EL RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD
Poder ecocida y gobierno de la sensibilidad
El actual proyecto de muerte se sostiene en una forma de
orientar los afectos. Por eso disputar la hegemonía implica reorganizar la
sensibilidad y el deseo de acuerdo a las condiciones que hacen posible la vida
en la Tierra.
Esta sociedad depredadora y ecocida se apoya en gran medida
en lo que llamamos un régimen de la afectividad. Con este término
entendemos el sistema de poder que gobierna la sensibilidad, las percepciones,
el pensamiento, las emociones y el deseo, y cuya función es establecer lo que
puede y lo que no puede sentirse.
Este régimen constituye un repertorio de sensibilidades y anestesias: una suerte de mapa de flujos sintientes por medio del cual la experiencia corporal se orienta para seguir determinadas elecciones, inclinaciones, preferencias y gustos estéticos. El régimen ofrece los guiones, las respuestas recurrentes, las formas de aprehensión de la vivencia humana, lo cual realiza mediante la selección, distribución y organización de los afectos, instituyendo así cuáles elementos se permite amar y cuáles otros resultarán indiferentes.
Se trata de un orden que brinda el esquema de referencia afectiva que constriñe la experiencia vital y guía para sentir según los fines del engranaje acumulativo e industrial de nuestro tiempo.Acuñamos la noción para pensar la pregunta de por qué somos
capaces de infligir actos tan crueles contra la tierra, con tan poca empatía en
nuestro cuerpo. Vivimos al interior de una tutela afectiva en donde las huellas
de la guerra contra los seres de la naturaleza, las ruinas de la devastación,
el desierto creado, no hacen parte del reino de los afectos que pueden sentirse
como tristeza, pues este sistema de poder ha creado un gozo narcisista por la
ocupación de los espacios y una indiferencia por la tierra desolada.
En este régimen, el dolor de la montaña no puede sentirse
como dolor, ni el grito de los ríos como grito, pues la naturaleza, para el
orden afectivo de la modernidad capitalista, es un simple y despoetizado stock de
recursos muertos e inertes que podrán ser saqueados, explotados y extinguidos
sin efecto alguno en la experiencia de nuestro cuerpo.
La sociedad capitalista ha creado una anestesia social
frente a las heridas dejadas sobre la piel de la tierra, lo que resulta
indispensable para el normal desarrollo de la empresa predadora. Una vez los
cuerpos entre los cuales vivimos no son percibidos y sentidos como seres vivos,
sino como objetos, cosas, recursos disponibles o utensilios que prestan
servicios, es fácil entender que se corte el contagio empático ante la
vivacidad del mundo y nuestra sensibilidad se oriente hacia el imperio de las
mercancías.
Por eso, la destrucción planetaria, mucho más que un
problema tecnológico o económico, es una amenaza para la supervivencia inscrita
en las bases más profundas de nuestro cuerpo, en la intimidad de nuestra piel y
nuestras entrañas. Es un desecamiento que está corporizado en la intensidad y
la tonalidad de nuestros afectos, en nuestros deseos, en nuestras percepciones,
en nuestras capacidades sensomotrices.
Y es que los paisajes mutilados acaban por habitarnos y van
creando profundas psicopatías asociadas a la discapacidad de sentir el dolor de
otros cuerpos. No importa si el objetivo de la violencia ecocida es un bosque,
un arrecife de coral o un humedal. Una vez hemos sido despojados de la
habilidad de ser afectados por la consunción de la vida y la capacidad de crear
vínculos empáticos con los demás seres, sabiéndolo o no, acabamos por ser
cómplices de la devastación y la normalización de la crueldad hacia todas las
formas de vida.
Hemos sido gobernados a través de la desafección ante la
guerra que le hemos declarado a la vida, y nuestros afectos han sido orientados
hacia las obsesiones del mercado, pues este sistema que padecemos requiere de
la discapacidad empática para que la destrucción de territorios periféricos no
cree en nosotros un sentimiento. Una vez normalizada la crueldad mediante la
transmutación de los entramados sensibles en cosas, nuestros cuerpos se
desconectan, se vuelven insensibles, y la mutilación de la tierra se banaliza y
justifica en nombre del progreso y la victoria de la tecnología.
