LA CIENCIA NECESITA UNA PIZCA DE LIBERTAD
La llamada cultura de la cancelación (que también podría llamarse cultura de la aniquilación) suele ser vista por sus críticos como una serie de actos abiertamente bárbaros destinados a desbaratar determinados fenómenos de la cultura (libros, espectáculos, eventos, conferencias, etc.) y eliminar así procesos culturales enteros.
Aunque este tipo de incidentes también se observan cada vez con más frecuencia en las instituciones científicas (por ejemplo, en forma de interrupción de conferencias, shitstorms contra investigadores impopulares o incluso agresiones físicas a científicos, estoy convencido de que, al menos en el ámbito de la ciencia, el uso de la cultura de la cancelación es demasiado estrecha y superficial.
En ciencia, la lucha contra estas acciones bárbaras es una lucha contra los síntomas y no contra las enfermedades. La ciencia presupone necesariamente el libre pensamiento, por lo que cualquier restricción de la libertad de investigación es un acto de cultura de la anulación, destinado -intencionadamente o no- a destruir la misma institución de la ciencia.
¿QUÉ ES CIENCIA?
Según la leyenda, un
mercader griego quería cruzar el Mediterráneo para vender sus mercancías en
Egipto. Sus vecinos le aconsejaron que hiciera sacrificios a Poseidón, el dios
del mar. «En esta tablilla», dijeron, «están los nombres de numerosos marineros
que hicieron sacrificios al dios antes de un viaje, y todos llegaron ilesos a
su destino». Pero yo necesitaría, respondió el mercader, cuatro tablas: las de
los que ofrecieron sacrificios a Poseidón y llegaron a su destino; las de los
que ofrecieron sacrificios y, sin embargo, naufragaron; las de los que llegaron
a su destino sin sacrificios; y las de los que naufragaron sin sacrificios.
Sólo a partir de la comparación entre estas cuatro listas puedo tomar una
decisión razonable sobre si vale la pena ofrecer sacrificios al dios.
Independientemente
de que la leyenda sea cierta o una buena invención, nos muestra los antiguos
orígenes del pensamiento científico. La principal novedad era la duda
fundamental, la desconfianza en las afirmaciones e indicaciones de los demás.
Lo que distingue a los griegos de otros sabios antiguos (por ejemplo, chinos o
indios) es su constante disputa entre ellos. Nos beneficiamos de esta disputa
no porque se conservasen textos de muchos filósofos griegos, sino porque los
demás los citaron ampliamente después para criticarlos. No es casualidad que la
figura paradigmática de la filosofía griega, Sócrates, situara la duda como vía
de conocimiento por encima del propio conocimiento: «Soy el más sabio de los
atenienses, no porque sepa mucho, sino porque sé que no sé nada».
A esta actitud
generalmente crítica se unió a finales de la Edad Media o a principios de la
era moderna una nueva idea, la de la experimentación. Antes de eso, los
eruditos argumentaban de forma puramente lógica (el ejemplo típico de esto es
de nuevo Sócrates) o señalaban los resultados de la observación de la
naturaleza. Pero el experimento es algo más que la mera observación. El
experimentador no se limita a observar la situación de las cosas, sino que
establece arbitrariamente las condiciones de su observación y las varía
sistemáticamente. Ya no espera a que lo que sucede se lo diga la naturaleza,
sino que le hace preguntas directas.
El enfoque
experimental aumentó aún más la duda inherente a todo pensamiento científico.
Cambió nuestra idea de las leyes de la naturaleza. En el pasado, este concepto
se refería a los procesos que se observan con mayor frecuencia. Por ejemplo, es
una ley de la naturaleza que el sol salga cada mañana y se ponga cada tarde. La
nueva ciencia se alejó decisivamente de esta obviedad. Según la ley de la caída
libre de Galileo, que fue la base de toda la física moderna, una piedra y una
pluma caen con la misma aceleración, ¡aunque este hecho nunca se había
observado! Por eso la ciencia moderna nos enseña a desconfiar no sólo de las
opiniones de las autoridades (la filosofía precientífica ya lo sabía), sino
también de los fenómenos naturales que se nos antojan “obvios”.
Pero va más allá. La
experimentación no sólo no confía en ninguna autoridad externa ni en las
impresiones sensoriales aparentemente naturales: ¡ni siquiera confía en sí
misma! En el curso de su desarrollo desde el siglo XVI hasta el XX, la ciencia
experimental aprendió que su propio método contiene muchos escollos, y aprendió
a sortear estos Escila y Caribdis. Un análisis experimental siempre se
pregunta: ¿es la situación realmente tal y como la describe este resultado, o
acaso se han colado errores apenas perceptibles en el procedimiento,
distorsionando los datos y los resultados? Para aumentar la fiabilidad y
aliviar las dudas, se han desarrollado criterios especiales.
El progreso de la
ciencia se produce a través del cuestionamiento y la reexaminación constante de
los puntos de vista anteriores. Para el sociólogo de la ciencia Richard Merton,
la ciencia es «escepticismo organizado». Uno es científico precisamente en la
medida en que cuestiona la opinión dominante y busca errores, ambigüedades y
contraejemplos. A veces, un contraejemplo claro (un cuervo blanco) es
suficiente para refutar la teoría de que «todos los cuervos son negros»,
siempre que estemos realmente seguros de que el cuervo no puede parecer blanco
sólo por una iluminación inusual. Una ciencia ‘no crítica’ simplemente no es
una ciencia, es pseudociencia.
