La obligatoriedad de la mascarilla
simboliza lo que me atrevería a calificar de mutación antropológica: nuestros
gobernantes, con el apoyo de pensadores de la altura de Byung-Chul Han, parecen
estar decididos a que la cara no enmascarada comience a parecernos obscena.
De un gran gobernante,
lo único que conocen los de abajo es que existe […]
Gobernar un gran Estado
es como freír un pequeño pez […]
Cuando reinan el
desorden y la confusión, es cuando más se habla del amor a la patria.
Lao Zi, El libro del Tao
Si valoráramos la gestión de la actual crisis por parte de nuestros
gobernantes a la luz de estos antiguos aforismos chinos, diríamos que se
encuentran justamente en las antípodas: parecen poseídos por el furor maníaco
de regular cada pequeño gesto de la vida pública y privada de cada uno de sus
gobernados. Estos meses pasarán, también, a la historia por el récord de
decretos y reglamentos que cada día, casi cada hora, se ponen en circulación.
Empeñados en irrumpir a cada hora, nos tratan constantemente como seres
absolutamente incapaces de valernos por nosotros mismos y de tomar la más
mínima decisión adecuada, recordándonos a cada instante que cada uno de
nosotros no solo representa una amenaza para su vecino, sino también para sí
mismo.
Creo que la imposición de la obligatoriedad en el uso de las mascarillas
simboliza bien el salto cualitativo que se está produciendo en las últimas
semanas. Parece ser que los gobiernos no podían imponérnosla hasta ahora por no
poder asegurar su suministro, pero ahora ya sí. Además, está la colaboración de
tantas personas que se han puesto a fabricarlas artesanalmente.
No me centraré aquí en la cuestionada utilidad profiláctica de esta medida
que ya ha sido tratada
por especialistas como José María Paricio (la propia OMS salió al paso
con una
nota significativa). Hasta ahora, la mascarilla era algo que se ponía el
cirujano o, entre los obreros, aquellos que tenían que filtrar polvo u otras
toxinas. Pero con la pandemia ha pasado a convertirse en la prenda emblemática
que simboliza la defensa activa contra el virus.
El conocido filósofo coreano Byung-Chul Han, en un
artículo ampliamente reproducido por la prensa europea, insistía ya en su
interés y eficacia, y parece que nuestros mandatarios le han escuchado. En
Italia, no se puede salir de casa sin guantes y mascarilla. Aquí es obligatoria
en los sitios cerrados y siempre que estemos a una distancia menor de dos
metros. Y, como los diseñadores de moda han detectado, esta nueva “prenda”
parece haber venido para quedarse.
Toda prenda se crea para cubrir nuestra desnudez y convertir nuestro cuerpo
en algo digno de ser expuesto. Las palabras de Han, que utilizaba casi un
cuarto de su largo artículo para hablar del tema, resultan reveladoras: “En
Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la
cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero
ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas
enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta
casi obscena”. En apenas cinco líneas, tres términos bien fuertes:
individualismo europeo, criminales, obsceno.
Ese párrafo, que hace apenas unos meses nos parecería una excentricidad,
merece ser tomado en consideración en estos momentos en que se impone la norma.
Han ha cimentado su éxito (“el filósofo contemporáneo que más vende en el
mundo”, según El País) en diseccionar “el individualismo europeo” y
en una difusa exaltación de los “valores orientales”. En el artículo que
comento, dice que ellos son “confucionistas”. No hace falta ser un experto para
saber que el actual “confucionismo” asiático no es sino una construcción
interesada desde los diversos poderes imperiales chinos que poco tiene que ver
con la obra de Confucio.
Algo muy parecido a lo que ocurre con la relación entre la vida del
profeta-agitador nazareno ajusticiado en Palestina hace unos 2.000 años y los
imperios autoproclamados cristianos en nombre de una religión que aquél no
fundó. Para nuestro filósofo, el “confucionismo asiático” se traduce en que
“las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También
confían más en el Estado […]. Ni en China ni en otros Estados asiáticos como
Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia
crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización
directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia
impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado”.
Que en China o Corea la gente “confía en el Estado” y que la epidemia ha
sido mucho más eficazmente controlada que en Europa, es algo que Han da por
hecho, a pesar de lo discutible que resulta. Para él parece irrelevante que la
China post-maoísta se alzase sobre la masacre de Tiananmen de 1989, y que la
represión de cualquier iniciativa que el aparato de Estado considere una
amenaza continúe siendo implacable desde entonces. También es irrelevante que
su país, Corea del Sur, haya vivido bajo cuatro dictaduras militares desde la
guerra que dividió al país en los 50, hasta 1987.
