EUFORIA: LA ALEGRÍA INSANA
Entender una época es también entender sus pasiones y sus
afectos. De ahí que sea tan importante prestar atención a la euforia como
sucedáneo de la alegría en el presente neoliberal. La euforia, que se exhibe sin
poderse compartir, es también un afecto propio del pensar triste porque nos
condena a la soledad.
Desde las alteraciones bioquímicas en el cerebro a su comportamiento, las ciencias médicas, en particular la psiquiatría y la psicología, se han encargado de estudiar múltiples aspectos en torno al estado de ánimo conocido como euforia. Fuera de esas coordenadas, aquí se presenta una interpretación de la euforia como alegría insana y antesala de la melancolía. En lugar de centrarnos en los elementos psicofísicos de la euforia, se propone acometer la cuestión integrándola en una reflexión general sobre la producción de afectos en las sociedades del capitalismo tardío.
De este modo, podremos
pensar mejor cuál es su función sistémica, por qué la euforia se ha convertido
en la modalidad afectiva característica de los ciclos de producción y consumo y
la manera en que, como estos, nos arrastra a períodos de crisis cada vez más
prolongados.
En un artículo
anterior, reivindicaba la sana alegría como pasión que, por su carácter
compartido y propenso a la acción libre y responsable, tiene un potencial
subversivo. Frente a ella, presentaba la melancolía como ejemplo de pasión
triste a la que el individualismo competitivo de nuestra época nos aboca, al
punto de sentirnos incapaces de alegrarnos por más razones objetivas que
podamos darnos: se cumple lo que por tanto tiempo hemos deseado, pero notamos
un vacío. Me preguntaba entonces por qué nos resulta tan difícil y tan extraña
la alegría, por qué incluso invocarla en contextos vocacionales en los que se
supone que queremos estar y nos hacen bien parece algo extemporáneo. En esta
ocasión, propongo reflexionar sobre la euforia como otro camino que, con más
rodeos y más ruido, nos acaba conduciendo también a la experiencia del vacío.
Según la sana alegría se nos vuelve cada vez más ajena,
tendemos a oscilar entre los estados eufóricos y el abatimiento. El paso de uno
al otro no sólo agota los cuerpos, sino que tiene efectos destructivos en la
vida social. Por supuesto, también en la vida intelectual, no sólo porque las
bajas pasiones envenenan las relaciones, sino por algo en lo que se suele
reparar poco: la manera en que condicionan el qué y el cómo de lo que se hace y
se piensa.
Contexto
En su sentido clásico, que hasta la edición de 2014 recogía
aún el Diccionario de la RAE, la euforia no se relacionaba con la
excepcionalidad, sino con la normalidad de las funciones orgánicas y la
capacidad de mantenerla como signo de salud. Hoy entendemos la euforia, antes
que nada, como una expresión determinada y de gran intensidad de una alegría.
Ahora bien, ciertas características de esa expresión pueden llegar a arruinar
ese afecto originario y reducirlo prácticamente a su dimensión exterior y
representacional, a mero signo. Cuando eso sucede, la alegría persiste como una
referencia, pero es ya la referencia perdida, desactivada, incapaz de concitar
la de otros ni abrirse a ella.
Es la alegría insana, que pide del mundo su adhesión y que,
por más que se proyecte hacia afuera, se agota en sí y para sí misma. El
torrente eufórico es un espectáculo que podemos observar y hasta admirar, pero
del que no podemos sentirnos parte. Se produce a una escala que no nos
concierne, con lo que no nos sentimos verdaderamente interpelados por él. Por
consiguiente, la euforia es básicamente incompartible porque se maneja en unas
magnitudes de las que nadie puede hacerse cargo, ni tan siquiera el individuo
que la experimenta.
La cuestión, me atrevería a decir, pasa por atender el lugar
que ocupan los otros en la expresión de la alegría, incluso en sus
manifestaciones más enfáticas: así como el júbilo tiene una connotación
comunitaria o grupal (todo acto jubiloso implica la participación activa de
otros, de ahí su afinidad con los rituales), la euforia se caracteriza por el
olvido del otro, cuyas razones y sensibilidad quedan fuera de su atención.
Podría definirse la euforia como una exaltación particular de la alegría guiada
por la fantasía de autosuficiencia. Porque somos seres interdependientes y el
otro, queramos verlo o no, siempre está ahí.
