 PREPARÁNDOSE
   PARA EL FUTURO
PREPARÁNDOSE
   PARA EL FUTURO
 Durante las escasas veces en que los
 habitantes de los países “desarrollados” piensan en la gente de
 épocas pasadas, el sentimiento que más comúnmente se manifiesta
 es una mezcla de condescendencia y desprecio hacia esos pobres
 diablos. Condescendencia y desprecio, no sólo por los bajos niveles
 de vida, la pobreza endémica y la violencia generalizada con los
 que esos desgraciados tenían que vivir, sino porque eran
 “ignorantes e incompetentes”. Por suerte la Revolución
 Científica y la Ilustración pusieron fin a esa miseria
 intelectual, y ahora cada generación tiene mayores conocimientos y
 habilidades que la anterior. Ya se sabe, tenemos a “la generación
 mejor preparada de la historia”.
 Debido al actual clima de estricta
 corrección política, pocas veces se expresará esta opinión en
 voz alta y con tanta claridad (opinión no sólo dirigida a la gente
 del pasado, sino a los habitantes de los países “menos
 desarrollados” del planeta). Normalmente quedará medio hundida en
 el subconsciente, pero no por eso la arrogancia será menos sentida.
 De hecho, incluso aquellos que deploran la civilización actual
 acostumbran a tratar tanto a la gente del pasado como a las otras
 culturas del planeta con cierto grado de condescendencia (“sí,
 esas gentes son entrañables y tienen cosas curiosas, pero
 pobrecitos, no saben más”).
Cuando alguien dice que los jóvenes
 de hoy están “muy bien preparados”, o que están
 “sobreeducados”, está dando por sentado muchas cosas sin darse
 cuenta. “Muy bien preparados”, ¿para qué? “Sobreeducados”,
 ¿respecto a qué? Como tantas otras veces en nuestra sociedad, tras
 la apariencia de profundos análisis y de complejos razonamientos
 están las simplificaciones más clamorosas y la superficialidad más
 vana.
 Sí, vale, los jóvenes pueden tener
 muchos conocimientos y habilidades que otras generaciones no tenían,
 pero lo mismo se puede decir a la inversa; esas generaciones
 anteriores podían tener conocimientos y cualidades de los cuales
 los jóvenes de hoy no disponen.
 Hagamos la siguiente comparación.
 Hoy en día (casi) todo el mundo en Europa y en su diáspora sabe
 leer y escribir. Muchos hablan 3 o 4 idiomas y tienen una buena
 colección de títulos académicos, entre grados, másters y demás.
 En cambio, hace tan sólo unos pocos siglos la mayoría de gente era
 analfabeta y no había ido nunca a la escuela; eran “vulgares”
 campesinos, “rústicos” e “incultos”. No habían estudiado
 matemáticas, ni química, ni economía; apenas conocían un solo
 idioma, y ni siquiera lo hablaban conforme a unas reglas escritas y
 aceptadas.
 No obstante, a la hora de cultivar
 comida por sí mismos se hubiesen mostrado infinitamente superiores
 a la gran mayoría de los bien educados habitantes del Occidente
 industrial, totalmente ignorantes al respecto. Probablemente también
 superarían con creces a los ciudadanos modernos a la hora de
 construir casas, tarea en la que actualmente la gran mayoría no
 sabría ni cómo empezar. La capacidad y la motivación para
 realizar y aguantar trabajos físicos duros sería otra de las
 cualidades en que nuestro pueblerino del siglo XIII derrotaría sin
 contemplaciones a su contrincante moderno.
 Obviamente, muchos objetarán que si
 la mayoría de nosotros ha perdido todas esas habilidades y
 conocimientos es porque éstos ya no son necesarios en nuestra
 sociedad. ¿Quién necesita saber cultivar alimentos si en el
 supermercado puedes encontrar todos los que quieras? ¿Por qué nos
 vamos a poner a construir nosotros mismos nuestra casa si hay gente
 que se dedica a eso y lo hará de forma mucho más competente? ¿Por
 qué realizar trabajos físicos duros si podemos construir máquinas
 para que hagan ese trabajo por nosotros? Hemos “evolucionado”
 respecto a este estado “primitivo”, y ya no requerimos estas
 habilidades tan “simples”.
