PÀGINES MONOGRÀFIQUES

4/8/22

Como la vida pasa, como el corazón late, transcurre, serena, la existencia de lo que fluye

VAGABUNDO                                           

No es el ser humano sino un vagabundo, un alma errante sin más techo que las estrellas, sin más hogar que su camino, sin más amparo que sí mismo en la fría noche. Su destino es viajar sin metas predeterminadas, su sino es perderse en el bosque y buscar su salida, despertarse con el silencio de la mañana, alzar la vista al cielo en busca del gran mediodía, y deslizarse en la tarde hacia la oscuridad que nos adormece e invita a soñar.

Feroz, el deseo ruge salvaje, se rebela el indomable contra el orden establecido, y sale al encuentro del aire limpio de las montañas y sus arroyos cristalinos. Late poesía en su arrojo, en su demencia, en su devenir impelido por el fuego, en la rojez de su mirada encendida. Fluye el mar en calma, en la vasta pradera, en el sosiego de su despreocupación, de su renuncia, en el hombre tranquilo lejano a los atisbos de la civilización.

El viajero se pregunta «¿a dónde camino?», y en el valle resuena con eco «sigue caminando». Nómadas hemos sido, y nómadas nos pide la tierra ser.

El sentido de la vida no es la civilización, no es el asentamiento sedentario que sedientos nos deja de otros lugares, otras vivencias; no es el cultivo del campo ni la crianza de una prole, y menos aún el adaptarse a la selva urbana como pisapapeles o ciberusuarios. Algo ruge todavía en nuestro corazón de simios, algo salvaje y primitivo como la naturaleza, aunque elevado y espiritual como acontece a los pequeños dioses que se anticipan a su futuro de superhombres.

Feliz quien no tiene casa, porque su mundo es más grande. Feliz quien no tiene hogar, ni cónyuge que lo espere cada noche. Desarraigado sin patria ni familia se puede caminar más lejos. Feliz sin vehículo propio, no es más libre quien propiedad posee. Todo de alquiler y deambular ligeros, con la sonrisa en los labios, con la mirada al frente, seguros de nosotros mismos aun cuando nuestra vida segura y acomodada queda atrás.

El asceta de los senderos renuncia a la seguridad de la urbe, renuncia a la riqueza material, al reconocimiento de los otros hombres. Medita en su caminar silencioso y disuelve su ego en la naturaleza que lo envuelve. No aspira a ser Señor ni súbdito, amo ni esclavo, burgués ni proletario, príncipe ni mendigo. Solo aspira a ser él mismo, y la esencia de su ser es la nada. Solo aspira a encontrar el final del pozo de su alma, y hundirse en él, y encontrar en la vaciedad de la existencia aquello que llena el corazón de los hombres.

Paso tras paso, atrás quedan las flores marchitas, las sombras de un pasado olvidado. Delante, siempre delante, están el cielo radiante y la primavera que espera un nuevo florecer.

Paso tras paso se suben las montañas, y una vez en lo alto… ¡ah! deja Sísifo caer su carga, baja él mismo ligero, y vuelta a empezar. Todo querer es vano, todo sufrir inútil. Olvidar, solo nos queda olvidar, y embriagados seguir caminando. El perfume de los nuevos jardines floridos ha de servirnos de licor que excite nuestros sentidos y ahogue nuestros recuerdos en aguas limpias de luminosos reflejos centelleantes.

La flor del camino, la flor del olvido. La melodía de la canción silbada que deja atrás voces e imágenes, y penetra en los andurriales del bosque fresco, rejuvenecido, de pájaros cantando, de árboles henchido, de montes coronado. Mundo extraño la soledad acompasada del verdor bullicioso, del olor del campo.

Las miradas de los curiosos ante el forastero que atraviesa cada pueblo nutren el silencio del errante. Las palabras de las gentes con quien se tropieza son su calor humano, su hogar en ninguna parte. Cual espíritu que ve sin ser visto, espectador ajeno a la escena teatral, contempla el caminante perdido la perdición de las demás almas, y pues que pasivo observa y sigue su trayecto sin detenerse, no actúa sino comprende la vida cuyo sentido es padecer y luchar como pies que descalzos avanzan por las piedras del destino.

El ser humano no existe a nivel individual sino como parte de una sociedad, de un planeta, de un cosmos. Piérdase por tanto el uno entre los muchos, entre las gentes, en la naturaleza, en la noche bajo las estrellas. Fúndase el uno con el todo y nazca así el sueño de todos los hombres, de todos los astros. Caminemos, caminemos, persigamos el infinito en el horizonte para alcanzar la deseada unión.

No es sabio ni profeta, no viene a traer la salvación de los hombres. Tampoco es hippy o adepto de alguna que otra moderna raza urbana. Sus viajes no son los de las drogas alucinógenas, ni vive en comuna, ni es mercader ambulante de pulseras y trastos. Ni mucho menos es un turista, patética representación del arte de viajar. Nada debe visitar, ni tiene su ruta planes que no improvise la vida. ¿Quién es, pues? Un poeta que ni escribe ni recita, un aprendiz sin maestro y maestro sin alumnos de la escuela del mundo, un místico sin religión, un alma perdida… Ser un don nadie en el vagabundo es una metáfora de la condición humana.

