No
está claro que hayamos salido de la crisis del 2008: se mantiene el
riesgo de crisis y la democracia cede protagonismo. Sin embargo,
crece la conciencia de la necesidad de avanzar hacia otro modelo
económico y empresarial más sensible a la exigencia de
democratización de las empresas y la economía, en el doble sentido
de participación de las partes interesadas, incluidos claro está
los trabajadores, y a la orientación social y solidaria de los
objetivos de la producción de riqueza (1).
Nos
centramos en la orientación social y solidaria, rasgo necesario de
toda democracia, abordando dos ideas, o metáforas, de fondo que
condicionan profundamente cualquier intento de orientación
democrática de las políticas económicas. Por un lado, existe una
oposición entre los partidarios del crecimiento y quienes destacan
los límites del crecimiento y proponen el decrecimiento. Por otra
parte, ante acuciantes riesgos globales y existenciales algunos
adoptan una postura optimista, fuertemente tecnológica, que prevé
un mundo mejor, y quienes consideran que el colapso es inevitable y
que lo más que podemos hacer es gestionar el fracaso.
Parece
necesario superar planteamientos dilemáticos (optimismo-pesimismo,
crecimiento-decrecimiento) que en definitiva limitan
considerablemente la capacidad de ofrecer alternativas positivas y
eficaces.
UNA
ÉPOCA CRÍTICA
Todo
indica que nos encontramos en una época crítica de la humanidad,
una crisis además de gran envergadura que puede tener consecuencias
muy nefastas según algunos estudios proyectivos. Decir esto, sin
embargo, no significa gran cosa, puesto que de algún modo la
humanidad ha pasado por situaciones críticas muy duras con cierta
frecuencia. En algunos ámbitos muy concretos, esas crisis han
provocado un auténtico colapso de una civilización, como sucedió
en la Isla de Pascua y el Imperio Maya, dos culturas sólidamente
asentadas que prácticamente desaparecieron. En otras ocasiones, tras
un período nefasto, se logró una recuperación.
Eso
ocurrió en la Europa de principios del siglo XIV: los éxitos
obtenidos en los dos siglos precedentes condujeron a una crisis de
exceso de población y escasez de recursos que, sumados a otros
factores no ajenos a los anteriores, como la peste y la Guerra de los
Cien Años, provocaron la muerte de millones de personas, y no se
superó el descalabro hasta los inicios del siglo XVl (Gómez
Cadenas, 2009). Jared Diamond publicó un interesante estudio sobre
el colapso de las civilizaciones en el que llegó a la conclusión
que era posible encontrar ocho factores fundamentales que, mal
afrontados, provocaban los colapsos.
Es
interesante señalar que casi todos ellos, por no decir todos, tienen
que ver con el modo de gestionar los recursos naturales para
alimentar a la población; por eso mismo, Diamond analiza casos de
sociedades que fracasaron y otras que tuvieron éxito y evitaron el
colapso. Su objetivo es buscar en el pasado sugerencias
proporcionadas por sus errores y sus aciertos para poder afrontar
mejor nuestro futuro (Diamond, 2005).
Así
pues, no basta con hablar de crisis, puesto que parece ser una
constante de la especie humana, una especie con relaciones complejas
con el medio ambiente y con una fuerte necesidad de energía. Como
todo ser vivo, el ser humano es neguentrópico y necesita incorporar
energía del exterior para frenar su entropía; como ser
profundamente social, logra articular sistemas organizativos
sintrópicos que maximizan sus posibilidades de subsistencia.
Sus
capacidades le permiten modificar ese medio para mejorar sus
condiciones de existencia, lo que consigue mediante la tecnología,
entendida en sentido general como el conjunto de conocimientos y
técnicas (instrumentos y formas organizativas) que permiten una
relación más eficiente con el medio ambiente y unas formas
organizativas más capaces de satisfacer las necesidades de los seres
humanos.
Esa
específica competencia tecnológica ha proporcionado a la especie
humana un potente éxito ecológico, con un crecimiento enorme de su
población, asentada en todos los rincones del planeta. Con los
altibajos señalados por Diamond a lo largo de la historia, en estos
momentos parece que hemos llegado a una situación crítica que puede
desbordarnos y, paradójicamente, hacernos morir de éxito.
