¿Podemos cambiar algo de nuestro mundo?
Entre
las ideas más prometedoras para gatillar cambios sociales de largo
alcance, de esos que no sabemos hasta donde nos pueden llevar,
podemos citar la Renta Básica Universal, el trabajo público
garantizado, la reforma del sistema monetario, o la utilización de
las rentas no ganadas, en el sentido ricardiano, como base del
sistema impositivo. Desde Autonomía
y Bienvivir hemos
dedicado parte de nuestro esfuerzo a la divulgación de esas
brillantes ideas. Sin embargo, en este punto de mi recorrido
intelectual me asaltan una serie de dudas, en ningún caso pienso
que estas sean malas ideas, pero debo reconocer que aisladamente, en
una sociedad compleja como la nuestra, es difícil pensar que una
sola medida tomada de forma aislada pueda tener un gran impacto
transformador.
Tomaremos una de ellas como epítome, la reforma monetaria. De forma telegráfica, y aunque evidentemente no hay un consenso sobre qué problemas tenemos con el sistema monetario, a mi juicio el principal es que el dinero se crea de forma privada. La mayor parte de la oferta monetaria de un país son depósitos a la vista o a plazo que crean los bancos comerciales al conceder un crédito. Naturalmente, los bancos hacen esto para ganar dinero, y por ello crean el dinero con interés. Cuando el dinero se crea de forma pública o comunitaria se puede crear sin interés, pero no ocurre lo mismo cuando el dinero se crea de forma privada. Otra consecuencia de este mecanismo de creación del dinero es que quienes tienen en su mano la impresora intentarán crear todo el que sea posible, para maximizar sus beneficios. Ello favorecerá que haya periodos de abundancia de dinero a consecuencia de un boom de crédito, seguidos posteriormente de periodos de escasez, cuando la carga de los intereses va creando oleadas de impagos que propician un estrangulamiento del crédito, que a su vez provoca más impagos. Una explicación más detallada de esta problemática y de todos los hechos que históricamente nos han conducida hasta ella la expuse en una serie de artículos en Autonomía y Bienvivir: La ciencia pérdida del dinero, Modernizar el dinero y Frederick Soddy y el dinero endógeno.
Para
minimizar sus riesgos la mayor parte del dinero así creado está
garantizado por activos, de forma muy especial suelo (o
construcciones con suelo incluido), ya que es un recurso natural
finito y limitado cuya oferta es sencillo monopolizar. Los bancos
tienen pocos incentivos para ser prudentes en la concesión de
crédito, ya que en la parte descendente del ciclo podrán expropiar
la garantía de los préstamos, y si a pesar de ello todavía
resultan perjudicados el Estado saldrá en su rescate para evitar
una profunda crisis de liquidez que se lleve por delante negocios
que de otra forma serían rentables. Todo el sistema funciona como
una gigantesca aspiradora que succiona rentas de abajo hacia arriba.
Una explicación más detallada de la relación entre rentas no
ganadas y sistema monetario la desarrollé en Cómo
conocí a mi extractor de rentas y entré en servidumbre por deudas:
“Capitalismo popular” o el auge del capitalismo de los
rentistas.
Por
último, hablé de cómo reformar el sistema monetario de forma que
se minimizasen todos los aspectos negativos en Por
qué #nodebemos, #__pagamos (conclusión), Dinero
vs Energía: El pensamiento económicos de Frederick Soddy y Dinero
libre y sostenible, la solución a los desahucios y a la deuda
pública.
En resumen, prohibir la creación de depósitos mediante crédito, y
crear el dinero que la economía vaya necesitando a través del
Tesoro Público, en forma de gasto. Sin embargo mi propósito de hoy
es cuestionar, en cierto grado, esta solución.