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 Debajo de toda esta rica mitología
 de la aventura heroica del ser humano, con su “evolución” desde
 unos inicios “primitivos” en árboles, en sabanas o en cuevas,
 hasta alcanzar un conocimiento, un poder y una sofisticación cada
 vez mayores, hay un hecho innegable. Hace unos pocos siglos, la
 cultura occidental emprendió una serie de transformaciones
 colosales que nos permitieron aumentar enormemente el tamaño y el
 alcance de nuestras actividades como especie, llegando a unos
 niveles de población y de abundancia material totalmente
 inimaginables para cualquier otra cultura, y creando a las opulentas
 sociedades de la actualidad.
 Estas
 transformaciones estuvieron en buena parte marcadas por el progreso
 científico y tecnológico, pero también, de forma íntimamente
 relacionada, por una división del trabajo y una especialización
 cada vez mayores, y obviamente, por la explotación vertiginosa de
 los recursos naturales y por unas
 relaciones enfermizas con la biosfera.
 El relativo éxito
 de esas transformaciones ha hecho que nos convenzamos de que éstas
 eran y siguen siendo inevitables. Se han desarrollado esquemas con
 sucesivas “etapas de desarrollo” por las que pasan las naciones
 “exitosas”: al principio tenemos una sociedad “no
 desarrollada”, mayoritariamente agraria, hasta que se empiezan a
 implementar ciertas medidas (respeto a la propiedad privada,
 trasvase de conocimientos científicos y tecnológicos, derogación
 de restricciones al comercio, etc. – en las distintas versiones de
 la narrativa se pone un mayor énfasis en unas u otras medidas) con
 las que la sociedad se vuelve cada vez más productiva, y presencia
 el auge de su sector industrial. Pasado un tiempo, cuando la
 sociedad ha llegado ya a un punto elevado de “desarrollo”, se
 supone que empieza a orientarse hacia el sector servicios o hacia
 ciertas industrias high-tech.
 Los sectores primario y secundario cada vez tienen menos peso, y el
 grueso de la población deja de estar relacionado directamente con
 la producción de bienes (la economía es ya tan productiva que no
 necesita más que una pequeña parte de la población para ese
 cometido).
 Éste es el modelo más popular.
 Según éste, el mundo se divide en países “completamente
 desarrollados” (los principales estados de Europa occidental, las
 excolonias británicas más afortunadas, y Japón), países “en
 vías de desarrollo”, que se encuentran en diferentes etapas
 intermedias de desarrollo (entra en este grupo casi todo el resto
 del mundo), y los países “subdesarrollados”, casos perdidos
 (buena parte de África y algunos otros países de Oriente Medio).
 El objetivo es que algún día todos
 los países del planeta ingresen en el club de los “desarrollados”;
 que disfruten de la abundancia propia de Occidente, que en todos los
 países haya una mayoría de población cuyos trabajos no estén
 directamente relacionados con la producción de bienes, y que no
 tengan que preocuparse por nimiedades como cultivar comida.
 Según esta narrativa, no tiene
 sentido lamentar la pérdida de habilidades “tradicionales”,
 pues dicha pérdida no deja de ser una muestra más de lo eficientes
 y productivos que nos hemos vuelto como sociedad y como especie. Es
 un síntoma de Progreso.
 La prosperidad y la abundancia
 material, no obstante, no han sido las únicas consecuencias de las
 transformaciones de los últimos siglos. Otra de las consecuencias
 ha sido que nos hayamos vuelto cada vez más dependientes de
 sistemas cada vez más complejos y más ajenos a nuestro control.