Las
crisis, por tanto, forman parte de la historia de la humanidad por lo
que es importante señalar lo que caracteriza la crisis actual,
precedida por dos siglos con unos logros sorprendentes. Si nos
centramos en esos dos últimos siglos, una observación inicial
importante: algunos autores, siguiendo en parte el análisis de Karl
Marx, sostienen que las relaciones sociales de producción
implantadas por el capitalismo van acompañadas de crisis cíclicas
que permiten que el sistema económico y sus relaciones sociales de
producción, se sostenga y crezca. Eso lleva a algunos analistas a
intentar reducir esta crisis a una más del modelo y, por lo tanto, a
minimizar los presagios negativos y a considerar que esta nueva
crisis, sin duda profunda, permitirá salir adelante en mejores
condiciones.
Ciertamente
estamos ante una situación compleja con multitud de aspectos que se
deben tener en cuenta. Es plausible sustentar que el primer rasgo de
nuestra crisis es el fenómeno de la globalización: estamos hablando
de problemas que afectan a unos 7.500 millones de personas que,
además, viven intensamente interconectadas, pero también separadas,
con algunos intereses comunes y otros contrarios. De ahí las enormes
dificultades para alcanzar acuerdos sobre estrategias fundamentales
ante la diversidad de países, con intereses, tradiciones y
expectativas bien distintas.
El
segundo rasgo, siguiendo los análisis de Bostrom, es que se trata de
un riesgo existencial que amenaza la extinción prematura de la vida
inteligente originaria de la Tierra o la destrucción permanente y
drástica de su potencial de vida deseable (Bostrom, 2013). Hay una
conciencia epocal muy extendida, algo que ya ha ocurrido en otras
etapas de la historia de la humanidad, pero que ahora tiene unas
dimensiones planetarias y está avalada por evidencias científicas
importantes.
Dos
son los ejes que caracterizan la crisis existencial. El primero de
ellos es el exponencial cambio tecnológico que está afectando a la
sociedad en todas sus dimensiones, con un impacto específico en el
mundo del trabajo: fenómenos como la robotización, la llamada
economía cooperativa, el mercado continuo y universal, o la economía
de los macro datos y algoritmos, pueden ser ejemplos claros de que el
impacto está siendo fuerte.
Se
puede mantener una posición positiva, quizá visionaria, de este
impacto, como hace Rifkin (2011), quien ve un buen futuro de economía
colaborativa y poderes laterales, percepción que no comparten los
trabajadores de Deliveroo o Glovo, pero tampoco personas importantes
de Sillicon Valley (Fowler, 2018). Dado el objetivo de este artículo,
dejo al margen el impacto que está teniendo en el propio ser humano,
fenómeno englobado bajo el término genérico de Transhumanismo, por
más que está provocando un imaginario colectivo que puede
dificultar un enfoque sensato de la salida de la crisis, sobre todo
porque puede alimentar tanto el miedo como las expectativas de
cambios positivos espectaculares.
El
segundo factor está estrechamente vinculado a la crisis de la
energía fósil, en concreto el petróleo, en la que se ha basado el
enorme aumento del consumo de energía demandado por una humanidad
creciente y por un específico modelo de crecimiento económico. La
aparición de sociedades complejas exigió un incremento en el
consumo de energía ya en el neolítico; más recientemente, la
máquina de vapor en la primera revolución industrial a finales del
XVIII; las nuevas fuentes de energía y los modelos de organización
industrial provocaron la segunda, revolución a finales del s. XIX:
junto al carbón, apareció el gas, el petróleo y, derivadamente, la
electricidad, y al final la energía nuclear (Smil, 2004). Entonces,
aparecieron los primeros avisos de alarma, iniciados con claridad en
el famoso informe al club de Roma de 1972 sobre los límites del
crecimiento, y esos avisos parece que se están cumpliendo. La fase
actual de capitalismo ha sido denominada por algunos “capitalismo
fósil”, por su dependencia del combustible fósil, y la llamada
tercera (algunas personas hablan ya de la cuarta) revolución
industrial, exige un crecimiento fuerte del consumo de energía que,
a pesar de las incipientes renovables, sigue dependiendo totalmente
de las fósiles. Y lo mismo ocurre con la incorporación de miles de
millones de personas al escenario mundial, exigiendo igualmente la
satisfacción de sus necesidades.