Porque
los problemas sociales no se solucionan como los de matemáticas. No
es sólo una cuestión “técnica”. Vivimos en una sociedad muy
compleja, donde cada uno de nosotros se ha especializado en realizar
determinadas labores. Si alguien practica con la guitarra ocho horas
al día seguramente terminará tocando mejor que alguien que la toca
por divertirse al salir de su puesto de operario en una fábrica.
Mayor especialización, mayor productividad. Pero dependes del
panadero para tu comida y del mecánico para arreglar el coche. Eso
no es grave, puedes verles cara y hablar con ellos. Pero también
dependes de que los bancos sigan inyectando crédito y creando
dinero, y de que los funcionarios del Banco Central decidan si hay
que subir o bajar los tipos de interés del dinero. Ellos no te
conocen, ni tienen en cuenta tus emociones a la hora de tomar sus
decisiones y aplicarlas con la máxima frialdad y rigor.
Pero
el funcionario del Banco Central aplica la teoría
económica,
un conjunto de “conocimientos” socialmente construidos que, pese
a no tener la categoría de “científicos”, sí al menos son
tácitamente reconocidos como “conocimientos” de un tipo
distinto, cualitativamente superiores a los que quedan fuera de ese
corpus teórico. Claro que esa teoría se define y construye
socialmente, pero no con la participación de todos. Son los
académicos, desde las universidades, los que van seleccionando
aquello que debe ser incluido y excluido del conjunto de
“conocimientos” de la disciplina, y es esa teoría la que
determina como actúan los funcionarios del Banco Central.
Así
que nos movemos en un entorno muy complejo, en el que suponemos que
cada persona cumple su función, aunque no tengamos ni la más
remota idea de lo que ello significa. El individuo termina valorando
simplemente que el entorno sea estable, y cuando este entorno
estable se ve sacudido por eventos extraordinarios como crisis
económicas, protestará, quizás cambie su voto, y rezará porque
se vuelva a recobrar la estabilidad, aunque no termine de comprender
muy bien ni las causas de la sacudida ni las del retorno a la
normalidad.
Todo
este conjunto de hechos nos lleva en una sola dirección, hacia un
reino llamado APATÍA, la ausencia de deseo, la indiferencia hacia
lo que ocurre a nuestro alrededor, que entendemos se encuentra a
diez mil millas de poder ser mínimamente alterado por nosotros. Es
el reino del consumismo, de la proliferación de ofertas comerciales
para experiencias y sustitutivos de relaciones humanas. Aprendemos y
comprendemos que no tenemos ninguna influencia sobre el entorno, y
en consecuencia perdemos interés por él, y como hemos perdido
interés en él nuestra capacidad de lograr algún cambio se reduce
todavía más.
En
ese contexto las narrativas simplificadoras golpean con toda su
fuerza. La razón es la fuerza capaz de despejar el camino y arrojar
a la cuneta cualquier dificultad que se interponga en el avance de
un progreso lineal y constante. El “experto” es el sacerdote de
la nueva religión de la razón, aunque la experiencia muestre (como
por ejemplo en el documental La
industria de los expertos)
que no consigue mayor porcentaje de aciertos que un simio, es decir,
que alguien que responde al azar.
¿Hay
salida a este laberinto? Evidentemente experimentamos rendimientos
decrecientes en la complejidad social, por lo tanto necesitamos
reducirla. No tenemos un mapa para hacer esto, de hecho nunca se ha
hecho algo semejante en la historia de la humanidad, salvo de forma
forzada. Como suele ser habitual ante los problemas complejos,
tenemos que actuar por tanteo. Podemos apoyarnos en la psicología
para dar estos primeros pasos, en concreto en la psicología
positiva o ciencia de la felicidad, ya que esta disciplina prescribe
para el individuo medicinas que van en el sentido de simplificar su
vida.