Además de la
pseudociencia, hay que distinguir la ciencia del cientificismo. El
cientificismo es la creencia de que la ciencia nos proporciona una verdad
«mejor», «más elevada» o incluso «absoluta» sobre el mundo en cierto sentido,
en contraste con las verdades, en el mejor de los casos, parciales, incompletas
y fragmentarias del arte o la religión. Ningún partidario de la creencia
cientificista puede explicar en base a qué criterios se pueden comparar las
ideas sobre la naturaleza que nos proporcionan una teoría física por un lado y
una pintura impresionista por otro, para determinar que una es «mejor» que la
otra. Dado que no es posible demostrar o rechazar la idea cientificista sobre
un estatus superior de la ciencia en comparación con otras formas de actividad
intelectual con hechos y lógica, sigue siendo simplemente una creencia, es
decir, no es científica, aunque -no, precisamente porque- cree en la ciencia.
LA MORALIZACIÓN
DE LA CIENCIA
El peligro de
moralizar la ciencia ya fue señalado por el psicólogo social estadounidense
Philip Tetlock en su famosa conferencia ¿Psicología política o psicología
politizada? en 1992. ¿Qué queremos?, se pregunta Tetlock, conocer mejor el
mundo político y entender las relaciones causales en ese mundo, o defender las
«cosas buenas» estigmatizando a los grupos sociales con cuyas opiniones no
estamos de acuerdo y aplaudiendo a otros grupos que nos gustan? Bajo la presión
de la moralización, la ciencia viola repetidamente la pretensión de objetividad
y, por lo tanto, sólo puede convencer a los que ya son de la misma opinión de
todos modos.
La discusión sobre
una responsabilidad social especial de los científicos, sobre la subordinación
del trabajo científico al control moral de la sociedad, se intensificó
directamente después de la Segunda Guerra Mundial. En particular, el desarrollo
de la bomba atómica planteó la cuestión de la responsabilidad social de la
ciencia, pero esto dio lugar inmediatamente a otras dos preguntas: ¿qué es
«responsabilidad» y qué es «social»? Mientras que algunos participantes, como
Oppenheimer o Bethe, pensaban que los científicos eran los principales
responsables ante su conciencia y por la integridad de sus investigaciones,
otros formularon la idea de que los científicos tenían una responsabilidad ante
«la sociedad en su conjunto».
La tesis de la
responsabilidad social de la ciencia presupone que existen fuertes «fuerzas
negativas» en la sociedad que utilizan los descubrimientos científicos con
fines indeseables, con fines de destrucción y corrupción. Los descubrimientos
físicos pueden conducir a la construcción de nuevas armas; los hechos sobre las
diferencias entre grupos de personas pueden ser utilizados de forma indebida
por racistas o sexistas en su agitación. No importa si esto se hace por
malicia, ignorancia o simple estupidez. Lo único importante es que las «fuerzas
negativas» desempeñen un papel importante en la sociedad, de lo contrario se
podría descuidar la cuestión de las aplicaciones destructivas de los buenos
conocimientos científicos. Si la sociedad, en su gran y fuerte mayoría, fuera
«buena», no valdría la pena mencionar el peligro de los abusos.
Ahora la sociedad
“woke” espera que el científico piense en esas malas aplicaciones y se esfuerce
por evitarlas o prevenirlas. Hace responsable al científico ante esta misma
sociedad, ésa que está llena de fuerzas negativas, y permite que esta misma
sociedad (estas mismas personas maliciosas, irracionales, incultas o estúpidas)
sancione al científico si no está a la altura de su responsabilidad. ¡Qué absurdo!
La contradicción se hace aún más patente cuando recordamos que la ciencia no sólo está formada por las ciencias naturales, sino también por las ciencias sociales y las humanidades, y que sus logros, al igual que los de la física y la química, también pueden ser dominados y abusados por las «fuerzas negativas». Las ciencias sociales maltratadas pueden reconfigurar los objetivos de la sociedad y convertir las expectativas sobre el científico en lo contrario, de modo que, por ejemplo, una aplicación destructiva de una tecnología se considere «buena» y su aplicación pacífica «mala» (por ejemplo, perjudicial para el clima).
Asimismo, las «humanidades puras» pueden ser mal utilizadas para redefinir
conceptos básicos como «sociedad» y «responsabilidad», de modo que los
investigadores «responsables» pierdan su orientación moral. No podemos excluir
la posibilidad de que quienes más gritan que la ciencia no debe caer en manos
de los fascistas sean fascistas que han redefinido el concepto de fascismo para
que ya no se aplique a ellos sino a sus oponentes. Constructivismo.
Por lo tanto, la «responsabilidad social» de la ciencia no significa otra cosa que su subordinación al sistema de valores imperante. Pero la moral dominante, como ya sabía Marx, es la moral de los gobernantes. Los que quieren subordinar la ciencia a la moral la subordinan de facto al Estado o a alguna otra fuerza social. La cultura de la cancelación no es otra cosa que esto: la subordinación de la cultura a través de la violencia. La base de la Cultura de Cancelación es el moralismo primitivo, que dice: los límites entre el bien y el mal son simples: lo bueno es lo que consideramos bueno, y todo lo demás es malo. Quien lo dude es el enemigo.
Precisamente para evitar caer en este error, la
ciencia necesita de una pizca de libertad. O más.
https://disidentia.com/la-ciencia-necesita-una-pizca-de-libertad-o-mas/
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