Por
un lado, eso plantea el problema de los límites de disponibilidad
que, más allá de algunas divergencias sobre tiempos y plazos (Gómez
Cadenas, 2009), son claros. Posiblemente uno de los mejores y más
rigurosos análisis de ese agotamiento del capitalismo fósil es el
de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes (2018), que da por
completamente seguro el final de este modelo de consumo de energía y
de la sociedad que lo hace posible.
Por otro lado, tras largas discusiones y debates al respecto, queda claro que el uso creciente de fuentes fósiles de energía está ocasionando una alteración seria y profunda del equilibrio ecológico de la Tierra.
Por otro lado, tras largas discusiones y debates al respecto, queda claro que el uso creciente de fuentes fósiles de energía está ocasionando una alteración seria y profunda del equilibrio ecológico de la Tierra.
Los
dos síntomas más evidentes son, por un lado, el calentamiento
global, que ya está provocando fenómenos atmosféricos de
dimensiones e impacto superiores a los habituales, y por otro la
disminución, incluso desaparición, de especies animales y
vegetales. Todo ello con un ritmo acelerado que permite prever que en
las próximas décadas se va a producir un descalabro importante que,
como decíamos antes, puede terminar disminuyendo seriamente las
posibilidades de subsistencia de una parte no despreciable de la
humanidad.
En
otras épocas se han dado alteraciones naturales, incluso
catástrofes, de gran impacto, incluidos calentamientos y
enfriamientos del clima. Lo específico en nuestro caso es que se
trata de una alteración provocada por el ser humano, no es
“natural”, sin olvidar que la tecnología es producida por las
capacidades del propio ser humano como producto de la evolución y
hay indicios de la misma en otras especies, si bien con diferencias
cualitativas respecto al ser humano; además, tiene un alcance global
que afecta, eso sí, de manera desigual, a todos los países (194) y
a todos sus habitantes (en torno a 7.500 millones).
DILEMAS
MAL PLANTEADOS
Durante
un tiempo excesivo la discusión se centró en dos polos: el
negacionismo, sustentado por quienes negaban que los datos fueran
correctos y relevantes, que las predicciones negativas fueran fiables
y que la causa de las esos cambios fueran debidas la acción humana;
por otro lado, quienes desde posiciones llamadas genéricamente
ecologistas, mantenían que esas proyecciones pesimistas eran
correctas y que la causa era fundamentalmente el modelo de desarrollo
y crecimiento impuesto por la economía política vigente, la del
capitalismo, con rasgos específicos de ser capitalismo financiero y
especulativo, llamado en general capitalismo neoliberal. En cierto
sentido esta polémica puede darse por cerrada.
La
evidencia empírica proporcionada por grupos de trabajo
independientes y solventes, es abrumadora. Así lo avalan los
informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio
Climático (IPCC) o el más reciente del Intergovernmental
Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services cuyo
último informe de mayo de 2016 certifica la acelerada extinción de
especies (IPBES, 2019). Este dilema está prácticamente resuelto si
bien todavía hay negacionistas que influyen en personas de mucho
poder, como es el caso de Donald Trump (Krugman, 2018) y grupos de
poder muy importantes que también avalan esa negación, aunque quizá
sabiendo que no es sostenible.
Entre
quienes aceptan que hay un serio riesgo existencial se plantean en
estos momentos dos posiciones enfrentadas que no parece que puedan
llegar a un acuerdo. Por un lado están quienes son partidarios del
crecimiento, entendido además en general tal y como lo entiende el
neoliberalismo, y por otro lado quienes consideran que es
imprescindible decrecer, en el sentido de frenar un incremento
constante del consumo y del consiguiente gasto energético. La
polarización se hace algo más complicada porque entran en juego
actitudes personales, pesimismo y optimismo, y también porque incide
el papel que la tecnología pueda desarrollar en el afrontamiento de
la crisis.
Se
suele dar el optimismo entre quienes defienden el crecimiento, para
quienes el modelo neoliberal es el adecuado y además la tecnología
va a ser capaz de resolver los problemas. Se suele dar el pesimismo
entre quienes dan por seguro el colapso y consideran que no va a ser
resuelto por la tecnología pues incluso consideran que la tecnología
es parte del problema. Es más, algunos de los optimistas
tecnológicos admiten, con cierto pesimismo, pues el gran bienestar
prometido no llegará a toda la humanidad, sino solo a sus élites; y
algunos pesimistas tecnológicos mantienen el optimismo esperanzado
de quienes piensan que, sea cual sea el escenario, la humanidad tiene
capacidad de afrontarlo solidariamente minimizando los daños.