Poniendo
por delante que como dijese numerosas veces el difunto Zygmunt
Bauman no existen soluciones individuales para los problemas
sistémicos, consideremos por un momento este punto de partida, el
de un individuo que quiere ser feliz, realmente feliz. Entre otros
aspectos, la
llamada ciencia de la felicidad destaca dos cuestiones que me
gustaría resaltar aquí:
la importancia de las relaciones y del sentido. Tener relaciones
sociales y afectivas de calidad y realizar habitualmente actividades
significativas para uno mismo, como lo es para mí escribir este
artículo.
Empecemos
por la calidad de las relaciones. Según el sistema tiende a
complejizarse, las relaciones tienden cada vez más a ser episódicas
(será, por ejemplo, cada vez más raro mantener un trabajo para
toda la vida) y a estar reguladas exteriormente, por ejemplo por una
jerarquía si se trata de relaciones en el centro de trabajo, o por
contratos o precios, si se trata de una relación de tipo mercantil
como la que tenemos con la camarera que nos pone el café. En la
gran urbe somos máscaras, y vemos pasar miles de máscaras cada día
por delante de nuestros ojos. Incluso las relaciones de pareja, tal
y como señalan Byun-Chul Han o Zygmunt Bauman,
se hacen cada vez más frágiles y superficiales. Para el individuo,
la vía de la felicidad consiste en ir saliendo de la rueda.
Mantener un trabajo, una pareja, unos amigos. Comprar en el barrio,
tener relación con quién nos hace el pan o nos arregla el coche,
compartir actividades con la gente del vecindario o con un grupo
estable con intereses comunes.
Respecto
al sentido, nos encontramos el mismo problema que con las
relaciones. En una comunidad tradicional la actividad de cada uno de
los miembros juega un papel que es comprendido por todos para el
mantenimiento del conjunto. El herrero repara las herramientas
indispensables para extraer a la tierra sus frutos y el panadero
procesa esos frutos de forma que puedan ser asimilados fácilmente
por todos. Hoy conozco personas que trabajan en fábricas que hacen
carcasas para misiles, y ecologistas que trabajan en proveedores del
sector de la automoción.
A
veces no quedará más remedio que buscar el sentido en actividades
relegadas a la categoría de ocio, pero en general se trata de ir
progresando de forma paulatina, dotando de sentido poco a poco a
cada una de las actividades que realizamos en nuestro día a día.
En
este camino de ir desarrollando una estructura interna coherente, y
ponerla en consonancia con su comportamiento “externo”, el
individuo irá abandonando casi sin darse cuenta la persecución de
categorías abstractas como éxito, o la
adicción al dinero por el dinero.
Aprende a encontrar placer en las acciones que le ponen en relación
con los demás y con lo que percibe como el sentido de su vida. El
mundo se simplifica, aunque sea parcialmente, y ahora comprendemos
en parte los problemas que aquejan a nuestro entorno y a nosotros
mismos. De contemplar el desahucio de un vecino con incomodidad y
tensión pasamos a participar de una economía de mayor cercanía,
de la que se benefician más las personas que tenemos próximas.
Quizás participamos en un banco de tiempo, quizás alguien promueve
un experimento con monedas
locales que
permite entender mejor como se crea y como funciona el dinero, o
quizás no. Sea de una forma o de otra, se comparten opiniones,
información y experiencias y ello hace que se exijan unas medidas u
otras a la autoridad política. La información en particular, ahora
llega por varios canales, si bien no desaparecen los controlados
jerárquicamente y orientados al beneficio, ya no se trata de un
monocultivo, sino de un bosque en el que coexisten especies
diversas.
Y
de esta forma vamos escapando de la apatía y de la persecución de
ideales abstractos de éxito y dinero, mientras logramos una
estructura interna que nos proporciona mayor paz y felicidad, que
exteriormente se manifiesta en una mayor actividad e interés por
los problemas públicos y comunitarios. En este punto quizás el
individuo llegue a cuestionarse, entre otras cosas, el sistema
monetario, y encuentre apropiada la reforma que yo planteaba al
principio de este artículo. Sin embargo, será difícil que un
creciente interés ciudadano pueda llegar a filtrarse al mundo
académico, sin el cual se antoja imposible cualquier atisbo de
reforma.