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 Pongamos por caso
 la división del trabajo y la especialización individual en tareas
 y conocimientos cada vez más específicos. Sin duda han tenido un
 papel importante en el establecimiento de las modernas sociedades de
 la abundancia: si la gente se especializa en tareas concretas pueden
 volverse mucho más diestros en dichas tareas, y producir cada vez
 más con menos tiempo. La sociedad en su conjunto es vuelve por lo
 tanto mucho más rica. La especialización, no obstante, implica que
 uno sólo será diestro en tareas muy específicas, y se convertirá
 en un completo inepto fuera de dichas tareas. Eso ha provocado que
 nos hayamos vuelto cada vez más dependientes unos de otros. William
 Catton ponía el ejemplo de un viaje en avión en su
 libro Bottleneck:
 “… habíamos
 comprado una porción de los servicios de mucha gente distinta –
 no solamente las personas cualificadas en los controles del avión a
 reacción en el que volamos, y en los auxiliares de vuelo, los
 taquilleros, los controladores y operadores de tráfico aéreo, los
 mecánicos del motor de reacción, los técnicos de electrónica, y
 otro personal de mantenimiento que obviamente hizo nuestro viaje
 posible, sino también, indirectamente, los servicios de miles y
 miles de otras personas en muchas otras especialidades. Algunos
 estuvieron involucrados en la extracción de bauxita, otros en la
 fundición electrolítica de aluminio, o en la manufactura de las
 partes del avión y el ensamblaje de éstas, así como la miríada
 de equipamiento del aeropuerto para el manejo del equipaje, y en la
 intrincada organización de las industrias petrolera, alimentaria y
 de las comunicaciones de las que las operaciones del avión dependen
 enteramente”.
 Otro ejemplo de extrema
 interdependencia lo encontramos en la gran masa de personas que
 realizan trabajos administrativos en una oficina. Si no fuera por la
 organización sincronizada con muchos otros oficinistas y con las
 demás actividades realizadas por la empresa, sus cualidades no
 servirían para nada. Después de todo, el hecho de estar en un
 despacho mirando una pantalla y pulsando botones, por sí sólo, no
 satisface ninguna necesidad humana.
 La creciente desconexión entre el
 trabajo y la producción de bienes lo podemos ver con sólo entrar
 en algún portal de ofertas de trabajo: “consultor en sistemas de
 gestión”, “formador de equipos comerciales”, etc. Algunos de
 los trabajos ofertados están envueltos en tantas capas de
 abstracción que a veces cuesta encontrar una relación entre dichos
 trabajos y la satisfacción de alguna necesidad humana.
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 Un fenómeno íntimamente relacionado
 con el de la división del trabajo es el de la mecanización y
 automatización de la economía, es decir, el proceso por el cual
 tareas previamente realizadas por un ser humano pasan a ser
 ejecutadas por diferentes tipos de máquinas y dispositivos, y del
 que ya hemos hablado varias veces.
 En unos modelos económicos donde los
 recursos naturales no tenían sitio y su valor era menospreciado u
 ignorado, y en un mundo a rebosar de energía altamente concentrada
 en forma de combustibles fósiles, las ventajas de la sustitución
 de seres humanos por máquinas eran evidentes.
 La mecanización ha jugado un rol
 tanto o más primordial que la división del trabajo en las
 opulentas sociedades en las que vivimos. Pero de la misma forma que
 la división del trabajo nos volvió cada vez más dependientes unos
 de otros, la mecanización y la automatización nos volvió cada vez
 más dependientes de la tecnología.
 Los ejemplos de
 esta dependencia son inacabables y los vemos a diario. No obstante,
 hablaré primero de algo que me encontré personalmente y de forma
 repetida durante mis estudios. Los aparatos técnicos que
 utilizábamos los estudiantes de mi promoción (complejas
 calculadoras científicas, programas informáticos, etc.) no podían
 ni compararse con lo que usaban nuestros predecesores (un aparato
 tan modesto como una regla de cálculo fue una
 de las herramientas principales con las cuales llegamos a la Luna).
 Pero sin esos complejos dispositivos muchas veces hubiéramos ido
 vendidos y no sabríamos hacer nada. Ni siquiera aprendimos a
 dibujar a mano (SolidWorks lo
 hacía por nosotros). Estoy convencido que en ausencia de aparatos,
 un ingeniero de hace medio siglo sería mucho más competente que
 uno de hoy día.
 De forma relacionada, muchos jóvenes
 de hoy día, incluso muchos de los que estudian carreras
 científicas, se verán con el agua al cuello si les pides que hagan
 multiplicaciones y divisiones a mano; llegaron a aprenderlo en su
 día, pero al existir las calculadoras no han tenido la necesidad de
 seguir practicando la habilidad, e inevitablemente, la olvidan.
