PANDEMIA Y GLOBALIZACIÓN
La pandemia ha abierto la posibilidad, yo diría que la
necesidad, de reenfocar algunos de los postulados que la ortodoxia económica
daba por incuestionables. Uno de ellos es el que concierne con las pretendidas
ventajas de la “globalización”, término impreciso, un verdadero cajón de
sastre, donde se ha instalado uno de los paradigmas sagrados del pensamiento
conservador.
Los defensores de la globalización han asegurado que los
beneficios de la misma superaban ampliamente los costes, dibujando un panorama
de suma positiva: más competencia, más mercados, más disponibilidad, en
cantidad y calidad, de bienes y servicios, posibilidad de complementar el
ahorro interno a través de los movimientos financieros internacionales, más y
mejores puestos de trabajo y salarios más elevados.
Todo ello a condición de que los gobiernos llevaran a cabo medidas decididamente comprometidas con la apertura externa de la actividad económica; esto significaba eliminar las barreras que podían obstaculizar los flujos comerciales y las entradas y salidas de capitales financieros y productivos, y llevar a cabo políticas en el terreno salarial, presupuestario, medioambiental… favorecedoras de la inserción externa. Con esta argumentación, durante décadas, ha prevalecido la retórica del “todos ganan” en este proceso: países, gobiernos, trabajadores y empresas.
Sin embargo, y esta es una primera precisión importante, la
globalización realmente existente ha tenido poco que ver con ese espacio
supuestamente compartido -esa tierra plana- que habría posibilidades para todos
los jugadores, especialmente para los que, comprometidos con el proceso
globalizador, tenían economías más débiles.
La realidad nos habla más bien de un terreno de juego
segmentado y desnivelado donde las grandes corporaciones y la industria
financiera han fijado las reglas del partido, con unas instituciones globales
-como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización
Mundial de Comercio- que han defendido los intereses de esos grupos, donde las
economías subdesarrolladas han sufrido un trato discriminatorio -por
ejemplo, en materia comercial o de movimiento de personas- y se han visto
obligadas a implementar políticas económicas -muy beneficiosas para las elites
globales, pero con un elevado coste social y productivo- con el objeto de
subsanar los desequilibrios provocados precisamente por las estrategias
internacionalizadoras.
Una globalización que, por lo demás, no ha proporcionado los
logros que, a ojos de sus partidarios, la justificaban. La utilización más
eficiente de los recursos, el aumento de la productividad, la obtención de
ganancias competitivas y la realización de transformaciones estructurales
asociadas a las dinámicas globalizadoras deberían haberse traducido en un aumento
de la “tarta de la riqueza”, reflejada en los avances del Producto Interior
Bruto.
Ese plus, sin embargo, no se ha producido. Por el contrario,
los años de más intensa globalización han coincidido con un periodo de leve
crecimiento, inferior al registrado en otras etapas del capitalismo; y algunas
de las economías más dinámicas han sido precisamente las que más se han
distanciado del dogma globalizador. Igualmente, en el terreno de la
convergencia los logros han sido escasos o inexistentes. De hecho, se han
mantenido o se han ampliado sustanciales disparidades entre países y regiones
en el ámbito de las capacidades productivas, tecnológicas y comerciales.
Pero, desde otra perspectiva, que es muy importante tener en
cuenta, hay que decir que la globalización ofrece como balance un “éxito
clamoroso”.
Lo ha sido para las grandes corporaciones, que han accedido
a nuevos mercados, que han reforzado su posición dominante frente a las
organizaciones sindicales y los Estados nacionales, que han podido desplegar
sus inversiones en un contexto de intensa competencia -reguladora y en materia
salarial- entre los países para atraerlas y que han practicado a discreción la
ingeniería contable y la opacidad fiscal para aumentar los beneficios del
grupo. Con la permanente amenaza de las deslocalizaciones, han sometido a una
intensa presión a los trabajadores, institucionalizando la competencia entre
ellos, a menudo entre los que pertenecen al mismo grupo corporativo.
La dinámica globalizadora también ha sido un escenario muy
propicio para el formidable crecimiento de la industria financiera, sustentada
en la deuda, la desregulación y la volatilidad de los mercados, aprovechando
los diferenciales en los tipos de interés y las fluctuaciones en los tipos de
cambio.
La globalización ha consolidado, en fin, el poder económico
y político de las oligarquías, que han impuesto sus intereses en las
instituciones y en los gobiernos, y que han recibido un trato privilegiado,
tanto en los períodos de auge como de estancamiento. Y por supuesto ha
permitido que los ricos, del norte y del sur, del este y del oeste, atesoren
grandes fortunas.
¿Debemos considerar todo esto como algo del pasado o, en
todo caso, como un insignificante residuo en proceso de superación? Creo,
sinceramente, que razonar de esa manera es un grave error.
Es evidente que el escenario abierto por la pandemia ha
puesto negro sobre blanco las fragilidades y consecuencias negativas de la
globalización. Resulta igualmente obvio que los actores -públicos y privados-
que operan en los mercados globales están redefiniendo sus estrategias en un
escenario inestable, en el que no cabe descartar otras epidemias y las
consecuencias asociadas a las mismas, y de abierta disputa por los recursos
disponibles, en un contexto de creciente escasez de recursos naturales,
materiales y energía. Es en este panorama donde hay que situar los movimientos
hacia una cierta relocalización de actividades o, si se quiere, a una parcial
desglobalización.
Todavía es pronto para evaluar el alcance de estos procesos
y las dinámicas, económicas y políticas, a que dan lugar. Con todo, en mi
opinión, algunas de las piezas fundamentales del proceso globalizador continúan
muy presentes, tan fuertes o más que antes de que irrumpiera la enfermedad.
El poder corporativo se mantiene intacto o en aumento, la
concentración de riqueza por parte de las elites globales sigue su curso y cada
día encontramos claras evidencias del sometimiento de gobiernos e instituciones
a ese poder. Asimismo, la lógica económica basada en el extractivismo, la
competitividad, la competencia entre naciones y trabajadores y la deuda como
motor de la economía continúan inspirando las agendas políticas.
Enfrentar ese entramado de intereses y dinámicas con
propuestas e iniciativas -a escala local, estatal, europea y global-, poniendo
lo público, la equidad, la sostenibilidad y la intervención social en el centro
de todo, es la clave para abrir un escenario verdaderamente transformador.
Por Fernando
Luengo
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