¿GRAN HERMANO O ANARQUÍA?
El futuro que viene antes de que termine el siglo XXI
«La nación, como
comunidad culturalmente definida, es el valor simbólico más alto de la
modernidad; ha sido dotada de una carácter casi sagrado que solo puede ser
igualado por la religión. De hecho, este carácter casi sagrado se deriva de la
religión». -El dios de la modernidad, Josep Llobera
«El patriotismo es el último refugio de los canallas» es un
apotegma frecuentemente malinterpretado. De hecho, es usado a menudo como
argamasa por quienes vituperan el patriotismo.
Sin embargo, lo que aquí estaba sugiriendo Samuel Johnson (1709-1784), una de las figuras más notables de la literatura inglesa de todos los tiempos, es justo lo contrario: que el patriotismo es una idea tan noble que los canallas se refugian en él para perseguir sus propios intereses, lo usan de forma demagógica para vender la moto.
La crítica de Johnson, de hecho, fue una réplica a Rousseau de resultas de las
disputas que mantuvieron sobre América. Johnson era todo un patriota, además de
conservador, y su libro más célebre se titula precisamente El patriota.
Los canallas, pues, se refugian en conceptos inmaculados (patriotismo, bondad)
cuando arrecian las críticas. Son falsos patriotas.
Irónicamente, son muchos nacionalistas los que usan a
Johnson como arma arrojadiza para justificar su anhelo centrífugo, a la vez que
atacan el anhelo centrípeto del patriotismo. Porque, si bien las acepciones son
porosas y ciertamente intercambiables, hay cierto acuerdo general para definir
el patriotismo como el sentimiento de unión y el nacionalismo, como el deseo de
escisión de un grupo más pequeño respecto a otro más grande a través del
mandato popular. Una idea que
denostaba Johnson, como podemos leer en este fragmento de El
patriota:
«Aún menos se
compromete con confusas vaguedades a obedecer las exigencias de sus electores.
Conoce bien los peligros de las facciones y la inconstancia de las multitudes.
Antes procurará conocer la importancia y alcance de las opiniones de sus
electores. Los programas populares generalmente son obra no de los más sabios y
constantes, sino de los violentos y temerarios. Quienes atienden mítines para
conferir con sus representantes suelen ser individuos ociosos y licenciosos. Y
no andarán errados quienes sospechen que, como sucede con cualquier otra
congregación humana, los más sabios de sus representados suelen ser una
minoría».
NO HAY MÁS CERA QUE LA QUE ARDE
«El nacionalismo, por supuesto, es
intrínsecamente absurdo. ¿Por qué el accidente, la desgracia o infortunio de
nacer como estadounidense, albanés, escocés o isleño de Fiji debe imponer
lealtades que dominan la vida de un individuo y estructurar una sociedad para
ponerla en conflicto formal con otras? En el pasado había lealtades locales al
lugar, al clan y la tribu, obligaciones al señor o al terrateniente, guerras
dinásticas o territoriales, pero las lealtades primarias eran a la religión, a
Dios o al dios-rey, posiblemente al emperador, a una civilización como tal. No
había ninguna nación. Había apego a la patria, a la tierra de los padres o al
patriotismo, pero hablar de nacionalismo antes de los tiempos modernos es
anacrónico». –William Pfaff
Partamos de la base, así, sin cataplasmas, de que el
sentimiento patriótico es una bobada. Solo es una creencia que apacigua las
zozobras psicológicas y otorga sentido a la existencia. Como creer en el libre
albedrío o como actuar olvidando que el sol se hinchará en una gigante roja y
reducirá nuestro mundo a cenizas en unos millones de años. Si abandonas
por un instante la caja y analizas el mundo con perspectiva, todo es absurdo e
infantil. Como el amor. El sacrificio. El decoro. La educación. La
meritocracia.
Mitos alrededor de los cuales construimos nuestra existencia
finita y carente de sentido porque somos seres humanos, no robots perfectamente
racionales. Sin esos mitos, tropezaríamos frecuentemente en la abulia o el
nihilismo. Si nada importa, tampoco importaría vivir. Todos somos un poco
como don Quijote; y formularnos según qué preguntas, si acaso, nos
puede conducir a respuestas poco o nada esclarecedoras. Como «42».