 Para muchos esto es un avance, pues
 ahora no necesitamos conocer muchos detalles (se encarga la máquina)
 y podemos parar nuestra atención a análisis en teoría más
 complejos. Pero el hecho de que no sepamos hacerlo por nosotros
 mismos sigue estando ahí.
 Una habilidad tan básica como
 escribir puede sufrir debido a la omnipresencia de los ordenadores,
 tal como puede corroborar cualquiera que se haya pasado demasiado
 tiempo sin coger un lápiz y un papel. Con el tiempo la habilidad se
 oxida, y como mínimo las primeras letras o palabras quedarán
 hechas una patraña.
 La capacidad de
 orientación es otra de las grandes damnificadas del papel cada vez
 mayor de la tecnología en nuestras vidas. Al poder conocer tu
 ubicación y la ruta que hay que seguir con sólo desplazar un poco
 los dedos por encima de la pantalla táctil del móvil, la gente
 deja de intentar orientarse por otros métodos, y por lo tanto deja
 de practicar esa habilidad, que se acaba oxidando y, en algunos
 casos, olvidando totalmente (por otro lado, si se empieza a usar el
 GPS demasiado pronto, nunca se desarrollarán las capacidades de
 orientación). Por este mismo motivo en la Marina estadounidense
 están volviendo
 a preparar a
 los oficiales para que puedan orientarse sin más ayuda que las
 estrellas del cielo, para el previsible caso en que un ejército
 enemigo decida atacar las actuales tecnologías de orientación.
 Los coches sin marchas son otro de
 los innumerables ejemplos. Deja que alguien se acostumbre durante
 una temporada a un coche sin marchas, y cuando tenga que volver a
 conducir un coche convencional el pobre motor sufrirá algunos
 aumentos súbitos de revoluciones y otros percances similares. Por
 no hablar de la última joya de la corona, los coches sin conductor.
 Las tecnologías a nuestra
 disposición son cada vez más opacas, y cada vez exigen menos de
 nosotros. Simplemente funcionan, aunque cada vez tengamos menos idea
 de cómo.
 El auge de las máquinas y nuestra
 dependencia de éstas han minado también nuestra capacidad de
 resistencia ante trabajos físicos duros. Tenemos tan interiorizado
 que quien debe realizar trabajo físico son las máquinas y no
 nosotros, que nos parece natural pasarnos el día de un asiento a
 otro (de casa al coche, del parking del trabajo al ascensor, del
 ascensor a tu silla en la oficina), sin apenas mover el cuerpo y
 andar un poco. Es más, la mayoría de gente desprecia los trabajos
 físicos y manuales, al considerarlos indignos de ellos mismos, como
 si lo único que valiera la pena aprovechar en un ser humano fuera
 nuestra idea abstracta de “intelecto”, y el cuerpo no fuera más
 que un mal necesario. Estas costumbres y creencias han provocado
 entre otras cosas que nuestra forma física sea en muchos casos
 penosa (no por nada – alimentación aparte – la obesidad es un
 importante problema de salud pública), y que tanta gente llegue a
 pagar dinero para poder realizar ejercicio físico.
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 Otra de las principales víctimas del
 “progreso económico” es nuestro conocimiento de los procesos
 que nos sustentan. Cuando compramos algo en el supermercado no nos
 paramos a pensar en la complejidad de los procesos que nos han
 permitido hacerlo (las monstruosas supply chains, la enorme flota de
 embarcaciones que surcan los océanos llevando mercancías de un
 lado para otro, la frenética explotación de recursos naturales
 para alimentar todo el proceso, etc.) y damos por sentado que estos
 procesos siempre van a estar ahí, pase lo que pase.
