EL POSHUMANISMO EN LA UCI DE LA REALIDAD
Aún puede parecer pronto para sacar conclusiones filosóficas
de la pandemia –ya decía Hegel que la lechuza de Minerva emprende el vuelo al
anochecer–, pero nunca está de más obligarse a la reflexión para intentar traducir
el presente en conceptos.
La irrupción del coronavirus ha puesto en evidencia, entre
otras cosas, la volatilidad, inconsistencia y falta de solidez de algunos de
los discursos dominantes.
Por supuesto, esos discursos eran igualmente endebles hace unos meses. Pero ahora, ante la certeza de una realidad tan categórica y contundente como la pandemia, ¿seguirán gozando del mismo prestigio social, mediático e incluso académico? ¿Continuarán defendiendo algunos científicos sociales que todo es cultural y no hay nada biológico en el ser humano? ¿Seguirá la moda antiespecista negando la existencia del género humano? ¿Insistirá el poshumanismo en anunciar la inminente singularidad tecnológica que dará lugar a la superación del hombre, panacea mitológica que acabará con las enfermedades, el envejecimiento y la muerte?
Hasta hace dos días estábamos a punto de celebrar la
inmortalidad cibernética y ahora estamos sucumbiendo en todo el globo –la más
letal de las globalizaciones– por un virus. Nos hemos dado de bruces con la
cruda realidad. En
expresión orteguiana, el hombre es un ser indigente, vulnerable,
menesteroso, y la vida humana es drama, problema, aventura, riesgo constante,
radical contingencia e incertidumbre sustancial.
Profecías poshumanas
Ensalzado como un movimiento cultural, intelectual y
científico que propone la mejora constante de las capacidades físicas,
genéticas y cognitivas de la especie humana mediante los avances tecnológicos,
el poshumanismo se ha convertido en los últimos años en la nueva religión de
los tecnófilos, aunque el invento no sea tan reciente.
Al menos desde que el biólogo Julian Huxley acuñara
el término para designar la manera en que la humanidad puede trascenderse a sí
misma, el transhumanismo postula que el ser humano conseguirá ir eliminando
los aspectos nocivos que le condicionan –la enfermedad, el dolor, el
envejecimiento, la muerte– hasta el punto de que se produzca un cambio en la
misma naturaleza o condición humana, que ya no será la misma. De ahí la
pertinencia de los prefijos trans- o pos-: el
transhumanismo correspondería al periodo de transición de las personas, las
tecnologías, los estilos de vida y las visiones del mundo a esa pronosticada
condición poshumana.
Imbuido de este pensamiento futurista y mesiánico que
confunde la tecnofilia con la ciencia ficción, uno de los adalides del
transhumanismo más visibles y mediáticos, el ingeniero de Google Ray Kurzweil,
pronostica la próxima venida de un gran acontecimiento, denominado “singularidad
tecnológica”.
Kurzweil vaticina que
dicho acontecimiento tendrá lugar cuando el desarrollo de la inteligencia
artificial y de las tecnologías NBIC (nanotecnología, biotecnología, tecnología
de la información y ciencia cognitiva) alcance tal nivel de sofisticación que
se produzca una fusión entre la
tecnología y la inteligencia humana, dando lugar a una especie de ser
natural-artificial de “potencialidades aún inimaginables”.
Una de las consecuencias de este proceso sería la superación
de la condición biológica y la indiferenciación o eliminación de las fronteras
entre lo humano y lo tecnológico, lo natural y lo artificial. El poshumanismo
se suma de esta forma a los sucesivos anuncios de la muerte del hombre,
cuya acta de defunción trató de redactar Michel Foucault en las páginas finales
de Las palabras y las cosas, y se incorpora al omnímodo post-ismo que
ha sido norma, costumbre y género de referencia en las ciencias sociales de las
últimas décadas
El ser poshumano, convertido en cíborg o ser biónico,
estaría dotado de nuevas capacidades físicas y cognitivas gracias a los
implantes o chips integrados, mientras que paradójicamente las máquinas y
ordenadores lograrían replicar la amplia gama de funcionalidades y matices de
la inteligencia humana.
Según
Marvin Minsky –maestro de Kurzweil–, “la nanotecnología permitirá
crear cuerpos y cerebros de repuesto. Entonces viviremos más, poseeremos mayor
sabiduría y gozaremos de facultades inimaginadas”. Y Hans
Moravec ha tratado de imaginar cómo se podría separar lo
mental-espiritual de lo material-biológico para transferirlo a un soporte
material computacional más eficiente y duradero.
Algunos
transhumanistas incluyen también la muerte como uno de esos pequeños
inconvenientes del que el ser poshumano habrá conseguido liberarse.
