EL OTOÑO DEL BOSQUE Y EL DE LA CIVILIZACIÓN
El bosque que somos se festejó a sí mismo este año con un largo y bellísimo otoño. Como quiera que el verano que hemos padecido fue un auténtico infierno de temperaturas despiadadas y sequía asfixiante en que la flora y la fauna (incluida la humana) sufrió lo indecible, el bosque ha aprovechado la lluvia y la templanza (quizás excesiva: diciembre y ¡sin heladas!) de este otoño benévolo para alargar su período vegetativo más allá de lo habitual, de modo que a las puertas del solsticio de invierno aún se viste de los colores más fantásticos de la otoñada.
Paseo por las laderas de la montaña azul y dejo que mis ojos se pulvericen en la belleza de los tonos ocres, rojos, amarillos y naranjas de los caducifolios: robles, castaños, sauces. Los enebros siguen instalados en su quietud de verde y plata, son unos seres fantásticos que parecen impasibles ya sea en el infierno del estío o en lo más riguroso del invierno, pero acercándonos mucho a ellos podemos ver el micromovimiento en el que maduran sus bayas al tiempo que preparan la flor de los venideros frutos… Los trabajos de Gaia, muchas veces en silencio, no cesan nunca.
En la historia reciente de esta montaña azul ha acontecido
una tremenda oscilación entre un período de máxima intervención y explotación
antrópicas como el que culminó en la posguerra y hasta los años 60 del siglo
XX, y la coyuntura actual de mínima presencia e intervención humana. Tras el trauma
de la guerra civil y la expansión demográfica que le siguió, esta montaña
padeció un proceso de sobrepastoreo, tala, deforestación y uso bárbaro del
fuego que provocó una auténtica tragedia de erosión, pérdida de suelos y
consiguiente empobrecimiento campesino y pastoril que empujó al abandono y a
una progresiva retirada de los rebaños (lo que contribuyó al proceso
multicausal de emigración y despoblación de estos espacios rurales). Si en los
50 se contabilizaban por miles las cabezas de ganado que medraban por estos
lares, fundamentalmente de caprino, pero también vacas, equinos de labor y
algunas ovejas, este otoño se ha marchado el último rebaño de más de doscientas
cabras que vagaba por estos andurriales empinados, diciendo así adiós a siglos
de pastoreo y presencia de ganados en estos ecosistemas de montaña.
Vine a vivir aquí cuando todos se habían ido o estaban a
punto de hacerlo, y en el cuarto de siglo que llevo sumergido en el mar verde
de este bosque he podido asistir al esfuerzo hercúleo de Gaia para reparar y
curar el daño que provocó el sobrepastoreo y el fuego en estas laderas de gran
pendiente y suelos esqueléticos. En apenas tres décadas de descanso y alivio
ganadero, lo que eran laderas totalmente deforestadas y erosionadas en que
afloraba el granito (que llamamos en bellísima expresión «roca madre») hoy son
bosques juveniles en que medra el sustrato arbustivo (retamas, lavandas,
zarzas, jaras, jaguarzos, mejoranas…), pequeños robles y, sobre todo, enebros,
una especie muy rústica y pionera que es capaz de colonizar suelos pobres y
esqueléticos que apenas retienen agua, características que le hacen ser muy
prolíficos y adaptados al evidente empeoramiento de las condiciones climáticas,
lo que les está llevando a ocupar progresivamente el nicho del Quercus
pyrenaica, en lo que constituye un auténtico proceso de sustitución
botánica y adaptación al cambio climático que merecería ser estudiado e
imitado.
En nuestra mirada, colonizada muchas veces inconscientemente
por el antropocentrismo, hablamos de “vaciamiento”, de “rudelización”, de
abandono y de pérdida cuando nos referimos a procesos como este, en los que
cesa la explotación, se retiran los humanos y los territorios quedan a merced
de los procesos de sucesión ecológica que la naturaleza pone en marcha en
cuanto se libera de esa violencia que llamamos “economía” o más bien
extractivismo.