La patria solo es otro de esos relatos que nos contamos unos
a otros, y también a nosotros mismos, para sentir que nuestra vida tiene un
propósito, una dirección, una transcendencia. Para olvidarnos durante un rato
de que en realidad solo somos un amasijo de células, o el receptáculo de un
conjunto de genes egoístas… o el resultado de una miríada de causas y efectos
de partículas en un universo que tiende a la entropía.
Algunas ideas, aunque se nos antojen rancias o bobas, obran
como fábulas infantiles que nos permiten codificar un mundo inhumano de
una forma más humana. Necesitamos rendir pleitesía a dioses laicos, ya sea
la patria, ya sea al amor. En caso contrario, seríamos pasto de un cinismo a
lo Mr. Scrooge. O peor aún,
acabaríamos atrapados en un conjunto de creencias demagógicas, maniqueas y
simplonas vendidas por algún mercachifle que promete la solución a todos
nuestros problemas.
La cuestión importante es aceptar que todos, de una u otra
forma, seguimos adelante gracias a cuentos que nos narramos en la oscuridad de
la noche para obviar la certeza de que, en fin, no hay más cera que la
que arde.
Por eso resulta irónico que los nacionalistas invoquen una
sentencia que parece estar reprobando la idea de patria, a la vez que ellos
mismos se declaran como nacionalistas, otra idea igual de fantasiosa y absurda.
El quid de la cuestión sería, entonces, el dilucidar cuál de los dos cuentos es
más peligroso o problemático: ¿el nacionalismo o el patriotismo?
Según Samuel Johnson, el nacionalismo. Porque el patriotismo
(que no el jingoísmo o el sentimiento patriotero) favorece la armonía y la
cohesión. El nacionalismo, sin embargo, favorece la división y el conflicto;
porque es una fuerza que trata de dividir a los pueblos fundamentalmente por su
etnia, alcanzando su apogeo con el intento de Woodrow Wilson de dotar a cada grupo étnico de Europa de su
propio estado al final de la Primera Guerra Mundial.
El relato lo es todo. No vale afirmar que una cosa es un
relato y lo otro, no. Pero, como hemos visto, hay relatos y relatos. Por
eso, vamos a contarnos el relato
de Samuel Johnson.
LA HISTORIA DEL NIÑO QUE ERA RARO POR DENTRO Y POR FUERA
«El propósito de un semáforo en rojo es
puramente comunicativo: existe para que los conductores sepan que deben
detenerse. Del mismo modo, creemos algunas cosas solo para comunicar hechos sobre
nosotros mismos a los demás». -Eric Funkhouser
Nacido en Lichfield, Inglaterra, en 1709, Johnson fue hijo
de un librero fracasado. También fue un niño frágil que, tras ser
infectado de tuberculosis a través de la leche de una nodriza, perdió la visión
de un ojo y se quedó sordo de un oído. La viruela que llegó más tarde le dejó
marcado el rostro para siempre. Sin embargo, con un aspecto muy parecido al de
un ogro, corpulento, feo y cacarizo, evitó siempre la autoindulgencia a la que creía propensos a los enfermos
crónicos.
Devoró libros de todo tipo, sobre todo de caballería.
Gracias a su memoria prodigiosa era capaz de recitar fragmentos de aquellos
volúmenes incluso décadas después de haberlos leído. Pero, si bien prefería la
formación autodidacta por encima de la reglada, acabó ingresando en
Oxford, donde destacó como un
alumno brillante (a pesar de que su ánimo tosco y rebelde le
inclinaba a pasar días enteros en total indolencia para, a última hora,
entregarse a una actividad febril que le permitía concluir sus tareas antes de
la hora prevista de entrega).
Por falta de dinero, solo duró un año en Oxford. Regresó a
casa deprimido y, para ahuyentar la idea del suicidio, empezó a hacer caminatas
de 50 kilómetros diarios para mantenerse ocupado.
Lo logró y continuó adelante con su aspecto de raro por
fuera y raro por dentro. Más aún: había llegado a desarrollar una serie de tics
y gestos que probablemente eran resultado de un síndrome de Tourette y un
trastorno obsesivo compulsivo.