Por las estepas del nihilismo, bajo un Sol abrasador, la mirada se nubla, el horizonte se vuelve borroso. Busca el sediento solitario su manantial, el fresco fluir del Espíritu, la sombra amiga que aviva el alma y da sentido a la existencia. Busca el valle fértil, de frutos jugosos que quitan la sed del viajero, de prados y arboledas, de regueros, cañadas y riachuelos. El manantial de la vida, de donde brotan el llanto del niño y la sangre apasionada de los amantes. La tierra feliz, en donde los hombres colman sus corazones. Busca en vano el peregrino, pues tal tierra no existe, pero de ilusión también se vive y camina.

Miré al infinito, tras la noche estrellada, y me sentí solo. Comprendí el misterio de la oscuridad, he visto lo que su velo esconde. Todo individuo cuya verdad es la naturaleza como un todo, cuya ley es la de errar como gota de un río, cuya idea de belleza está disuelta en la eternidad, aquel, digo, a la vez se sentirá lleno y vacío, en comunión con el cosmos, con el frío cosmos, y sintiendo que como individuo no vale nada. Nada y soledad depara a quien ve cómo su cuerpo es arrastrado por las olas como si de una pequeña barca en alta mar se tratara.

La paz del Espíritu, lejos del mundanal ruido. El secreto bajo las losas frías, el silencio eterno. En el último suspiro se halla el buen puerto de cuya añoranza se nutre el ir del infatigable peregrino. Tuyo es, caminante, el angosto pasaje hacia el fuego de las tinieblas. Es tu fe en el destino desconocido luz que alumbra los senderos de la humanidad: nada hay más cierto en la vida que su incertidumbre. Luz es el esplendor de las mañanas que el Sol eleva e ilumina, tu nuevo día en el incesante recorrido que el devenir nos trae.

Al mar llegan sus pasos desde las montañas. Las aguas se ciernen sobre la costa y sus acantilados, abrumadoras en su espumoso ondear, rompiendo el silencio de la playa solitaria, arrastrando los remansos de eternidad hacia la orilla. Enmudece el tiempo entre sombras, y se allega sin prisas en las olas sobre la tersa piel acuosa.

Sobre el mar de nubes suspira el ángel de cabello rizo y ojos risueños, en dulce sueño se sumerge y camina para perderse entre el espesor neblinoso. Poco a poco deja de verse su figura. Su perfil de espaldas se funde con el vapor. Que los dioses bendigan a los bohemios, porque de ellos es el sentido de la existencia.

Como la vida pasa, como el corazón late, así transcurre serena, jubilosa, la existencia de lo que fluye. Perenne campo de flores, pradera de lejano horizonte que envuelve con la tela de los sueños la brisa de mañanas y tardes. Como el aire fluye, como las olas llegan, así canta el día, así brilla el cielo, así transcurre serena, jubilosa, la existencia de lo que vive.

¿Qué busca el hombre? Su cielo, su infierno, su destino fatal. Arder en su fuego, consumirse en el deseo, vivir en el ansia, hallar certeza en lo incierto, perderse y encontrarse en los brazos protectores. Huir de todo, ser de nadie, nada poseer, ser olvidado para resurgir de entre las cenizas victorioso.

Arrastra la ventisca las hojas, arranca la voluptuosidad con coraje al corazón de su dormitar para elevarlo al silencio, al imperio magnánimo del Espíritu. Cae en profundo sueño envuelto en el torbellino de una tormenta que devora a sus hijos predilectos. Cierra sus ojos en un mundo para poder abrirlos tímidamente en otro. El lento discurrir de la melodía, un solo en medio de la orquesta de la naturaleza, virtuoso de las cuerdas del alma en registro poético. Camino perdido hacia el horizonte sin fin, hacia lo lejano, en un lento decaer de la luz que el otoño envuelve arrastrando sus hojas con la ventisca, acaecer melancólico.

Soledad llaman a quien almas se lleva, consumiendo y extinguiendo las vidas. Noche perpetua, luz de ciegos, sonido de sordos. Atraviesa con fuego calcinante las entrañas del errabundo, quema el filo que corta la respiración. Penetra en la sangre, llega a la médula y araña los huesos. Su infierno, mas también su cielo. Cielo de pureza infinita, de resonancias místicas en el ocaso del mundo. Dolor que glorifica, espacio callado de dulces melodías. Paso tras paso, adelante se hallará la nueva luz, las llamas del Olimpo, y tú, solitario, llegarás a la meta para consolar las fatigas de tu cuerpo exhalante en sangre cálida, audaz.

MARTÍN LÓPEZ CORREDOIRA

Fragmento de El espíritu de la materia. Meditaciones poético-filosóficas, publicado en el  volumen III de Voluntad.

VISTO EN: https://disidentia.com/vagabundo/

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