Existe
una corriente muy potente, que cuenta con el apoyo ciertos grupos que
ostentan el poder que, siguiendo las posiciones de algunos
visionarios como Rifkin o Kurzweil, confían en la capacidad de la
tecnología para resolver las graves dificultades que se nos vienen
encima. Procuran, además, exaltar reiteradamente las enormes
posibilidades que la naturaleza pone ante nosotros, posibilidades que
depararán un futuro con una mayor esperanza de vida y una vida de
calidad.
Es
más, ese mismo desarrollo tecnológico, llegado el caso de un
deterioro total de la Tierra, permitiría ir a colonizar otros
planetas, lo cual sería un destino inevitable de la especie humana,
por más que todavía parece más producto de la ciencia ficción que
de las posibilidades reales al alcance de la tecnología. Entre
tanto, aunque eso no suelen decirlo públicamente, se puede
garantizar el mantenimiento de zonas acotadas de la Tierra en la que
las élites podrán vivir una vida de calidad, mientras alrededor
subsistirán en condiciones muy duras y precarias la mayoría de la
población (Rushkoff, 2018).
Es
un modelo que aparece en bastantes películas del cine distópico
(Los
juegos del hambre, Elysium...)
e incluso en otras más optimistas, más eu-tópicas
(Her, Interstellar…).
Es un futuro posible, sin duda (García Moriyón, 2017). Quizá los
dos rasgos notables es que son optimistas (al menos parcialmente) y
se centran en la tecnología como el gran remedio. Y por descontado
no cuestionan el crecimiento entendido al modo neoliberal, como
objetivo permanente.
Hay
una vía intermedia que la ha puesto en valor Ocasio Cortés-Valdez,
el llamado Nuevo Pacto Verde, una reelaboración actualizada del New
Deal de Roosevelt, siendo en este caso una propuesta que pretende
lanzar un nuevo pacto social, movilizando una cantidad ingente de
recursos, que de hecho existe, para lograr afrontar la crisis que se
avecina, e incluso revertirla (Heron,2019). Rifkin también habló en
su día de un pacto verde, vinculado al concepto de desarrollo
sostenible y más adelante a la teoría de la economía de coste
marginal cero y enfoque solidario y colaborativo (Rifkin, 2014).
Este
enfoque propone un cambio radical del modelo de producción
actualmente existente, basado en los combustibles fósiles, pero
también es cierto que no queda del todo claro si no terminará
pasando lo que pasó con la experiencia de Roosevelt, que realmente
logró sus objetivos gracias a una guerra brutal que exigió una
movilización masiva de recursos de todo tipo y luego un plan
Marshall igualmente exigente de reconstrucción avalado por un gran
pacto social. Y lo consiguió con un coste desmesurado de vidas
humanas y sufrimiento, cuyo efecto positivo fue la creación de las
Naciones Unidas, basadas en una Carta fundacional fundada en la
cooperación pacífica de todos los Estados y en una Declaración
Universal de Derechos Humanos que dotaba de un código ético
exigente para orientar la conducta de países e instituciones.
Fruto
de aquello fueron treinta años fructíferos, no exentos de
tensiones, pero al mismo tiempo se consolidaron y reforzaron las
relaciones sociales de producción capitalistas. Pero en esto lo
importante no es tanto si la humanidad será capaz de salir de la
crisis, que es sin duda importante y puede admitir cierto optimismo,
sino el coste de la solución y quién cargará con las consecuencias
más negativas. Por el momento, está claro que los efectos negativos
de la crisis están recayendo sobre todo sobre los sectores más
vulnerables de la sociedad, de todas las sociedades. El optimismo en
este sentido, no es tan claro.