Por eso, cuando un desconocido lo veía en una taberna, con
sus gestos y su rostro espantoso, podía
llegar a tomarlo como el tonto del pueblo. Una idea que esfumaba como
por ensalmo en cuanto Johnson se decidía a desplegar su desbordante erudición.
Con todo, esta demostración tardaba un poco en realizarla para que la sorpresa
fuera mayor en su interlocutor. Le encantaba la expresión de sorpresa que
producía en quien le había prejuzgado.
El 2 de marzo de 1737, Johnson por fin dio el paso de
establecerse en Londres para ganarse la vida precariamente como escritor
independiente. Escribía de absolutamente todo, desde poesía a ensayos
políticos. Se adaptaba a cualquier tema porque había leído un poco de todo y,
si no lo había hecho, no le
resultaba difícil documentarse para ir trampeando.
Como hacía poco que se había aprobado una ley que prohibía
transcribir los discursos que se pronunciaban en el Parlamento, durante unos
años Johnson se especializó en publicar versiones ficticias de tales
alocuciones, a modo de ghost writer. Su talento era tan
extraordinario que ni siquiera los propios oradores desautorizaban estas
versiones libres.
En más de una ocasión, en alguna cena se dio la
circunstancia de que alguien elogió el discurso de un político y Johnson tuvo
que señalar que el discurso lo
había escrito él mismo en una buhardilla de Exeter Street.
Vivía de su talento, como freelance, algo
ciertamente insólito en aquella época. Además, llevaba una vida desordenada,
disoluta y perezosa, y al parecer era un gran procrastinador, como lo había sido
durante su año en Oxford. Muchas veces ni siquiera acababa los libros que
empezaba a leer. Pero si lograba superar la pereza y empezaba a escribir,
entonces su producción se volvía torrencial, como explica David Brooks en El camino
del carácter:
«Podía producir doce mil palabras, o treinta páginas de un
libro, en una sentada. En esos arrebatos, escribía mil ochocientas palabras por
hora, o treinta por minuto. A veces, un mensajero permanecía apoyado en su codo
y llevaba cada página a la imprenta cuando Johnson la terminaba, para que no
pudiera revisarla y corregirla».
Johnson era un tipo singular pero, sobre todo,
contradictorio, como sostiene el biógrafo Jeffrey Meyers: «perezoso y enérgico, agresivo y tierno,
melancólico y gracioso, sensato e irracional, confortado pero atormentado por
la religión».
Como escribía a menudo en tabernas y cafeterías, también era
habitual que se enzarzara en debates con los parroquianos. Cuando esto ocurría,
tenía una gran habilidad para aplastar al otro, así que no era raro que
cambiara de bando solo para hacer más entretenida la controversia y también
porque creía que la vida real era tan compleja que era necesario, para entender
algo, el poder examinarlo desde muchas perspectivas, sacando a la luz todas las
contradicciones.
Johnson también era
un hombre que experimentaba de primera mano muchas de las cosas sobre las que
escribía: entrevistaba a prostitutas, dormía en parques con poetas y le
encantaba conocer a gente nueva con independencia de su nivel social. Incluso,
ya de anciano, llegó a traerse vagabundos.
En 1746, firmaría un contrato para escribir un diccionario.
Pero si un siglo atrás la Academia francesa había necesitado de cuarenta sabios
trabajando durante 45 años en un proyecto semejante, Johnson y seis empleados concluyeron aquel
diccionario en solo ocho años.
El Diccionario de Johnson, el primero de la
lengua inglesa hasta la publicación del Oxford English Dictionary,
es hoy en día aclamado como «uno de los mayores logros individuales de la
erudición». Pero Johnson seguía siendo Johnson, siempre a contracorriente, así
que, en ocasiones, evitaba la simple descripción de la palabra e incluía
algunas notas irónicas y hasta sarcásticas. Es el caso de oats (avena),
que definió como «un cereal que generalmente se les da a los caballos en
Inglaterra, pero que en Escocia sustenta a la gente».
HIJO DE SU TIEMPO
El principal riesgo de citar sentencias de personajes
ilustres no es solo que, de ignorar las circunstancias vitales del personaje,
la sentencia pueda sacarse de contexto y malinterpretarse. El principal problema es que tales sentencias
están contaminadas por el ecosistema de su tiempo.