En ese año, el dictador convocó elecciones y resultó elegido, antes de
organizar los Juegos Olímpicos del año siguiente (basta leer Actos Humanos de
Han Kang, publicado en español por Rata en 2018, para ver cómo se las gasta el
ejército coreano). Por lo visto, se trata de detalles irrelevantes que no
explican nada, en comparación a su “natural colectivista-confuciano y su
embriaguez de digitalización” (sin embargo, él mismo explica que, en China,
puedes perder el trabajo si no puntúas convenientemente en el estricto control
digital al que es sometida la población).
Más allá de la forma en que se construyen imágenes estereotipadas y muy
interesadas sobre Oriente y sobre Occidente, volvamos al uso de la mascarilla.
Taparse la cabeza o la cara no es algo comparable a cubrirse o no otras partes
del cuerpo, exceptuando los genitales. Incluso éstos, o parte de ellos, no
resultan vergonzosos para según qué pueblos “primitivos”. En China, resulta
obsceno enseñar los pies, lo mismo que era señal de buena nota vendárselos
cruelmente a las niñas para que su caminar se pareciese a los “juncos
oscilantes” —“pies de loto”, los llamaban—, y pudieran convertirse en damas
distinguidas; una práctica prohibida tras la llegada de Mao al poder en 1949,
pero que aún no ha sido completamente erradicada.
Aún recuerdo cómo mi madre nos llevaba a todos los hermanos para pasar un
domingo completo en la playa en calurosos días de verano, pues los médicos ya
aconsejaban por entonces los baños de mar, mientras que ella permanecía,
sudando, sin quitarse el vestido ni bañarse. O cómo nos duchaba una vez a la
semana de muy niños, mojándose el vestido… Nunca pude ver el cuerpo desnudo de
mi madre.
En aquella época, aún las mujeres de los medios rurales debían cubrirse la
cabeza a partir de cierta edad, y no podían quitarse el luto si enviudaban, lo
mismo que los hombres no podían entrar en la iglesia sin descubrirse. Lo que se
cubre y se descubre obedece siempre y en todo lugar a códigos complejos, y va
cambiando en la medida que la relación con nuestros cuerpos y los de los demás
se va modificando.
En las pasadas décadas, hemos asistido a un interminable debate sobre el
derecho de las mujeres musulmanas a velarse la cara; las escenas de mujeres
expulsadas de playas y piscinas por vestir burkini son del pasado verano: ¿qué
representa el velo?, ¿en qué lugar coloca a la mujer?, ¿a qué orden o sistema
social obedece? Preguntas obvias, recurrentes. Hoy, por orden gubernamental,
nos disponemos a taparnos la mitad inferior de la cara para poder asistir a
cualquier evento público y cada vez más personas no se atreven a salir a la
calle sin máscara, “por razones sanitarias”.
Pero no me parece que podamos reducir la interpretación de algo tan
elocuente en la exposición o el velado de nuestro rostro a estas razones
utilitarias. Tapar las vías respiratorias obligándonos a volver a inspirar lo
que hemos espirado tiene también obvias repercusiones sanitarias, pero
establece una frontera evidente entre la boca que habla y aquél o aquella que
escucha.
En cuanto a lo primero: el castigo de reabsorber las toxinas que
constantemente el cuerpo expulsa a través de la respiración tiene una enorme
carga simbólica. Después de que nuestros sistemas económicos y la explotación
de la naturaleza hayan convertido a buena parte del mundo en un vertedero,
hasta el punto de generar una situación catastrófica y en buena medida
irreversible, es como si se nos pusiera un castigo individual a un pecado
colectivo.
Se parece a aquellos castigos muy propios de los cuarteles y otros centros
militarizados, donde se imponía una pena colectiva cuando no se daba con el
responsable directo de una falta. En este caso, y también muchas veces en los
cuarteles, no es que no se conozca a los responsables, sino que son los mismos
responsables los únicos que detentan el poder de castigar. Como si, en lugar de
detener los vertidos tóxicos, se nos obligase a tomar en cada uno de nuestros
platos de comida una parte de nuestras propias heces.
En cuanto a la barrera simbólica de taparse buena parte de la cara, tiene
que ver con lo que, eufemísticamente, se ha llamado “distancia social”. Se
trata de otro asunto que recibe diversos tratamientos según las culturas y las
situaciones. La intromisión de otro en el propio espacio vital (el “síndrome
del ascensor”) es algo que todos percibimos y gestionamos mejor o peor. Pero
estos días estamos dando un salto cualitativo.