Hay
otro tipo de pesimismo muy duro que en absoluto considera que vaya
salvar la tecnología, sino que nos acercamos a una catástrofe que
ya no se puede evitar. Cuando Fernández Durán y González Reyes
escribieron su libro, todavía se podía hablar de una ventana de
oportunidad que permitiera evitar el colapso tras tomar las adecuadas
medidas tanto tiempo solicitadas por los expertos. Dado que la
comunidad internacional no ha hecho los deberes, se ha cruzado el
umbral y ya no hay esa ventana por lo que nos acercamos al colapso y
será necesario tomar medidas de otro tipo (Muiño, 2019). Eso mismo
es lo que opina Jorge Riechman, quien también considera que ya se ha
avanzado demasiado por lo que resulta necesario replantearse cómo
vamos a gestionar ese descalabro que se avecina ya pronto, sin caer
en soluciones que serían todavía más duras (Riechman, 2011).
Uno
de los últimos informes sobre el tema, publicado por un instituto
australiano es, si cabe, más pesimista pues anuncia el colapso
definitivo para dentro de una o dos décadas, con una situación
posterior realmente conflictiva porque fallarían recursos básicos
de subsistencia (Elcacho, 2019). Al final de su informe, su pesimismo
entreabre una ligera esperanza, que en realidad consiste en hacer de
la necesidad virtud. Lo que proponen es similar a la versión más
dura del Nuevo Pacto Verde: una auténtica movilización de toda la
sociedad centrada en el objetivo de lograr una economía con cero
emisiones de CO2 (Spratt y Dunlop, 2019).
Entre
los pesimistas están surgiendo con cierta fuerza otras propuestas
bien diferentes, más guiada por una especie de “sálvese el que
pueda” que por una propuesta solidaria y colectiva de afrontamiento
del problema. Por un lado están los fenómenos como los Preppers,
grupos de personas o individuos que se están preparando ante
catástrofes que consideran inevitables (construyen bunkers o
viviendas autosuficientes, acaparan desde comida liofilizada hasta
armamento, aprenden primeros auxilios avanzados y técnicas de
supervivencia). Desde los inicios de la Guerra Fría no había
existido un auge tan grande de este tipo de iniciativas, que están
siendo retratadas por la serie de documentales del National
Geographic Doomsday
Prepper,
en la que vemos una pluralidad de casos que van desde el hippismo
enternecedor a las milicias filofascistas y otros grupos muy
distintos que prevén una situación más parecida a la descrita por
la novela The
Road de
Cormac McCarthy. El escenario del futuro es un mundo devastado en el
que la supervivencia parece garantizada solo para los grupos que
muestren ser más fuertes, un escenario hobbesiano en el que se
aplica un duro darwinismo social. La pretensión de crecimiento es
substituida por el simple objetivo de sobrevivir y en ese escenario
vae victis [¡Ay de los vencidos!].
Otras
posiciones son pesimistas con la civilización que ha dado lugar a
esta situación y creen que no tiene solución. En su radicalismo,
consideran que el único remedio es renunciar completamente a los
“logros” y “avances” de la humanidad, y buscar un futuro que
no puede ser más que una vuelta a la vida primitiva de los seres
humanos nómadas, recolectores y cazadores, en la que no había ni
jerarquías ni poder, ni división del trabajo, y renunciar a entrar
en la espiral del desarrollo tecnológico iniciada por la revolución
de neolítico (Zerzan, 2001).
Son
corrientes llamadas anarcoprimitivistas, que hunden sus raíces en
las aportaciones de Jacques Ellul, uno de los primeros autores que
plantearon una ecología política con carácter radical (Ellul,
2003); en algunos casos, el rechazo de la actual civilización puede
llegar a una peculiar forma de acción directa terrorista, como la de
Unabomber (Kacinsky, 1995). Evidentemente, tampoco se plantean un
crecimiento, sino todo lo contrario, una vida más “natural”, y
desde luego más sencilla y frugal.
UN
PLANTEAMIENTO GLOBAL
Los
dilemas sucintamente expuestos en el apartado anterior no constituyen
un buen enfoque. En general, cuando se abordan los problemas de todo
tipo y en especial los que tienen un fondo moral, no es prudente
plantearlos como dilemas, pues, por definición, suelen reducir la
situación a dos alternativas contradictorias de tal modo que optar
por una implica negar la otra, con el inconveniente profundo de que
en ambos lados hay aspectos (valores, medios, consecuencias…)
positivos y negativos. Generan lo que podemos llamar controversias
destructivas en las que alguien pierde, frente a controversias
constructivas en las que no se trata de saber quién gana o pierde,
sino de encontrar soluciones (Johnson, 2016) lo que permite sopesar
con más cuidado ventajas e inconvenientes y alcanzar propuestas que,
sin llegar a la suma cero, pues es probable que siempre haya
pérdidas, permitan encontrar y aplicar respuestas que sean
aceptables para todas las partes afectadas.
