HONRAR LA VIDA
Apenas existen canciones que celebren esa gran aventura
humana: la moral. El enamoramiento, la fiesta, el sexo; lo rumboso copa las
letras de las listas de éxito. La cantautora argentina Eladia Blázquez creó en
1980 la excepción que confirma la regla, “Honrar la vida”, un
bellísimo tema sobre la conciencia y la virtud y la lucha por la verdad, la dignidad
y la libertad en el que se dicen cosas como que «merecer la vida no es callar y consentir tantas injusticias repetidas»
o que «eso de durar y transcurrir no nos
da derecho a presumir, porque no es lo mismo que vivir, honrar la vida».
Ahí es nada.
Honrar es el verbo que corresponde al sustantivo «honor», una idea y una disposición que han existido siempre. Esa idea y esa disposición han ido evolucionando a lo largo de la historia, adoptando diversas formas. He detectado cinco de ellas; a las cuatro primeras —honor tribal, meritorio, honorífico y privilegiado— las he denominado ancestrales; la quinta, el «honor íntegro», tiene por núcleo el deber, se funda en la dignidad universal del ser humano, conlleva el cultivo personal de la virtud y la adhesión autónoma a un código de conducta objetivamente justo.
He llamado honor ético al resultado de la fusión del honor íntegro con lo bueno que hay en los honores ancestrales. Sostengo además que constituye la cumbre moral de nuestra especie, y que su mejor definición está en el DRAE, que en su primera acepción dice que el honor es la «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo».En la base del honor ético hay una serie de sentimientos
morales, entre los que destacan tres, que siguen otras tantas direcciones: como
sentimiento descendiente, la vergüenza, que es un malestar ante lo inferior (lo
indigno); como sentimiento horizontal, la compasión, una especial proximidad
ante lo igual (mi prójimo); como sentimiento ascendente, la reverencia, la
admiración ante lo superior (la conducta honorable y, en su cumbre, la
heroica). El honor se siente, y la gente que hace lo correcto lo hace en
definitiva porque así lo siente. Por supuesto, la razón está unida al
sentimiento por mil puntos, y lo que está bien puede razonarse y además ayuda
hacerlo. Pero lo que más nos impulsa a hacer el bien es el corazón
convenientemente educado. Si, cuando la cosa se pone fea, la persona honorable
no suele dudar y, como accionado por un resorte, actúa, es justamente porque
le motiva y emociona hacer lo correcto. El
honor no es «valores», sino comportamientos, y el poso que estos dejan en el
carácter.
Decía Winston Churchill que el coraje es la primera de las
cualidades humanas, porque es la cualidad que garantiza todas las demás; estoy
completamente de acuerdo. El miedo es una emoción; la cobardía, en cambio, es
un comportamiento. La experiencia nos dice que las personas buenas son
fundamentalmente personas valientes, y que la valentía, al ser un
comportamiento, puede enseñarse y uno puede elegir hacerse valiente. En la
valentía, como explicó Aristóteles, debe haber una orientación al bien: un
terrorista suicida no es un valiente, sino un descerebrado y un cobarde. Ser valiente
implica abandonar posturas pacatas respecto a la violencia, que no siempre es
nociva. Creo que si hoy el bullying es un problema enorme y
hay manadas y otras jaurías inhumanas no es solo porque ahora se denuncie y
antes no se hiciese, sino porque hay más cobardes que nunca.
Una persona es moralmente soberana cuando es libre y
autónoma. La libertad completa no consiste solamente en que a uno no lo
opriman, sino que además hay que ser responsable y conocer y resistirse al
tirano que habita en nosotros. Ser libre no es pues que a uno no le impidan
nada, sino que implica también responsabilidad, esto es, dar respuesta a un
prójimo que me observa y cuyo sufrimiento me exige. Sin responsabilidad y sin deberes
no hay verdadera sociedad, sino un equilibrio de intereses siempre al borde del
precipicio. Que la responsabilidad haga falta no es una circunstancia triste de
nuestra naturaleza, sino gozosa. Existen otras razones para comportarse
moralmente, pero ninguna es más poderosa y, por lo tanto, mejor, que conquistar
ese orgullo noble y alegre al que precisamente llamamos «pundonor».
Hay un bien universal y objetivo. El relativismo, en cuanto
método escéptico, es un logro impagable; el relativismo moral es un
despeñadero, es falso y promueve comportamientos perversos. Las personas de
honor saben que hay comportamientos éticos mejores que otros, y que el
conocimiento moral, como cualquier otro, avanza. La autonomía no es pues crear la
verdad moral uno mismo, sino encontrarla sin coacciones. Ser
honorable consiste fundamentalmente en atenerse a ese bien universal y objetivo
y tener principios, es decir, líneas rojas que no admiten negociación alguna.