Lo que hasta ahora debía ser explícitamente solicitado y permitido (“no es
no”) ha cambiado de dimensión: cualquier cercanía humana debe ser
explícitamente permitida pues el otro, cualquier otro, se ha convertido en una
amenaza; portador de un agente mortal llamado “virus”, sinónimo actual del mal
infeccioso, hasta el punto de que el otro y el virus tienden a convertirse en
términos intercambiables. La campaña de artistas como Lucia Sun —“No soy un
virus”— cobran pleno sentido.
Desde la antigüedad y hasta mediados del siglo XIX esa palabra era un
sinónimo de “veneno”, y no se descubrió como la entidad de la que hoy hablamos
hasta 1899. Los virus, por lo visto, son los pobladores más antiguos y
abundantes del planeta. Abundan en todo ecosistema, incluido el ser humano:
miles de ellos nos habitan. Sus dos características fundamentales son que solo
viven en el interior de otra célula y que mutan constantemente. Así que son “parásitos”
e “indestructibles”, en cuanto que cualquier agente específico contra ellos
resulta poco o nada eficaz contra su imprevisible mutación.
Resumiendo y simplificando mucho, podríamos decir que por eso las
infecciones virales son tan difíciles de tratar y no existe una vacuna contra
el sida. Lo que podría conducirnos a una concepción distinta de la
enfermedad, entendiendo ésta como una pérdida del equilibrio inmunitario
producida por infinidad de variables —entre ellas, la existencia de un medio más
o menos infeccioso—, una concepción de sentido común en todas las medicinas y
sistemas de sanación de todo el mundo, incluso entre los médicos que conocí en
mi infancia.
Pero la concepción impuesta en la sociedad actual lleva a la prevalencia
del “agente externo agresor” que hay que combatir hasta su extinción. Esta idea
se convierte en una verdadera pesadilla y conduce a innumerables callejones sin
salida, pero es axiomática para la comunidad científica sanitaria actualmente
dominante, hasta convertirse en dogma incuestionable. Cualquier médico que
matice o cuestione este modelo será expulsado de las corporaciones médicas y
condenado al ostracismo. Y es conocido que las corporaciones médicas y su
entorno —el Big Pharma— reúnen un nivel de poder e influencia
incomparable —pensemos que alrededor del 40% del presupuesto de cualquier país
europeo se dedica a sanidad—.
Como muchos han explicado, habría que decir que la “medicina científica” es
la más poderosa entre las religiones hoy vigentes, ya que gobierna lo más
íntimo, en los principales temas generadores de todas las religiones: la
vulnerabilidad humana, el dolor, la decadencia, la muerte. Los agentes de esta
institución omnipresente representan la clerecía más poderosa en nuestras
sociedades “avanzadas”: desde antes de la concepción hasta el estado
post-mortem, todo en nuestra vida debe estar medicalizado, y cada vez menos personas
se atreven a tomar ninguna decisión sobre su vida y su salud sin el permiso de
tales clérigos.
La obligatoriedad de la mascarilla simboliza lo que me atrevería a
calificar de mutación antropológica: nuestros gobernantes, con el apoyo de
pensadores de la altura de Byung-Chul Han, parecen estar decididos a que la
cara no enmascarada comience a parecernos obscena
“El virus ha venido para quedarse”, nos predican cada día; “debemos irnos
acostumbrando a la nueva normalidad, que no será la que conocimos hasta hace
pocos meses”. No conozco ninguna campaña que pueda ser comparada en intensidad,
agresividad y unanimidad a la que estamos sufriendo en esta pandemia por parte
de todos los medios de masas. Su terminología es la de la guerra; su
consecuencia, la obligatoriedad de la movilización total.
La obediencia es incuestionada y cualquier conato de rebeldía se tacha de
irresponsabilidad… Y la obligatoriedad de la mascarilla simboliza lo que me
atrevería a calificar de mutación antropológica: nuestros gobernantes, con el
apoyo de pensadores de la altura de Byung-Chul Han, parecen estar decididos a
que la cara no enmascarada comience a parecernos obscena.
Pero no es solo eso. He dicho que se trata de algo de fuerte carga
simbólica. Una carga que trata de normalizar la situación que se impone en las
catástrofes y amenazas producidas directamente por seres humanos: las guerras,
el peligro de violadores, secuestradores de niños o asesinos en serie, etc.
Clínicamente se llama paranoia, y quien la haya conocido sabe que se trata de
una de las enfermedades más infernales del alma humana: vivir al otro, a
cualquier otro, como agente de un poder implacable y todopoderoso que te va a
devorar. Peor aún, que te mantiene en el infierno sin posibilidad de defensa,
gozando con tu propio tortura.