Enfocado
de manera distinta, hay que tener en cuenta lo que George Lakoff
llama marcos de comunicación, tan peligrosos como necesarios. Estos
generan estructuras narrativas que activan estructuras mentales más
bien emocionales e inconscientes que condicionan nuestro
comportamiento y nuestras decisiones (Nacher, 2018). Teniendo en
cuenta que estamos hablando de problemas políticos, es decir, que
afectan a la vida de la comunidad humana, es claro que hay que tener
mucho cuidado con las emociones que pueden nublar el entendimiento,
pero sin las cuales es difícil movilizar a la gente.
Visto
lo anterior, es, por tanto, necesario igualmente superar el
enfrentamiento entre pesimismo y optimismo, sin olvidar por otra
parte que el optimismo favorece la creación de marcos conceptuales
que provocan la actuación, pero también pueden llevar a la desidia
de la cigarra, mientras que el pesimismo provoca más bien lo
contrario, pasividad o agudización del ingenio.
Contraponer
pesimismo a optimismo es, por tanto, equivocado (Runciman and Cohen,
2018). Aquí hablamos de política, y en concreto de políticas
económicas, no de temperamentos personales y ya hemos visto que, si
bien no están igualmente distribuidos, el optimismo y el pesimismo
son transversales, es decir afectan tanto a quienes consideran que
estamos en el buen camino y todo es cuestión de tecnología y
ajustes del modelo, como a quienes consideran que la crisis es
radical y exige un cambio de modelo; las élites, que creen poder
salvarse, pueden ser pesimistas, y las clases bajas, que se temen que
van a pagar el precio más alto en caso de colapso, tienden a ser
pesimistas.
Lo
que parece ser cierto es que el pesimismo, si es acentuado, conduce a
posiciones poco constructivas, como hemos apuntado en algunas
soluciones propuestas por ambas partes. Y solo quienes son optimistas
en el sentido de que es posible hacer las cosas mejor y resolver
problemas pueden afrontar con decisión los esfuerzos que son
necesarios para afrontar la crisis existencial (Ventoso, 2018). En el
peor de los casos, adoptemos un pesimismo lúcido o un optimismo
cauto.
Ahora
bien, retomando la idea de los marcos de referencia de Lakoff. Las
etiquetas “crecimiento” y “decrecimiento” juegan como marcos
de movilización social a favor de los primeros: crecer es algo más
apetecible, por positivo, que decrecer, con fuerte carga negativa. Si
leemos los datos proporcionados por Rosling (Rosling, 2018), no se
puede negar que sigue habiendo un crecimiento importante: por ejemplo
la disminución de la pobreza, el incremento de la esperanza de vida
o el número de personas que tienen acceso a agua corriente.
Quizá
esa idea de decadencia pesimista, con presencia en el mundo
occidental desde los inicios del siglo XX, sea algo propio de las
clases medias occidentales (en sentido lato del término) que ven que
las cotas de bienestar alcanzadas pueden perderse, mientras que no es
igual en las clases pobres de los antiguamente llamados países
dependientes que ven mejorar sus condiciones de vida: en las últimas
décadas, por ejemplo, cerca de 600 millones de chinos han salido de
la situación de pobreza crónica.
Superar
la pobreza energética de cuatro millones de españoles o de cerca de
seiscientos millones de indios, exige un incremento de la
disponibilidad de energía, mientras que en otros contextos es obvio
que hay un exceso de energía, constando que a partir de un
determinado nivel de gasto energético por persona no se incrementa
la calidad de vida. (González Cadenas, 2009).
El
problema es, por tanto, complejo, pero sobre todo tiene que ver con
un uso habitual simplista y tendencioso del concepto de crecimiento,
habitualmente vinculado a otros dos igualmente complicados,
desarrollo y progreso. En general sigue siendo el PIB el índice
básico del crecimiento, por más que el Índice de Desarrollo Humano
de la ONU lleva décadas enriqueciendo sus índices de desarrollo
humano, o por más que plantee 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible
con 169 metas de carácter integrado e indivisible que abarcan las
esferas económica, social y ambiental. Está claro que tanto el IDH
como los OCD son criticables, tanto metodológicamente como en su
planteamiento, que parece quedarse en pura retórica (Gómez Gil,
2017).