Hay una anécdota que Groucho Marx ejemplifica. Groucho está en un bar y le
pregunta a una chica si se acostaría con él por una cantidad obscena de dinero
(digamos, cien millones de dólares). La chica entiende que, dada la enormidad
de la suma, la pregunta es retórica, y por lo tanto accede. A continuación,
Groucho planta un billete de diez sobre la barra y la invita a consumar el
trato. «¿Qué se ha creído que soy?», le dice ella, a lo que él responde: «Lo
que usted es ya ha quedado claro, ahora solo estamos discutiendo el precio».
«La vida no es más que una sombra en marcha», dice lord
Macbeth, «es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no
significa nada». La posmodernidad es macbethiana, nihilista, nos
promete alas a cambio de extirpar nuestras raíces. Es un camelo. Somos deudores
de nuestros deudos; quien no está dispuesto a obligarse se aísla y ve amenazada
su vida por la falta de sentido. El honor, por el contrario, es una moral con
raíces, es trascendental porque me religa al futuro y al pasado. Conforma mi
identidad en la medida en que, esencialmente, somos memoria, y esto consiste,
como dice Emilio Lledó, en encontrar una forma de coherencia, un vínculo entre
lo que somos, lo que queríamos ser y lo que hemos sido. La identidad es un
anhelo invadeable; si no lo atiende el honor ético, lo hará el tribal, y ya
sabemos cómo suele acabar eso. Todos los empeños nobles se resumen en desmentir
a lord Macbeth, y eso es justo lo que el honor hace: decir con la cabeza y el
corazón que los nihilistas se equivocan.
Hay una hermosa versión actual de la canción de Eladia
Blázquez, que debemos a Sole Giménez y Rozalén.
Contiene un matiz enormemente significativo que se le escapa a quien no conozca
la letra original: la penúltima estrofa, en dicha versión, dice que «merecer la vida es erguirse en vertical, más
allá del mal, de las caídas», pero Sole Giménez y Rozalén (o quien adaptó
la canción para ellas) cambian «más allá del mal» por «más allá del mar». El
caso es que este servidor de ustedes no cree en los errores casuales, y tampoco
puede ser un fallo de dicción —como uno de los muchos que encontraría uno en un
reguetón, si me permiten la maldad—, siendo ellas dos de las cantantes de
nuestra escena que mejor pronuncian.
No; ahí hay una intención muy posmoderna de no mencionar el
mal, porque el mal no existe, solo hay enfermedad o causas socioeconómicas, y
las caídas son siempre producto de una falta de habilidad, de ser víctimas de
algo, y no son una falta fundamental contra Dios o contra nuestro prójimo, ni
contra nosotros mismos. No hay culpabilidad, no hay vergüenza. Y por eso mejor
mencionar ese mar tan New Age que remite a puestas de sol chillout con gin-tonic en
copa de balón y otros ensimismamientos por el estilo, y no algo tan sucio y
real como el mal. No tiene por qué asustarnos mencionar el mal, porque el mal
existe y no es más que egoísmo extremo. Hay gente capaz de anteponer sus
deseos, intereses o perversiones al dolor y hasta a la vida ajena. Por eso
incluso los psicópatas son legalmente imputables: porque tienen conciencia,
saben que hacen mal y aun así lo hacen.
Nuestra vida moral —la historia de nuestra dignidad— es una
aventura maravillosa. Combatir por el bien, la belleza, la verdad y el amor:
esas son nuestras grandes epopeyas, y fuera de ahí no hay épica, hay mera
supervivencia. Las personas éticas, es decir, valientes, es decir, honorables,
luchan por mantenerse erguidas, respetar unos principios y defender a sus
semejantes, en especial a los más expuestos y los más frágiles. Claro que en el
ámbito de la moral existen atenuantes, la suerte y un sinfín de matices; pero
la verdad moral existe, y nos obliga.
Hace un siglo, el poeta irlandés William Butler Yeats
escribió “La segunda venida”, cuyos proféticos versos dicen: «Todo se desmorona; el centro ya no puede
sostenerse, la pura anarquía se ha desatado en el mundo. A los mejores les
falta la convicción, y los peores, por su parte, rebosan intensidad
apasionada». ¿Quién no ha pensado lo mismo en los últimos años? Aún no ha
llegado la sangre al río, pero necesitamos la convicción de los mejores, es
decir, necesitamos principios, valentía, la objetividad del bien, una ética del
honor y el coraje.
Es hora de que cada cual asuma su responsabilidad, sin
culpar a «la sociedad» o al «sistema» ni autojustificarse; es hora de elegir
bando y ser consecuente con esa elección sentida que llena de sentido nuestras
vidas. Nuestra vida no tiene por qué ser un cuento contado por un idiota; el
honor y la valentía pueden hacer que sea una hermosa y significativa historia.
Y como dice la canción, «eso de durar y
transcurrir, no nos da derecho a presumir, porque no es lo mismo que vivir,
honrar la vida».
David Cerdá es autor de Ética para
valientes. El honor en nuestros días, Rialp, 2022
No hay comentarios:
Publicar un comentario