Pero además de desempatizarnos, el régimen afectivo modifica
nuestros sentidos. Nos hace incapaces de ver, oler, escuchar, tocar, conectar
con la belleza de la vida, y traslada nuestros gustos estéticos hacia los
objetos fabricados a costa de la destrucción planetaria. Cambia nuestro sesgo
estético y con él acabamos por elegir el proyecto de muerte mientras rechazamos
las condiciones que hacen posible la vida. No reconocemos lo que nos hace bien,
lo apropiado para cada lugar y, en cambio, favorecemos todo aquello que niega
la reproducción de las tramas vitales y lo que nos pone en los límites del
colapso.
La afectividad como lucha política
Comprender el régimen afectivo es crucial para la lucha
política contra-hegemónica, pues todo proyecto que pretenda afirmar la vida
estará a todas luces incompleto si no emprende la difícil tarea de desterritorializar
este régimen que estructura el actual orden sentipensante y territorializa lo
que denominamos una afectividad ambiental.
Necesitamos distanciarnos del modo como el sistema le
imprime direccionalidad a lo que puede o no sentirse; emanciparnos de la
estrategia con que este régimen se inscribe en nuestros cuerpos, coloniza
nuestros sentidos, configura la sensibilidad, el deseo, y todas las relaciones
afectivas que convierten la vitalidad del mundo en una colección de cosas
inertes y desprovistas de alma.
Si lo que deseamos es tejer otra forma de habitar que
permita nuestro estar en la tierra, habremos de in-corporar a la lucha política
un antagonismo ante aquel régimen de la afectividad que tanto dominantes como
dominados comparten, y sin el cual sería imposible seguir reproduciendo el
actual modelo ecocida. Estamos convencidos de que no podremos tener éxito en un
levantamiento político por la vida si no atendemos el modo de organización
afectiva y las vías sensibles reproducidas por este sistema indolente; si no se
desestructura, desmonta y desnormaliza la anestesia ante la destrucción, la
insensibilidad del cuerpo ante la muerte y el desafecto ante la devastación.
Y desacomodarnos de este régimen implicará emprender
procesos creativos que sean, al unísono, políticos y poéticos, de modo que,
poco a poco, podamos desencarnar el régimen que guía nuestra experiencia
sensible, mientras reorientamos los afectos en clave del sentido de la tierra.
Enfrentar la crisis civilizatoria requerirá cultivar
una afectividad ambiental por medio de la cual aprendamos a
ser tocados por la emoción de otros cuerpos, volvamos a recobrar la confianza
en nuestros sentidos, llenemos de tierra el contenido de nuestras enunciaciones
y abramos la percepción sensible adormecida por el régimen afectivo de la
civilización industrial.
Pero este empeño no podrá hacerse con una crítica racional ni creando culpa por nuestros hábitos de consumo, sino disputando el deseo con el capitalismo para hacer un desplazamiento de la identificación del sentido y de los afectos que vienen aparejados con las mercancías. De lo que se trata es de crear una especie de fuerza de gravedad que atraiga los cuerpos hacia otras formas de vivir más deseables, más consonantes con los ciclos de la tierra.
No es haciendo sentir mal a las
personas, ni a través de enjuiciamientos morales, ni instaurando nuevas
obligaciones, como lograremos transformar el sentido de nuestra civilización
predatoria, sino a través del contagio de otro deseo, de una pulsión por la vida, de modo que, por franco desinterés, se
abandone la ecología deseante y el orden sensible que sostiene a este
régimen desbocado que niega la vida.
La productividad del desastre
Desmarcarse del régimen de la afectividad involucra
también ver la oportunidad en una contradicción inherente a este sistema: el
hecho de que el deseo de vida emerge cuando los proyectos de muerte cobran
mayor fuerza. Los pueblos no son marionetas, sino agentes activos que al
resistirse ante las condiciones que amenazan su existencia y las de los demás
seres vivos, expresan, en cada vez más lugares, su deseo de que la vida siga
siendo vida.