Los pensamientos y reflexiones de Johnson hunden sus raíces
en la historia cultural de su entorno. Sin contar que hasta el intelectual más
elevado también está movido por emociones y prejuicios que pueden influir
decisivamente en sus posicionamientos.
En Vida de Samuel Johnson, el biógrafo y
amigo James Boswell refiere
que un día deambulaba aquel por las noches londinenses con Richard Savage, el poeta vagabundo y
asesino convicto. Mientras cruzaban St. James Square, ambos, «muy animosos y
rebosantes de patriotismo», estuvieron varias horas despotricando contra el
primer ministro, y «resolvieron ayudar como fuera a su país».
Su patriotismo, sin embargo, excluía a los estadounidenses
de su sentimiento, pues estos querían independizarse de la soberanía británica.
«Deseoso estoy de amar a la humanidad toda, excepto a un americano».
En otras palabras: el patriotismo de Johnson pudiera haber
sido alimentado por el nacionalismo estadounidense. Así de irónico es que un
nacionalista cite a Johnson como autoridad para despotricar acerca del
patriotismo.
Por si fuera poco, el patriotismo de Johnson, claramente
delimitado y fronterizo, es también hijo de su tiempo y responde a una
cosmovisión inédita, por ejemplo, en la Europa medieval, donde había escasas
fronteras territoriales claras. Como explica Michael Billig en Nacionalismo banal:
«Ni una sola instancia de poder controlaba un territorio
bien perfilado, ni a la gente que lo habitaba. En todo caso, los territorios no
dejaban de alterar su forma de una generación a otra, pues los primeros
monarcas medievales solían dividir el reino entre sus herederos. Los campesinos
podían sentirse en deuda con un noble local, antes que con un monarca lejano».
Es decir, que en la Europa medieval, los grupos de
individuos que habitaban lo que hoy se conoce como Francia o Inglaterra no se consideraban a sí mismos como franceses
o ingleses.
Johnson habla desde una cosmovisión donde hay fronteras bien
delimitadas y un relato a propósito de la identidad colectiva. Sin estos
prerrequisitos, que en ocasiones pueden verse moldeados por la lengua, la
religión o la geografía, no puede existir el patriotismo ni el nacionalismo.
«Comunidades imaginadas», que diría el experto en
nacionalismos Benedict Anderson.
Comunidades que, para reafirmarse, son capaces incluso de inventar tradiciones
aparentemente antiguas, como las faldas escocesas.
Tal y como dijo el nacionalista italiano decimonónico Massimo d´Azeglio tras el Risorgimento,
«hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos». También se
crearían centros administrativos para gestionar más eficientemente el
territorio, hasta el punto de que París, por ejemplo, hablaba metonímica y
literalmente por la totalidad de Francia.
Por contrapartida a estas ideas, aparecerán escisiones
étnicas o culturales, pues raramente un país es lo suficientemente
homogéneo: se estima que apenas 15
de los 180 países actuales no tienen esta clase de manifestaciones. Y
entonces, de nuevo, la patria empujará en sentido contrario, persiguiendo la
homogeneización: la Constitución turca de 1982, por ejemplo, prohíbe
expresamente que un partido político promueva «la defensa, desarrollo o
difusión de cualquier lengua o cultura no turcas».
Son relatos que se contraponen. Que luchan por su hegemonía
cultural. Sin embargo, son relatos recientes, casi creados ad hoc.
El sociólogo Immanuel Wallerstein señala
en Raza, nación y clase que en la actualidad muy pocos Estados
pueden presumir de ser una entidad administrativa y tener una localización
geográfica invariable desde 1450. Porque han sido fuerzas azarosas y
arbitrarias las que han configurado el mapa actual del mundo.
Mantenerlo y desconfigurarlo son dos fuerzas legítimas que
combaten entre sí. A veces, también violentamente, pues fue a través de la
coerción, por ejemplo, como se logró que bretones y occitanos fueran franceses.
En caso contrario, Francia sería un conjunto desordenado de grupos de personas
que incluso hablarían diferentes lenguas.
De hecho, según el historiador especializado en Francia, Douglas Johnson, en la Edad Media
«resultaba indiscutiblemente arduo para una persona corriente de una región de
Francia hacerse entender en otra región de Francia». Pero un Estado necesita la
disciplina de una lengua, y una gramática común.
