo, bajo un Sol abrasador, la
mirada se nubla, el horizonte se vuelve borroso. Busca el sediento solitario su
manantial, el fresco fluir del Espíritu, la sombra amiga que aviva el alma y da
sentido a la existencia. Busca el valle fértil, de frutos jugosos que quitan la
sed del viajero, de prados y arboledas, de regueros, cañadas y riachuelos. El
manantial de la vida, de donde brotan el llanto del niño y la sangre apasionada
de los amantes. La tierra feliz, en donde los hombres colman sus corazones.
Busca en vano el peregrino, pues tal tierra no existe, pero de ilusión también
se vive y camina.
Miré al infinito, tras la noche estrellada, y me sentí solo.
Comprendí el misterio de la oscuridad, he visto lo que su velo esconde. Todo
individuo cuya verdad es la naturaleza como un todo, cuya ley es la de errar
como gota de un río, cuya idea de belleza está disuelta en la eternidad, aquel,
digo, a la vez se sentirá lleno y vacío, en comunión con el cosmos, con el frío
cosmos, y sintiendo que como individuo no vale nada. Nada y soledad depara a
quien ve cómo su cuerpo es arrastrado por las olas como si de una pequeña barca
en alta mar se tratara.
La paz del Espíritu, lejos del mundanal ruido. El secreto
bajo las losas frías, el silencio eterno. En el último suspiro se halla el buen
puerto de cuya añoranza se nutre el ir del infatigable peregrino. Tuyo es,
caminante, el angosto pasaje hacia el fuego de las tinieblas. Es tu fe en el
destino desconocido luz que alumbra los senderos de la humanidad: nada hay más
cierto en la vida que su incertidumbre. Luz es el esplendor de las mañanas que
el Sol eleva e ilumina, tu nuevo día en el incesante recorrido que el devenir
nos trae.
Al mar llegan sus pasos desde las montañas. Las aguas se
ciernen sobre la costa y sus acantilados, abrumadoras en su espumoso ondear,
rompiendo el silencio de la playa solitaria, arrastrando los remansos de
eternidad hacia la orilla. Enmudece el tiempo entre sombras, y se allega sin
prisas en las olas sobre la tersa piel acuosa.
Sobre el mar de nubes suspira el ángel de cabello rizo y
ojos risueños, en dulce sueño se sumerge y camina para perderse entre el
espesor neblinoso. Poco a poco deja de verse su figura. Su perfil de espaldas
se funde con el vapor. Que los dioses bendigan a los bohemios, porque de ellos
es el sentido de la existencia.
Como la vida pasa, como el corazón late, así transcurre
serena, jubilosa, la existencia de lo que fluye. Perenne campo de flores,
pradera de lejano horizonte que envuelve con la tela de los sueños la brisa de
mañanas y tardes. Como el aire fluye, como las olas llegan, así canta el día,
así brilla el cielo, así transcurre serena, jubilosa, la existencia de lo que
vive.
¿Qué busca el hombre? Su cielo, su infierno, su destino
fatal. Arder en su fuego, consumirse en el deseo, vivir en el ansia, hallar
certeza en lo incierto, perderse y encontrarse en los brazos protectores. Huir
de todo, ser de nadie, nada poseer, ser olvidado para resurgir de entre las
cenizas victorioso.
Arrastra la ventisca las hojas, arranca la voluptuosidad con
coraje al corazón de su dormitar para elevarlo al silencio, al imperio
magnánimo del Espíritu. Cae en profundo sueño envuelto en el torbellino de una
tormenta que devora a sus hijos predilectos. Cierra sus ojos en un mundo para
poder abrirlos tímidamente en otro. El lento discurrir de la melodía, un solo
en medio de la orquesta de la naturaleza, virtuoso de las cuerdas del alma en
registro poético. Camino perdido hacia el horizonte sin fin, hacia lo lejano,
en un lento decaer de la luz que el otoño envuelve arrastrando sus hojas con la
ventisca, acaecer melancólico.
Soledad llaman a quien almas se lleva, consumiendo y
extinguiendo las vidas. Noche perpetua, luz de ciegos, sonido de sordos.
Atraviesa con fuego calcinante las entrañas del errabundo, quema el filo que
corta la respiración. Penetra en la sangre, llega a la médula y araña los
huesos. Su infierno, mas también su cielo. Cielo de pureza infinita, de
resonancias místicas en el ocaso del mundo. Dolor que glorifica, espacio
callado de dulces melodías. Paso tras paso, adelante se hallará la nueva luz,
las llamas del Olimpo, y tú, solitario, llegarás a la meta para consolar las
fatigas de tu cuerpo exhalante en sangre cálida, audaz.
Fragmento de El espíritu de la materia. Meditaciones
poético-filosóficas, publicado en el volumen
III de Voluntad.
VISTO EN: https://disidentia.com/vagabundo/
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