Los trazos de muerte tienen también la capacidad de generar
una sed de vida que toma forma a través de proyectos compatibles con los
ciclos, ritmos y silencios de nuestro planeta vivo. Ante el creciente bucle de
desafecciones, los pueblos responden conformando tejidos de redes amorosas que
realizan acciones concretas con la esperanza de establecer relaciones
mutuamente enriquecedoras entre ellos y el espacio habitado. Sin embargo, debe
entenderse que estos procesos funcionan por un deseo anhelante de vida que toma
la forma de decisiones políticas concretas en territorios singulares, las
cuales irrumpen frente a la frenética máquina que consume la tierra.
Una de las características más interesantes de la respuesta
política frente al proyecto de muerte, es que los colectivos y pueblos van
creando un entorno estético adecuado que sirve para cambiar la posición en la
que participan sus percepciones, afectos y sensibilidades. Por eso la ética de
la vida es al tiempo una estética: un proceso en el que los entornos
reverdecidos van despertando los sentidos y los saberes ambientales.
Se trata de una afectividad ambiental que de forma paulatina
va recuperando la empatía, la sensación de la buena mezcla de lo que está bien
para el lugar porque así lo indican los sentidos, el sesgo estético que
favorece la vida, y da potencia al cuerpo para obrar en acoplamiento con el
territorio en el cual se mora. Los lugares nos habitan, y por eso, también, los
lugares transformados a través de la diversidad tienen el inmenso poder de
transformar nuestros cuerpos.
Las buenas composiciones estéticas son precondición para
liberarnos del yugo del régimen afectivo ecocida. A medida que van brotando
jardines de huertos y bosques de flores, a ese mismo ritmo se van abriendo los
sentidos marchitos. Los lugares transformados de manera amorosa tienen la
inmensa capacidad de modificar el cuerpo, de redireccionar el deseo, de
despejar nuestra sensibilidad, de crear una afectividad en una dirección
opuesta al régimen impuesto por esta sociedad confundida.
Para cambiar el reparto de sensibilidades y anestesias que
le son imprescindibles al capitalismo moderno, es necesaria la estética de la
vida: crear irrupciones estéticas que nos reconecten con la vida. Pero esas
irrupciones estético-políticas, además de la regeneración de los saberes
ambientales, requieren ir a contracorriente de la simbolización antropocéntrica
de la modernidad capitalista, mediante un lenguaje que cree en el campo de la
palabra otros órdenes simbólicos acordes con la pródiga tierra.
No podemos construir un ethos ambiental que
desestructure el régimen de la afectividad si no prestamos todo el cuidado en
abandonar las locuciones y convenciones verbales de un mundo convertido en
objeto-mercancía. Las cadenas discursivas universalizables, descontextualizadas
y desterritorializadas de los juegos del lenguaje economicista son base de este
régimen y, por tanto, un frente fundamental de la lucha política de la
afectividad ambiental.
Es preciso recordar que existe una relación profunda entre
la palabra y el cuerpo, en la percepción, la sensibilidad, la consciencia y la
inconsciencia. Por eso, la forma como nuestros sentidos, afectos, pensamientos
y deseos se liguen o desliguen de la tierra viva que somos, dependerá de
nuestra capacidad de lenguajear un mundo de forma poética. De
ahí la importancia de una política poética capaz de urdir símbolos que abran el
mundo a los sentidos y que nos hagan entender nuestro estar en el cosmos, en
constante interrelación e interdependencia con los seres entre los cuales
habitamos.
Al fin y al cabo, hacer emerger una afectividad ambiental
que nos potencie a reescribir nuestro cuerpo, en las condiciones que hacen
posible la vida en la tierra, no es un asunto opcional: es, de hecho, la única
posibilidad que nos queda, para evitar sucumbir ante el que hoy nos amenaza
como el mayor de los peligros.
Omar Felipe Giraldo - Ingrid Toro
Autores del libro
'Afectividad ambiental. Sensibilidad, empatía, estéticas del habitar'
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