Por ello, los parlamentos establecen qué lenguas se van a
utilizar en la educación pública obligatoria. Incluso los secesionistas, al
concebir su nuevo Estado, hacen lo propio: Cataluña no solo aspira a que el
catalán sea su lengua frente al castellano, sino también frente al aranés, que
se habla en una región dentro de la misma región de Cataluña.
Por ello, la clase media de las zonas metropolitanas tiende
a fijar la lengua oficial, relegando a otros patrones de la región la condición
de «dialectos».
Al fin y al cabo un dialecto es una lengua que no ha triunfado políticamente,
como ha señalado el lingüista Einar Haugen.
EL NUEVO RELATO: EL ABRACADABRA TECNOLÓGICO
«Las respuestas correctas rara vez son
obvias. Y en los raros casos en que lo son, la política puede hacer que las
personas más lúcidas sean ciegas a las verdades más simples. Por eso, cualquier
medio de comunicación dirigido por el Estado a menudo se equivocará en las
respuestas». -Coleman Hughes
Al igual que contarnos historias sobre patrias, naciones,
países o estados es algo relativamente reciente en la historia, también hay
fuertes indicios que sugieren que tales relatos van a convertirse en piezas de
museo.
Al fin y al cabo, antes del siglo XIX, los estados-nación
apenas representaban una mínima fracción de las soberanías del mundo. Su
ascenso como tales tuvo lugar con la Revolución francesa, y los síntomas de su
muerte, según explican William
Rees-Mogg y James Davison
en El individuo soberano, empezó con la caída del Muro de Berlín y
fueron particularmente afectados por la llegada de la era de la información.
De tal modo, al igual que los desarrollos tecnológicos a
partir del siglo XV crearon fuertes incentivos para deslegitimar la religión
organizada (otro relato que nos contábamos) y la influencia del clero, las
disrupciones tecnológicas del siglo XXI reducirán significativamente el poder y
la influencia del estado-nación, así como aumentarán el desprecio hacia los
políticos y los burócratas (el moderno oficio sacerdotal).
Patriotas y nacionalistas se irán extinguiendo por igual,
cual azucarillos en el café, en un mundo donde tales clasificaciones ya no
tienen sentido.
O tal vez no. O no en tanta intensidad. Todo depende,
básicamente, de cuánto se desarrolle y de qué manera dos de las tecnologías más
disruptivas de nuestro siglo.
Según defienden personas como el cofundador de
PayPal, Peter Thiel: por un
lado, la inteligencia artificial (IA); por el otro, la criptografía, las
tecnologías de cifrado de clave pública/privada y la Web3 , así como otras tecnologías basadas en blockchain.
Porque si la inteligencia artificial puede abonar el camino
hacia la centralización (no es raro, así, que sea la tecnología favorita del
Partido Comunista de China), la criptografía ofrece la perspectiva de un mundo
descentralizado e individualizado en el que podremos asociarnos con quienes nos
interese.
La IA ofrece un escenario donde uno o dos grandes centros de
poder de procesamiento de datos y algoritmos nos ayudarán a surfear la gran ola
de incertidumbre que viene. Por su parte, el blockchain nos
permite escoger con más libertad que nunca quiénes somos y cómo nos
queremos organizar, a expensas de quienes no sintonizan con nosotros.
O todos estamos inmersos en el mismo relato, guiados por una
divinidad algorítmica o todos nos alzaremos libres para inventar nuestro propio
relato.
O nos contarán un cuento o escribiremos nuestro propio
cuento.
O Gran Hermano o anarquía.
Probablemente acabaremos entre estos dos mundos. Queda por
saber hacia cuál nos inclinaremos más.
CENTRALIZACIÓN VS. DESCENTRALIZACIÓN
Definamos con más detalle ambos escenarios, que acaso
funcionan como fantasías escapistas o utopías, para procesar cómo podría moldearse
un mundo donde coexistirán con más o menos armonía ambos relatos.