Así vive el paranoico. Y ese es el tipo de psicosis a la que, con mayor o
menor grado, nos estamos conduciendo. No se trata del miedo a una amenaza real,
una respuesta adaptativa imprescindible de cualquier ser vivo, sino de la
magnificación de un miedo hacia un ser omnipresente e intratable (“el virus
mutante y asesino”) convertido en el verdadero rector de nuestras vidas.
Sabiéndonos criaturas que solo pueden sobrevivir en el contacto de piel con
piel, y que crecen en campos inmunitarios tanto físicos como simbólicos,
sociales y políticos.
La conciencia de estas transformaciones no hace sino subrayar la
centralidad de la biopolítica en cualquier reflexión sobre el tiempo presente.
En uno
de los artículos más interesantes publicados en esta crisis, Paul B.
Preciado lo expresaba así: “Lo más importante que aprendimos de Foucault es que
el cuerpo vivo (y por tanto mortal) es el objeto central de toda política. Il
n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps (no hay
política que no sea una política de los cuerpos). Pero el cuerpo no es para
Foucault un organismo biológico dado sobre el que después actúa el poder. La
tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar,
definir sus modos de reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a
través de las que ese cuerpo se ficcionaliza hasta ser capaz de decir ‘yo’.
Y, más adelante, “las distintas epidemias materializan, en el ámbito del
cuerpo individual, las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y
de la muerte de las poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo con
términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las técnicas biopolíticas
que se aplican al territorio nacional hasta al nivel de la anatomía política,
inscribiéndolas en el cuerpo individual… La gestión política de las epidemias
pone en escena la utopía de comunidad y las fantasías inmunitarias de una
sociedad, externalizando sus sueños de omnipotencia (y los fallos estrepitosos)
de su soberanía política”.
Habrá mucho que pensar y hablar sobre la forma en que un “agente externo”,
un virus en este caso, actúa a nuestra imagen y semejanza: despierta los
fantasmas apenas controlados y reorganiza nuestra vida, nuestra convivencia y
nuestra “coinmunidad”. Este último término es el que utilizó Peter Sloterdijk
en una conferencia
ante el senado francés en el 2009. Hace más de diez años, calificaba
“la situación actual del mundo determinada claramente por el hecho de que no
ofrece una coinmunidad eficiente a los miembros de la ‘sociedad mundial’.
Al nivel más alto no existe ningún sistema de solidaridad operativamente
convincente, sino una guerra clásica de grupos de intereses”.
Obviamente, nos introducimos aquí en el campo de la política global, en un
momento en que parece haberse producido la “tormenta perfecta” para el
desencadenamiento de una crisis sin precedentes que augura los peores
presagios. Desgraciadamente, la hiperactividad de nuestros gobernantes sirve de
pantalla a los verdaderos poderes fácticos, que callan e implementan sus
estrategias. Si se desarrollan resistencias a las mismas no va a poder ser más
desde posiciones periclitadas y de ineficacia histórica ampliamente demostrada.
Hoy, usando las sugerentes palabras de Preciado: “El cuerpo, tu cuerpo
individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como centro de
producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo territorio en el
que las agresivas políticas de la frontera, que llevamos diseñando y ensayando
durante años, se expresan en forma de barrera y guerra frente al virus. La
nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta
la puerta del domicilio privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa.
Y la frontera no para de cercarte, empuja hasta acercarse más y más a tu
cuerpo. Calais te explota ahora en la cara. La nueva frontera es la mascarilla.
El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El
nuevo Lampedusa es tu piel”.
Nadie posee “alternativas” fácticas a esta mutación pero, en cualquier
caso, éstas no podrán desarrollarse como simples fórmulas. Germinarán de forma
iluminadora de procesos vivos y dolorosamente paradójicos; de entre aquellas
que sean capaces de tomar distancia de los caminos trillados tanto como de las
intensas campañas de coacción ideológica, física y militar a la que seremos
sometidos. Como recuerda Sloterdijk en el texto citado, “el cálculo
coinmunitario explica por qué hay que sacrificar algo a un nivel bajo si se
quiere conseguir algo a un nivel superior. Sobre esto se basan todas las
donaciones e impuestos, todos los buenos modales y servicios, todas las ascesis
y virtudes”.
El simple hecho de pronunciar palabras semejantes parece convertirnos en
aliados de los darwinistas sociales, de aquellos que quieren hacer efectiva la
aniquilación de esa mayoría excedente que hoy conforma la humanidad esquilmada
y empujada a la muerte. En realidad, nos habla de la complejidad de la
situación y de la necesidad de atrevernos a politizar las paradojas a las que
nos veremos cada vez más intensamente sometidos.
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