Por
eso está en gran parte justificada la etiqueta “decrecimiento” e
incluso “colapso”, pero sigo pensando que hay que buscar otras
etiquetas, una vez que “desarrollo sostenible” o “responsabilidad
social corporativa” están ya algo desgastados, en parte porque se
usan con cierta frecuencia como estricta retórica ideológica, es
decir, empleada para ocultar la realidad, más que para desvelar lo
que ocurre de fondo.
En
ese sentido, es cierto que se están manejando muchas, quizá en la
estela de un libro pionero, Lo
pequeño es hermoso de
Ernst Friedrich Schumacher, de 1973, una fecha que ya hemos indicado
que puede ser considerada como de nacimiento del problema específico
que ahora tenemos.
Aunque
siguen teniendo fuerza términos como colapso, catástrofe,
decrecimiento, austeridad…, aunque está claro que en muchos
ámbitos hace falta gastar menos energía y consumir menos, es
importante insistir en que el objetivo es tratar de que todo el mundo
viva mejor, lo que exige ir al corazón de la crisis que no es
precisamente el cambio climático, ni los límites de la energía ni
siquiera el profundo cambio tecnológico.
Por
eso las nuevas etiquetas deben resaltar el hecho de que la felicidad
que nos ofrecen es vacía, que los satisfactores de nuestras
necesidades no lo son tanto y que el modelo de bienestar vigente
(vinculado al consumo casi compulsivo) no satisface las exigencias de
una vida plena que tenemos los seres humanos. Y, desgraciadamente,
eso exige cambiar la mentalidad de una gran parte de la población
que ha aceptado la oferta del sistema como modelo de vida.
Estamos
haciendo frente a una crisis eco-social, y esos tres problemas son
los síntomas de la crisis, no las causas, como bien dicen muchos,
desde el papa Francisco en su encíclica sobre el tema hasta Jorge
Riechman.
No
podemos olvidar que 1973 es también el año en que se inicia un
programa político neoliberal encabezado por Ronald Reagan y Margaret
Thatcher, que tiene como objetivo desmontar el pacto social previo y
recuperar la capacidad de extracción de plusvalía y el control
sobre la toma de decisiones. Es entonces cuando se lanza un ataque
total contra el sindicalismo, que sufre una gran derrota, y cuando se
plantea el problema de los excesos de democracia, que conducen a un
incremento de las demandas de la población que no pueden ser
satisfechas, pues exigiría un reparto diferente de la riqueza
generada.
Y
es entonces también cuando se comprueba que quizá el capitalismo y
la democracia no son tan compatibles como parece (Spitz, 2018) y que
la colaboración de quienes controlan los medios de producción con
regímenes autoritarios o simplemente fascistas no son excepciones
históricas, sino más bien una tendencia intrínseca: al capitalismo
en esta fase neoliberal, centrada en la extracción desmesurada de la
plusvalía, no le importa en exceso cómo van languideciendo las
democracias que estuvieron en auge justo en los inicios de esta etapa
(Runcinan, oc.; Abramowitz, 2018).
Es
más, podemos decir que el modelo de relaciones sociales de
producción propio del capitalismo, en especial en esta fase
neoliberal, es intrínsecamente contradictorio con las aspiraciones
democráticas. La empresa actual es un modelo organizativo más
próximo a la dictadura, e incluso al modelo de organización del
trabajo de las plantaciones esclavistas, que a una organización con
atisbos de democracia (Anderson, 2017). Las relaciones de dominación
que rigen la vida cotidiana en las empresas carecen de controles, por
lo que terminan siendo papel mojado la mayor parte de los acuerdos
que se hacen a nivel mundial o las orientaciones realizadas desde
serios centros de estudios: ni las cúpulas empresariales, ni los
políticos que suelen depender de esas cúpulas mucho más de lo que
debieran, están realmente interesados en replantearse su
responsabilidad social, ni la participación en la gestión de las
empresas de las partes interesadas, empezando por los propios
trabajadores, quienes son los que más intereses pueden tener (García
Moriyón, 2019). La democratización de la empresa solo ha cuajado en
una variante que poco tiene que ver con el meollo de le democracia:
la democracia a partir de la participación accionarial, modelo más
próximo a la plutocracia que a la democracia.