Empecemos por la descentralización absoluta. En este
escenario, estaremos rodeados de élites cognitivas y grupos homofílicos que
trazarán sus propias jurisdicciones, así como su propio futuro y particular
cosmovisión. Una vida fuera del alcance de reyes y políticos, y sobre todo de
los grilletes de la democracia (entendida como la dictadura de las mayorías).
Una suerte de inmunidad diplomática.
La tecnología de encriptación permitirá, a través del blockchain, formalizar contratos, establecer acuerdos, celebrar matrimonios y realizar
pagos sin la intervención de ningún Estado, banco, institución o burócrata,
como insisten Rees-Mogg y Dale Davison:
«En el nuevo milenio,
el dinero cibernético controlado por los mercados privados reemplazará al
dinero fiduciario emitido por los gobiernos. Solo los pobres serán víctimas de
la inflación y los consiguientes colapsos en la deflación, que son
consecuencias del apalancamiento artificial que el dinero fiduciario inyecta en
la economía».
Ya hay varias empresas que están tratando de hacerlo
realidad, al igual que lo hicieron asociaciones como la Liga
Hanseática hasta la consolidación de los Estados soberanos en Europa
hacia finales del siglo XV; o como la Orden de
Malta, que aún hoy es reconocida como sujeto de derecho internacional.
Agrupaciones que buscan su propia forma de organización, su
propia economía, sus propias regulaciones, incluso su propia forma de afrontar
la vida.
Fueros 2.0. Una suerte de sofisticación de muchos de
los movimientos separatistas más activos en el mundo, como la Liga del Norte en
Italia (la región del norte más rica que quiere independizarse de la región más
pobre del sur), los flamencos belgas (más ricos que los valones, quieren
dividir Bélgica en dos) o Quebec en Canadá (que aspiran a secesionarse del país
sin asumir una carga proporcional de la deuda federal).
En los últimos siglos, tales divisiones se alimentaban
popularmente a través del agravio étnico y se troquelaban perfectamente a través de la geografía (lo
cual es paradójico, porque la división geográfica no responde a la étnica).
Porque el nacionalismo no propone la agrupación libre del individuo, sino la
imposición de la unión, tal y como hacen las naciones-estado de los que tratan
de desvincularse. No obstante, las independencias del siglo XXI no responderán
a criterios geográficos o étnicos, porque la etnia y la geografía carecen de
importancia en la era de la información.
A lo largo del siglo XXI, las independencias de moribundos
estados-nación no se fundaran en criterios arbitrarios, sino en el proyecto de
vida de cada individuo. Pudiendo cambiar de organización todas las veces que lo
desee, o incluso participando en unas y otras simultáneamente.
El «votar con los pies» llevado a su máxima expresión,
con la diferencia de que ya ni siquiera importará dónde tengas los pies, pues
gran parte de las actividades tendrán lugar entre bits en vez de átomos.
Pudiera parecer ilegal o irrealizable en muchas
jurisdicciones que las tecnologías de cifrado permitan realizar actividades
económicas en cualquier lugar del mundo, lejos del escrutinio estatal, sin
depender de territorios concretos, pero en los años 80 también era ilegal en
Estados Unidos el enviar un simple fax porque la Oficina Postal consideraba los
faxes como correo de primera clase y reclamaba, en consecuencia, su monopolio.
Sea o no ilegal, pues, será inevitable que ocurra, porque
existirá un poderoso incentivo ante la posibilidad de que, por fin, no sea
condición sine qua non que las controversias sobre
opciones mutuamente excluyentes se resuelvan de manera que se requiera la
supresión de las preferencias de un gran número de personas.
El otro escenario diametralmente opuesto podría
desarrollarse también de un modo incomprensible en la actualidad si el primer
escenario fracasa debido a cuestiones técnicas o sociales. De modo que si no
triunfa este pronóstico del futuro puede hacerlo su contraparte, la
centralización absoluta, el imperio de la IA.
En 2018, el Washington Post publicó un
artículo de opinión del profesor de Derecho de la
Universidad de Tsinghua (China) Feng
Xiang que resume bastante bien esta aspiración:
«Si la IA asigna
racionalmente los recursos a través del análisis de big data, y si los circuitos de
retroalimentación robustos pueden suplantar las imperfecciones de «la mano
invisible» mientras comparten de manera justa la gran riqueza que crea, una
economía planificada que realmente funcione podría finalmente ser alcanzable».