Se ha puesto de moda una narración victimista y quejica
sobre la denominada España vaciada, pero desde una perspectiva
eco-céntrica y ciertamente provocadora dan ganas de afirmar que ¡más vaciada
tenía que estar!
Si todavía lo que se pretendiera era volver a llenar los
espacios rurales de campesinado, de sector primario, de ganados, bestias de
labor, y de agriculturas y silviculturas artesanales, aun podríamos aceptar esa
narrativa del vaciamiento, y aun con reservas. Pero lo que se pretende no es
precisamente ese renacer campesino, sino atraer las sacrosantas inversiones en
forma de infraestructuras de transporte y comunicación, y construir más
carreteras, lograr más conectividad digital, atraer más servicios, más
inversiones, en definitiva desarrollar más capitalismo extractivo e inflingir
más impactos y agresiones al paisaje, a los bosques y a la maltrecha
estabilidad climática en una loca, absurda y termodinámicamente imposible
extensión del cáncer urbanizador a los espacios que quedaron al margen del
proceso de desarrollo capitalista del siglo XX.
La buena noticia es, precisamente, que es imposible llenar,
con otra vuelta de tuerca del desarrollo, lo vaciado por la
anterior: nuestra civilización ha chocado con los límites ecológicos y
termodinámicos del planeta y no va a haber ya energía ni materiales para nuevas
rondas de desarrollo y crecimiento. Estamos en el otoño de la civilización y en
el otoño el bosque nos enseña que el trabajo es el de decrecer, decelerar,
desistir, despedir…
He tenido la suerte de habitar lo que llaman “vaciamiento”
de esta montaña que me acoge, y en el pasado he sentido muy honda esa pena y
nostalgia del campesinado en progresiva extinción, he lamentado la pérdida
irreparable de su cultura, de sus saberes y trabajos. He llorado el secarse de
las fuentes, el cerrarse de los caminos, el hundirse de las paredes de las
gavias o terrazas, el apagarse de sus cantos y músicas, el silenciarse de los
cencerros…
Pero tras secarme las lágrimas, he mirado esta montaña azul
con otros ojos y unas décadas después del abandono de los humanos lo que puedo
contemplar es un joven bosque de enebros y robles construyendo suelos en los
yermos granitos desnudos que dejó el sobrepastoreo, veo un proceso masivo de
retirada de CO2 de la atmósfera que queda fijado en la lignina
de la vegetación y en los propios suelos, veo una explosión del sustrato
arbustivo que es una auténtica fiesta botánica, veo una proliferación de fauna
salvaje: jabalíes, ciervos, corzos, mustélidos, zorros y ahora incluso están
volviendo los lobos. En definitiva: hay una auténtica expansión de la
biodiversidad, un proceso de creación de suelos fértiles, un aumento de la
complejidad de los ecosistemas, un trabajo hercúleo de enfriamiento del clima,
de reciclaje de nutrientes y agua, un incremento neto de la riqueza natural y
de la producción de oxígeno, en definitiva, hay más vida y mejor. Que los
humanos no sepan o no quieran apreciarla es un problema cognitivo y moral: la
ceguera antropocéntrica que va de la mano del sentido común neoliberal
y depredador difundido masivamente.
He venido a esta montaña cuando todos se marchaban y le
daban la espalda, he devenido campesino y pastor cuando todos desertaban del
arado… quizá no elegí el mejor momento (o sí) pero ya no lloro más por un
campesinado que ya no volverá (y que cuando estaba, habitaba ya en demasiadas
ocasiones en guerra contra la flora, la fauna y los suelos). En el pasado
ensalcé el modo de vida campesino, no en vano todos mis ancestros andaluces y
castellanos lo fueron, pero hay que aceptarlo: el campesinado, esa clase social
sobre la que se pudo asentar un modo amable, simbiótico, sostenible y bello de
habitar la Tierra, ha sido derrotado. Es más, en Occidente, ha sido abolido y
destruido hasta sus mismísimos cimientos materiales y culturales. De la utopía
campesina sólo quedan vestigios, algunas semillas, unas pocas
herramientas, huellas frágiles y el testimonio efímero de los paisajes que aún
podemos contemplar.