Con mayor o menor elaboración, determinadas prescripciones
forman parte de nuestra sociabilidad y del saber común de cualquiera. Por
ejemplo, hay situaciones propias de momentos de alegría desbordada que
aceptamos y hasta celebramos, mientras que otras nos irritan por su falta de
consideración. Pensemos en las reacciones al gol de Iniesta en la final del
Mundial de Sudáfrica en 2010, los gritos en ese preciso momento y la algarabía
y los cantos hasta bien entrada la madrugada. Por el contrario, imaginemos un
comportamiento similar por parte de un solo individuo una noche cualquiera con
motivo de una magnífica noticia o incluso de otro gol del mismo jugador en un
partido cualquiera de un torneo menor o en un entrenamiento.
Hasta algo aparentemente tan irracional como el júbilo tiene
un contexto social y una serie de mediaciones culturales sin las cuales será
motivo de censura. Dado que las conocemos, hay escenarios en los que nos
imponemos el autocontrol frente a la manifestación libre y espontánea de un
exceso eufórico. Son algo más que normas de etiqueta las que hacen improbable
referirse a según qué cosas y de según qué modos en un velatorio, en la sala de
espera de un hospital o al escuchar el relato desconsolado del prójimo. Por muy
exultante que uno llegue a un lugar, la circunspección se le impone de una
manera casi natural y los hechos que dan pie a esa emoción quedan en un segundo
plano. Lo contrario, lo sabemos, nos haría merecedores de que nos echasen a
gorrazos de allí por botarates.
Límites y exhibición
Más que a estar muy contento, la euforia hace referencia a
un sentimiento desbocado de ausencia de límite motivado por el cumplimiento de
un deseo. El eufórico siente que no tiene techo. Si la alegría aumenta la
potencia de actuar y la melancolía la disminuye, podríamos decir que la euforia
empuja a actuar con independencia de la misma, como si no hubiese cuerpo ni
límite material. En los entornos competitivos del mundo profesional, ciertos
rasgos de la euforia no solamente están bien vistos, sino que incluso se
promueven. El marketing de sí exige que toda la trayectoria profesional se vea
atravesada por la idea de triunfo: incluso lo que se vive como un fracaso, todo
alberga el potencial de interpretarse como un signo premonitorio, una
anticipación o una experiencia de cuyo aprendizaje brotará esa victoria.
Pero no olvidemos que el triunfo sólo existe en realidad si
hay espectadores y puede exhibirse. En el marco ideológico neoliberal, el
exhibicionismo es algo más que vanidad desembarazada de pudor. Responde a una
lógica de mercantilización de la existencia que incluye también las pasiones.
En resumen, la euforia es la alegría convertida en espectáculo y la imagen de
triunfo satisface las necesidades de capitalización de toda realidad.
La euforia es exhibicionista, pero también productivista. El
sujeto sigue viviendo en la expectativa de expandirse y el logro es una
intensificación de la promesa de productividad. Puede hacer lo que se proponga
y, si lo logra, a fe que lo mostrará. Viene a decir: si en condiciones penosas
he conseguido hacer esto, eso y aquello, a partir de ahora, ya veréis, haré lo
de más allá. El estado de excitación permanente que ha dominado todo ese largo
camino hasta el objetivo, esa disposición a un poquito más, no tiene pausa.
La euforia, aunque case con la sensación de omnipotencia,
vive en el corto plazo porque necesita renovarse con nuevos estímulos y
gratificaciones.
La exhibición eufórica tiende a proyectar una imagen
triunfante de sí según la cual las cosas buenas que le ocurran son hazañas en
un aparente combate final a la contingencia: ya está, ahora sí. Cuando esto
sucede, pareciera que el mundo se vuelve justo. El problema es que no hay épica
posible que someta a la contingencia y eso conduce a la contradicción de vivir
cada batalla como la última, pero, a la vez, seguir peleando perpetuamente. Me parece
que esta afinidad entre euforia, éxito en la lucha e imposibilidad de parar de
competir y combatir, sintetiza mucho del régimen emocional del neoliberalismo.
Hemos visto que la euforia se desentiende del otro y hasta
del propio cuerpo que la debe sostener. Pero podría decirse también que
desprecia el presente, del mismo modo que convierte todo pasado en un
antecedente que presagiaba el triunfo en cuestión. La euforia no se interesa
por cuestiones de detalle, no es amiga de los matices, pues el foco se dirige
ya a otro lugar, el de la ensoñación, la idealización, acaso el delirio. El
goce proviene de ahí y el mayor de todos reside en la (vana) expectativa de que
la expectativa sea de un modo u otro compartida.
O sea, hay goce en la anticipación y hay goce sobre todo en
la estimada identificación por parte de los demás de esa potencia presta a
desplegarse: los otros confirmarán que estoy en lo cierto. Por eso la euforia
no puede permanecer en secreto, la euforia se tiene que comunicar para obtener
la certificación de los otros. No importa si ésta es real o imaginada, si la
obtiene o no, lo fundamental es que el sujeto requiera percibirla. De lo
contrario, cualquiera lo sabe, la euforia se diluye como una fiesta en la que
ya no queda nadie.