Por
otra parte, no estamos ante un problema tecnológico, o que pueda ser
resuelto con una mejora e incremento de la tecnología. Esta va a
seguir siendo muy necesaria, como lo ha sido siempre, pero lo
importante es tener en cuenta que la tecnología es versátil. Es
decir, no se trata de si es neutral o está siempre sesgada, se trata
de que puede ser utilizada de diversas maneras, del mismo modo que se
pueden diseñar con diferentes objetivos.
Cuando el ser humano
inventó el arco y las flechas, pudo utilizarlo para cazar, y también
como arma de combate. Cuando el ser humano inventó la espada, lo
hizo para ser más eficiente, esto es, más mortífero, en los
combates. Son las decisiones humanas las que determinan qué
tecnología queremos diseñar (en un momento histórico muy preciso,
por ejemplo, decidieron en España que el modelo prioritario de
transporte ferroviario sería el tren de alta velocidad), lo cual
tiene unas implicaciones políticas determinadas por los objetivos
que queremos conseguir y los medios que vamos a emplear para
conseguirlo.
Al
optar por el AVE sabían bastante bien a quiénes favorecían y a
quiénes perjudicaban y qué objetivos buscaban. Esas decisiones,
regidas por opciones y preferencias, son las que determinan el valor
que tiene la tecnología, ya se trate de instrumentos o a formas
organizativas. Son opciones que sin duda tienen riesgos, pues ante
problemas complejos nunca hay respuestas del todo seguras, pero se
toman sabiendo bien el valor moral de las mismas (West, 2016).
Los
problemas que debemos afrontar son muy complejos. Las resistencias a
abordarlos en serio han ido complicando la situación de tal modo que
cada retraso incrementa el riesgo de que la solución sea más
difícil. En ese sentido, vuelvo a insistir en que, siendo importante
ser optimistas, lo que necesitamos es lucidez y energía para
afrontar la situación y atajar el mal de fondo, si bien, tal y como
le hemos visto, estamos ante una controversia más bien destructiva
en el sentido de que alguna de las partes debe perder, al menos debe
dejar de ganar como está ganando ahora.
El
eje de lo que hagamos debe situarse en una manera específica de
afrontar la eu-topia que buscamos, es decir, la clase de mundo en el
que queremos vivir. Siguiendo a Bloch (1997) si admitimos que nada es
posible, la vida se ha detenido, por lo que debemos explorar lo
posible objetivamente real, para distinguirlo de lo que es solo
formalmente posible, o lo que se basa en quimeras irrealizables. Que
ese otro mundo es posible, parece claro, y de ello dan fe no solo los
múltiples análisis y propuestas de solución, por más que no sean
atendidos. También lo muestran las muchas experiencias que de algún
modo ponen en práctica modelos radicalmente alternativos de
organizar las políticas económicas (Moreno, 2018).
Y
en cierto sentido, lo importante, con serlo y mucho, no es tanto si
lograremos resolver el problema, incluso ayudados por un hipotético
e improbable Cisne Negro, posiblemente tecnológico, que nos ayude a
salir adelante, sino que lo importante es cómo afrontamos la crisis
y como construimos entre todos una respuesta eficaz y solvente. Para
ello, el primer paso es sin duda cambiar el enfoque global, para a
continuación prefigurar (poner en práctica) en la sociedad actual
formas de organización y de colaboración que se opongan a las
negativas formas actualmente vigentes, y de ese modo contribuyan a
consolidar el convencimiento de que la transformación es ya posible.
Los detalles serán el resultado del conocimiento para desvelar la
causas, de la imaginación necesaria para diseñar estrategias y de
encontrar las tecnologías (medios) adecuadas para los fines buscados
y la pericia exigida para aplicarlas con decisión y coraje.
(1)
Agradezco a Javier González Vela la lectura del texto y las
sugerencias aportados que han permitido mejorar la versión final del
mismo.
Doctor
en filosofía. Profesor honorario UAM. Miembro fundador de la
plataforma por la democracia económica
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