Aquella clase de la que provenimos todas, salvo los que
ocupan la cúspide social desde la eternidad, ha sido sustituida por
agricultores y ganaderos industriales con una cosmovisión plena y fatalmente
burguesa, o sea capitalista y por lo tanto ecocida, ya que considera a la
Naturaleza como un mero conjunto de instrumentos para su enriquecimiento y cree
(contra toda evidencia biológica) que el ser humano es una excepción en el
universo y el rey y dueño de la creación toda. Esta mercantilización total de
la alimentación humana (y de toda la reproducción social) es una de las
mutaciones sociales más brutales y dramáticas de la borrachera fósil y colonial
que nos hemos dado en los últimos siglos. Ahora llega la resaca.
Estamos en el otoño de la civilización, y haríamos bien en
aprender del proceso otoñal del bosque: el crecimiento cesa, la flora recibe y
gestiona cada vez menos energía del sol, los procesos bióticos se calman y
ralentizan, la fauna se recoge y refugia, se aletarga y oculta, el arbolado
tira la hoja, y abriga el suelo en que moran las semillas a la espera del
renacer del equinoccio de primavera.
Del mismo modo que ocurre en el ciclo estacional de la
naturaleza, el proceso histórico de expansión y desarrollo económicos que se
inició hace 500 años está finalizando y ya no es posible seguir creciendo: ha
llegado el otoño de nuestra civilización. Esto es algo que incomoda y violenta
a nuestras creencias y querencias adolescentes y primaverales. Aún estamos
anclados en el culto a lo juvenil, a lo expansivo, a lo materialista, y a lo
irresponsable y egoísta que caracteriza la conciencia común y mayoritariamente
difundidas en nuestras sociedades opulentas y hedonistas. Nos cuesta mucho
aceptar los límites de la realidad, nos duele ir para atrás,
decrecer, restringirnos, ceder, renunciar, aceptar las pérdidas y la muerte.
Tenemos un problema con la muerte y ¡eso es precisamente lo que nos está
matando!
Necesitamos urgentemente una cura de humildad, necesitamos
entender que no estamos al margen ni mucho menos por encima de la naturaleza.
Jorge Riechmann dice que necesitamos «biomimesis», imitar los procesos de la
única empresa que no ha quebrado nunca en 4.000 millones de años: Gaia. Y eso
pasa por reconocer que somos una de las últimas especies en llegar a la
biosfera y tenemos mucho que aprender de las otras que llevan millones de años
antes que nosotros habitando con éxito en la Tierra. Debemos aprender de las
plantas y muy especialmente de los árboles. El padre de la economía ecológica
en nuestro país José Manuel Naredo describe las cuatro características del
modelo productivo de la fotosíntesis que la economía humana debería imitar para
salir del laberinto dramático en que estamos.
Las plantas usan una fuente de energía infinita, la del sol;
los dispositivos que convierten las energía solar en energía bioquímica (las
plantas verdes) se reproducen usando esa misma fuente de energía solar (al
contrario que nuestras placas solares y molinos eólicos que se producen usando
energía fósil); el proceso productivo de la flora terrestre y marítima se basa
en sustancias muy abundantes en Gaia (agua, carbono, hidrógeno y oxígeno que
constituyen el 99% de su peso), y sus residuos regeneran la fertilidad del
suelo y reingresan a la cadena trófica cerrando el ciclo de materiales con
tasas de reciclaje insuperables por la técnica humana.
Desgraciadamente estamos muy lejos de esa humildad que
reconoce la maestría de las otras especies a la hora de habitar este bello
planeta, esa humildad de especie que tan bien retrata Una
trenza de Hierba Sagrada. Antes al contrario, lo que predomina todavía
en este otoño de la civilización es una especie de inversión o perversión del
sentido común que se fundamenta en una ceguera y sordera que sólo pueden
denominarse eco-ignorancia o eco-estupidez.