Quizá una de las secuelas más dañinas del poshumanismo, y una de las que más
hay que luchar por erradicar en el ámbito de las ideas, ha sido su obsesión por
evidenciar la incompatibilidad entre el desarrollo tecnológico y la asunción de
lo humano –incluida su inherente mortalidad–, dejando el camino expedito para
que los tecnófobos más recalcitrantes entonen sus jeremiadas.
El ser humano asediado
En su polémica conferencia Normas para el parque
humano, Peter Sloterdijk defendía las bondades de la ingeniería
genética como un camino posible, y plausible, para la mejora del ser humano
mediante la “selección prenatal” y la posterior “domesticación y cría” del
“animal humano”. Afirmaba el filósofo alemán que el ser humano tiene que aprender
no solo a convivir con las máquinas y la tecnología sino también a integrarse
con ellas, desterrando la interpretación moderna del mundo en términos de
sujeto-objeto.
No es casual que Sloterdijk utilizara dentro de este
contexto de la antropotecnología un léxico que, atribuido al ser humano, lo
ponía en pie de igualdad con el resto de los animales: “domesticación”, “cría”,
“doma”, “animal-hombre”, “zoológico humano”, etcétera. A partir de la
identificación entre educación y domesticación, Sloterdijk podía proponer la
selección y cría de los humanos mediante instrumentos biotecnológicos en
sustitución de la tradicional –y, según él, fracasada– educación humanista.
Ya Nietzsche había apuntado en varios pasajes de su obra esa
capacidad de domesticación y amansamiento de los hombres por los propios
hombres a través de la educación, la religión y la moral. El pasaje sobre la
“virtud empequeñecedora” del Así habló Zaratustra lo formulaba nítidamente: “Virtud es para ellos lo que vuelve modesto
y manso; con ello han convertido al lobo en perro, y al hombre mismo en el
mejor animal doméstico del hombre”. Hay cierta similitud estructural entre
el concepto nietzscheano de educación y la idea transhumanista de mejora.
Tampoco nos parece casual o anecdótica la coincidencia en
los últimos años de ese planteamiento poshumanista radical –que trata de borrar
las fronteras entre lo tecnológico y lo humano– con un movimiento global de
defensa de ideas antiespecistas –que trata de borrar las fronteras entre lo
animal y lo humano—-.
Estamos asistiendo, pues, a un asedio de la concepción del
ser humano tanto por arriba como por abajo: es decir, tanto desde los sueños
utópicos/distópicos que postulan un perfeccionamiento infinito de la condición
transhumana a través de los avances tecnológicos, como desde la defensa a
ultranza de los derechos de los animales al precio de un repudio sin ambages de
la singularidad humana –de su valor intrínseco, de su estatuto especial y, en
definitiva, de su dignidad–.
Tanto el poshumanismo, bajo la supuesta pretensión
bienintencionada de mejorar las capacidades humanas y acabar con nuestras
deficiencias naturales mediante la tecnología, como el animalismo o
antiespecismo, bajo la supuesta pretensión bienintencionada de extender la
compasión al resto de los animales y propiciar una suerte de vuelta a la
naturaleza, encubren una posible dimensión letal para el ser humano al poner en
jaque su propia dignidad y dejarlo al albur de la manipulación biotecnológica,
en prosecución de intereses más o menos confesables o como mero instrumento de
eventuales planificaciones políticas totalitarias.
Ahora bien, ante la nueva realidad de la pandemia que nos
azota, ¿dónde queda la credibilidad de esos discursos?
Es normal que ante una situación tan extrema y novedosa como
la que vivimos tengamos una sensación de antes y después radical, de cambio de
época sin remisión, aunque todavía no sepamos muy bien cómo ni hacia dónde.
Si en los últimos quince años hemos asistido casi a diario a
un “acontecimiento histórico único” –eso decían, al menos, los reporteros en
los informativos–, ¿cómo no vamos a experimentar ahora una sensación de que el
mundo está cambiando para siempre? Si el 11-S puso en evidencia la inconsistencia
e inoperancia de las filosofías posmodernas –aunque algunos sigan fingiendo que
no se han dado cuenta—, ¿Qué impacto puede ocasionar la pandemia del
coronavirus sobre ciertos discursos dominantes?
Ojalá la respuesta sea una vuelta a lo humano, incluida una
tecnología humana y humanista que busque el beneficio real de las personas y no
absurdas utopías de tipologías fantásticas, más o menos frívolas o
insustanciales, nacidas como de un cómic futurista de Silicon Valley. Una
tecnología desprovista de arrogancia e infantilismo que recupere la prudencia,
humildad y seriedad de su madrina: la ciencia. Pero es demasiado pronto,
todavía, para intuir los paraderos del futuro.
Ernesto
Baltar - Profesor visitante, Universidad Rey Juan Carlos
https://theconversation.com/el-poshumanismo-en-la-uci-de-la-realidad-149487
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