La euforia como ofensa
Cuando la euforia se presenta como confirmación de una valía
que trasciende el suceso concreto para adoptar una dimensión existencial,
sentimos que algo está fallando. Es como si el hecho desencadenante de la
euforia mantuviese algún tipo de correspondencia con el orden secreto de las
cosas, una suerte de armonía preestablecida que me pone en el lugar y
circunstancia que resultaría lógico y natural. Lo contrario, lo previo, sólo
era accidental, una anomalía destinada a corregirse. El problema implícito
respecto al resto del mundo es que, al prescindir el goce de toda relación con
la contingencia, el mundo, sus circunstancias y su pluralidad quedan relegados
a un segundo plano.
Entonces, mi euforia se vuelve inconmensurable con el
interés por el otro y se dirige a celebrar una realidad de la que excluyo la
negatividad o el contraste. En definitiva, que ignora la singularidad del otro,
de muchos otros, para quienes la insinuación de que las cosas son como deben
ser implica que todo su sufrimiento es necesario, inevitable e indiferente a la
justicia. De ahí que no sea exagerado decir que, en ocasiones, la euforia
resulta ofensiva o que alguien se pueda sentir agredido por ella.
En estos casos notamos que no somos capaces de alegrarnos
ante un logro ajeno. La razón es que no lo interpretamos como un bien para el
otro, sino como, en su discurso eufórico, una legitimación de la ausencia de
bien para el resto o un desprecio a este hecho. Por ello resulta tan
descorazonador asistir al súbito ensoberbecimiento de alguien que obtiene un
reconocimiento largamente deseado y se vuelve displicente con quienes trataba
como iguales hasta ese momento. Su inflación de ego conlleva una rebaja de la
altura que concede a los demás, con lo que éstos difícilmente pueden alegrarse
de una imagen de éxito que, como si hablásemos de un sistema de vasos
comunicantes, parece suponer el fracaso de otros.
En esa comparación se almacena el nutriente del narcisismo
herido del que nos avisa la desmesura eufórica. Como puede verse, una sociedad
basada en un régimen de competencia constante induce a que los logros sean
motivo no de alegría, sino de euforia en quien los alcanza, resentimiento en
quien los observa y melancolía en quien no se siente capaz de alegrarse aunque
quisiera.
Si nos fijamos, vemos entonces que la euforia no sólo es
índice de una falta de la sana alegría en el sujeto que se abandona a ella,
sino que además puede llegar a ser un impedimento en la alegría de los demás.
La sana alegría es aquella que permite que otros se sumen a ella. La euforia,
como alegría insana, impone en otros la obligación de ese afecto. En el fondo,
lo que el eufórico demandaría no es la alegría de los otros, sino algo parecido
a la euforia que él siente. Entonces sí, indiscutiblemente, el mundo sería
perfecto.
Final
Decimos que en la euforia el mundo se nos vuelve justo. Se
produce una ilusión de cierre, por momentánea que sea, pues la maldición de la
euforia es que su duración es limitada y el principio de realidad termina
imponiéndose. Pero el caso es que la euforia, al mezclar motivo y expectativa,
transforma la experiencia en fantasía y hace que el sujeto se concentre sobre
sí para proyectarse luego en los otros. Y en este proceso, los otros, el mundo,
sólo parecen existir en cuanto espejo de la propia ilusión. De ahí que los
estados de euforia sean muy poco propicios a la mínima atención y comprensión
de los demás. Sus intenciones, las cosas que desean, necesitan o les pasan,
dejan de contar.
Como una danza que quemase la tierra, el destino de la
euforia es, contra toda previsión, descubrirse celebrando en soledad. Más allá
del cansancio, la razón de que lo que siga sea la melancolía es también la
profunda decepción de no encontrar compañía a la altura del delirio. Una
alegría hipertrofiada es capaz de transformar lo que constituía un bien en una
nueva ocasión para las pasiones tristes y alejarnos aún más de los otros. Por
el contrario, una alegría es sana cuando puede compartirse, cuando podemos
hacernos cargo de ella y comunicarla en una escala comprensible y asumible por
los otros: no para demostrarles nada, no para suscitar su aplauso o admiración,
sino para acompañarnos mutuamente también en las cosas buenas que, de vez en
cuando, nos suceden.
Doctor en Filosofía. Autor del libro El intelectual
plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Taugenit, 2021)
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