En estas megalómanas y homogéneas sociedades centralizadas,
las decisiones, en aras de prosperar, deberán cederse a una suerte de
sofisticación orwelliana de las recomendaciones personalizadas que realiza
Netflix a cada usuario o los algoritmos de los motores de búsqueda, que ofrece
la información más fiable de forma automatizada. De esta manera, se
evitan influencias políticas, sesgos y partidismos.
Los ciudadanos, incapaces de comprender las complejas
interacciones sociales y económicas que se suceden a su alrededor, deberán
delegar su autonomía. Delegarán sus decisiones más complejas, y tomarán otras
más mundanas, pues máquinas y humanos, frecuentemente, tienen
fortalezas y debilidades opuestas.
Habrá quienes quizá desearán ser más libres y autónomos,
pero enseguida naufragarán en sus propósitos porque la prosperidad de quienes
se dejan guiar por la IA será comparativamente mayor.
Naturalmente, habrá quienes se debatirán entre ser libres
pero menos prósperos frente a quienes abandonarán su autonomía. El debate libertad-felicidad dependerá
incluso de los niveles neuroquímicos de cada ponente.
Otro escollo más: puede que muchos de estos algoritmos
centralizados también cometan errores, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo penetrar en
sus cajas negras deliberativas? ¿Cómo aspirar a entender un mundo tan complejo?
Los aspectos de la teoría contemporánea de la IA desafiarán
totalmente las intuiciones de Karl
Popper expresadas en The
Open Society and Its Enemies: persuadido principalmente por la reacción
a los horrores totalitarios del fascismo y el comunismo en la Segunda Guerra
Mundial, Popper intuyó que la verdad social se sirve mejor mediante la
competencia política y la ingeniería social fragmentada, no mediante el
monopolio político.
Un planificador central podría seleccionar lo que es mejor
para un ser humano promedio, pero lo que es mejor a menudo está lejos de ser
obvio. Los seres humanos son bastante diferentes entre sí.
Compartimos objetivos solo en el sentido más general. Pero ¿cómo salirse del
redil si afuera hace frío? ¿Cómo aceptar la condena al ostracismo cuando los
demás parecen sonreír?
Ambos, la centralización extrema y la descentralización
extrema, son escenarios de ciencia ficción. No sabemos si se cumplirá alguno de los dos ni en qué medida. Pero
sirvan ambos paradigmas para reflexionar, desde ya, sobre los pros y contras.
¿En cuál de ellos podríamos encajar mejor? ¿Quizá habría que dividir la propia
humanidad en dos?
Cuando en un
estudio de 2015 se analizaron los escaladores del Himalaya durante un
siglo (5.104 expediciones en total), los equipos que valoraban más la jerarquía
lograban que más escaladores alcanzaran la cima, pero pagando el tributo de
tener más muertos en el camino.
Una sólida cadena de mando, pues, tiene sus ventajas, pero
la cadena de información se resiente y se ocultan los problemas de los
individuos. Los equipos de
escaladores necesitan entonces tanto las jerarquías como el individualismo.
Si lo extrapolamos al mundo real, necesitamos IA y
criptografía. El problema es que la propia tecnología nos encaminará más hacia
un lado que hacia el otro, y si no cuidamos de que haya una tensión entre ambas
tendencias que cambie en función de las circunstancias, también seremos
testigos de desastres inenarrables.
Es conclusión: ¿Descentralización o centralización?
¿Soberanía individual e independencia fractal o una gigantesca colmena de
obreros que rinden pleitesía a la abeja reina? ¿Confiar en que cada uno opte
por su proyecto de vida individual o colectivo o depositar la confianza en
desarrolladores de algoritmos que perseguirán objetivos que se considerarán
inequívocamente correctos?
¿Millones de microsesgos o un gran sesgo monolítico? ¿La
soberanía fragmentada o la dictadura democrática? Y lo más importante: la respuesta quizá no debería centrarse en
lo que es mejor, sino también en lo que nos hace más felices.
Las implicaciones totales de ambas derivas son casi
inimaginables. No sabemos hasta qué punto podremos controlarlas y
equilibrarlas. Va a ser apasionante asistir al cambio.
Si Samuel Johnson levantase la cabeza…
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