Las
universidades y las revistas que publican artículos académicos se
han convertido en auténticas “fábricas de consenso”, que saben
y conocen como invisibilizar a los críticos sin censurarlos,
simplemente ignorándolos. Sin duda el mecanismo más
eficaz para ejercer un férreo control sobre lo correcto mientras se
mantiene una fachada de pluralismo. Hay diversas formas de lograr
esto, una de ellas podemos ejemplificarla con un suceso de la vida
del economista disidente Kenneth Boulding, tal
y como nos lo cuenta Oscar Carpintero:
Después de graduarse en Oxford solicitó una beca en el Christ Church y, por equivocación, llegaron a sus manos las cartas de recomendación que él mismo había encargado redactar a varios de sus profesores de economía. En general, todas decían que era un muchacho brillante y muy inteligente, pero al final, casi todas concluían que, sin embargo, “no es uno de los nuestros”.
Los
académicos tienen interés en hacer relevante su propia corriente
de investigación, y seleccionan y apoyan a aquellos que la
respaldan, ya sea como doctorandos o como autores de artículos a
los que citar y dar relevancia por cualquier método ¿Y que ocurre
si metemos el dinero en la ecuación? Se financian las líneas de
investigación más convenientes, se abren las puertas de las Bancos
Centrales y otros organismos con gran peso en la agenda política,
como el FMI, la OCDE, el BIS, el Banco Mundial, agencias de la ONU,
etc. Todo un entramado institucional diseñado para mantener
el statu
quo e
impedir que ideas que cuestionan el paradigma imperante puedan
abrirse paso.
En
la modernidad, controlar a los “sacerdotes de la razón” es la
mejor forma de controlar el sistema. Quizás el activismo ciudadano
pueda lograr que más personas críticas y comprometidas lleguen a
participar de la academia, que se censure la enseñanza de una única
corriente de pensamiento en las universidades, que los economistas
disidentes gocen de apoyo y reconocimiento populares.
Todos
esos cambios, sin duda lentos, podrían ayudar. Pero quizás la
clave es entender que la economía no es sólo una cuestión
técnica, ni siquiera principalmente técnica ¿Por qué aceptamos
que el objetivo del incremento del PIB es legítimo? ¿No debería
ser el bienestar de todos? ¿Acaso el incremento del PIB no tiene
costes, en forma de consumo de recursos y aumento de residuos, y en
forma de más trabajo (quienes vean incrementarse su renta quizás
preferirían más ocio, y quienes necesiten renta seguramente
tampoco la recibirán tras el incremento)? ¿Acaso todos los
intercambios monetarios son buenos? ¿Nos interesa que suba el PIB
porque compremos más armas? ¿O porque compremos más medicamentos
a causa de que nuestra salud se deteriora por la contaminación y el
estrés? ¿Acaso que el PIB suba nos permite olvidarnos de como se
distribuye ese producto, está bien que algunos no ganen nada con
esa subida, e incluso pierdan, mientras unos pocos, como viene
siendo habitual, acaparan todo el incremento de bienes producidos?
La
conciencia que tendría que extenderse cuanto antes si queremos
solucionar los problemas que nos aquejan es precisamente la de
que los
problemas económicos son principalmente problemas morales, y por
tanto políticos.
En el preciso instante que consigamos eso será posible una reforma
del sistema monetario, y cualquier reforma que nos permita adecuar
la economía a los resultados que la sociedad considere moralmente
más necesarios.
Este
artículo, cuyo autor es Jesús Nácher, miembro fundador
de Autonomía y Bienvivir, fue publicado originalmente en el
blog Camino
a Gaia
VSITO
EN:
No hay comentarios:
Publicar un comentario