Voy a poner un ejemplo triste: el otro día escuché a alguien
de Badajoz que ante la crecida descomunal del Guadiana, provocada por el
espectacular tren de borrascas que ha inundado el occidente peninsular al final
de este otoño, no dudaba en afirmar que “la culpa la tienen los ecologistas que
no dejan limpiar los ríos” y eso lo sostenía con la contundencia argumentativa
que confiere tragarse los informativos de las cadenas más hediondas de la
televisión. Según este perverso guion socialmente aceptado, la culpa de las
inundaciones no es del cambio climático, ni de los políticos que gobiernan
desde siempre esta tierra (entre los que, por cierto, nunca ha habido
ecologistas, porque los ecologistas no gobiernan y cuando lo hacen dejan de
serlo como vemos ahora con Die Grünen en Alemania), ni siquiera la
responsabilidad es de las muy corruptas confederaciones hidrográficas, o de la
agricultura industrial que ha arrasado las riberas e invadido las zonas
inundables… No, nada de eso, ASAJA y la UPA dicen que la culpa de todo es de
“los ecologistas esos”, o más crudamente de los “putos ecologistas”, y la tele
se hace eco de semejante idiotez digna del más bochornoso cuñado y repite la
falacia hasta que permea en la masa social ciega y sorda y se convierte
en sentido común.
El mismo fenómeno aconteció con los bárbaros incendios de
este verano, que resulta que la culpa también la tenemos los ecologistas que
tampoco dejamos “limpiar el monte”. Para otra entrada dejo el análisis de esta
obsesión neurótica con la “limpieza” que contrasta con la suciedad moral de
unas sociedades que se sustentan en el colonialismo, en el racismo, en la
violencia patriarcal, en el militarismo y la guerra, y que ensucian aguas,
tierras y aires con criminal inconsciencia. Apuntemos con inmensa tristeza que
esta neurosis es una verdadera pandemia de alienación que alcanza incluso a
muchos amigos biólogos y eco-darwinistas en general, de esos que “odian los
arbustos” y están obsesionados con “limpiar” los montes con la loable intención
de defenderlos del fuego, un poco como Bush hijo quería talar los bosques de
Alaska para evitar los incendios.
Es desconsolador que después de medio siglo advirtiendo del
colapso climático, ecológico y social al que nos conduce este sistema económico
depredador se culpe (y demasiadas veces se mate) al mensajero. Es lo que
algunas llaman “la maldición de Casandra”, que avisó de la caída de Troya sin
que nadie le hiciera caso. Nos queda el consuelo de haber estado en el lado
correcto de la historia, aunque eso implicara ir contracorriente y enormes
sacrificios, a veces incluso de la propia vida (Chico Mendes, Berta Cáceres,
Gladys del Estal, etc.). Nos queda el consuelo de que Gaia se repondrá a la
vuelta de unos millones de años del empeño fatal que hemos desatado para
hacernos daño y hacer daño a las otras especies. Lynn Margulis en el prefacio de Tierra
Viviente de Stephan Harding lo describe así:
Los irrespetuosos
actos de expoliación, automutilación y pandemia que llamamos progreso (por ejemplo, la
deforestación y la desertificación) no son para Gaia sino actividades
mezquinas, propias de mamíferos masoquistas, que ya ha visto antes. Gaia sigue sonriendo:
el Homo sapiens, piensa
con indiferencia, pronto cambiará sus comportamientos nocivos o, como otras
especies que fueron una plaga, gemirá mientras cae exterminado en medio de la
calamidad actual, de esta acelerada extinción del Holoceno que él mismo inició
y ha mantenido durante los últimos 10.000 años.
Seamos, pues, la sonrisa (y el amor) de Gaia, y que sigan
culpándonos de todo.
(Publicado previamente en el blog VientoEnPopa65.
Ha sido adaptado para esta publicación.)
https://www.15-15-15.org/webzine/2022/12/29/el-otono-del-bosque-en-el-otono-de-la-civilizacion/
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