 En este sentido,
 el alejamiento respecto de los procesos que nos sustentan y las
 comodidades de la vida moderna han despertado en nosotros una
 preocupante mentalidad de niño pequeño. Hechos como que podamos
 tener luz con pulsar un interruptor, o tener agua caliente con abrir
 el grifo, o tener a nuestra disposición un torrente inacabable de
 información con sólo pulsar unos cuantos botones en el móvil o en
 el ordenador, unidos al hecho de que no vemos lo que hay detrás de
 toda esa infraestructura, nos han convencido de que las cosas
 suceden como por arte de magia (en el sentido moderno de la
 expresión), que todo es muy fácil. Ante este tipo de sinsentido,
 es útil la expresión “There
 is no such thing as a free lunch”.
 Aunque uno no lo vea directamente, todo lo que consume ha tenido que
 ser producido, ya sea por un ser humano, por otra especie, etc.
 Formamos parte de un sistema mucho más grande que nosotros, y todas
 nuestras acciones tienen consecuencias en éste. Más vale tenerlo
 en cuenta, agradecer y valorar lo que tenemos y consumimos, una
 actitud muy poco usual en la actual cultura de usar y tirar.
 ¿Y qué decir del conocimiento de la
 naturaleza de la que formamos parte y dependemos? ¿Cuántas
 especies diferentes de planta puede identificar un ciudadano
 cualquiera de un país “desarrollado”? Muchas, muchísimas menos
 que sus antepasados. Muchas, muchísimas menos que un habitante
 rural cualquiera de algún país “subdesarrollado”. Ah, pero el
 primero está “mejor preparado” y “mejor educado”.
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 Aquí el Dr. Pangloss de turno
 preguntará qué problema hay con que seamos cada vez más
 dependientes de la tecnología, o de la frenética explotación de
 recursos naturales, o entre nosotros mismos. Si acaso, la
 dependencia es una buena noticia, pues nos obliga a colaborar entre
 nosotros, lo que ahuyenta potenciales conflictos. Después de todo,
 ¿qué motivos tenemos para pensar que los complejos sistemas de los
 que dependemos no van a estar siempre ahí?
 Según la
 narrativa públicamente aceptada, las transformaciones de los
 últimos siglos eran y siguen siendo inevitables e imparables. Por
 lo tanto, no tiene sentido pensar en un mundo sin éstas. Por
 ejemplo, en el tema de la automatización, los únicos peligros que
 podemos imaginar están relacionados con demasiada
 automatización.
 El único miedo que puede expresarse públicamente al respecto es
 que la tecnología y la automatización progresen demasiado deprisa
 y no den tiempo a las personas a adaptarse al nuevo status quo, aún
 más “tecnificado” que el anterior (un miedo del que hablamos en
 el artículo El
 complejo de Frankenstein).
 Por eso es imperativo abrazar la innovación sin pensárselo dos
 veces. Dudar de eso es peligroso: la prosperidad no perdona y un
 momento de indecisión nos puede dejar rezagados ante el vertiginoso
 ritmo del progreso.
 Lo que muy pocas
 veces emerge en la consciencia colectiva es la posibilidad de que el
 proceso de mecanización y automatización dé marcha atrás. Esto
 es inimaginable para la mayoría de personas, pues se les ha
 enseñado desde pequeños que la
 historia siempre va en la misma dirección,
 es decir, la dirección actual. El pasado nos lleva a nosotros, y
 para saber el futuro sólo hay que extrapolar las tendencias
 actuales, reales o imaginadas. Por eso el proceso de la
 automatización o el de la especialización se consideran
 inevitables e imparables. Nada puede hacerse para parar estos
 colosos; la realidad es así.
 Debido a esta sensación de
 inevitabilidad, la creciente interdependencia entre nosotros mismos
 y con la superestructura tecnológica que nos sustenta no preocupa a
 casi nadie. El futuro sólo puede estar marcado por una mayor
 interdependencia y una mayor complejidad, así que no tiene sentido
 pensar en una sociedad sin éstas. El barco no puede desviar su
 camino; o sigue recto o se hunde. Las habilidades que perdemos al
 especializarnos o al dejar que la tecnología nos invada no serán
 nunca más necesarias, porque no hay vuelta atrás; el pasado no
 volverá nunca. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene que nos
 lamentemos por perder esas habilidades? Esa pérdida como mucho dará
 para unas cuantas poesías románticas, con las que recordar con
 nostalgia ese pasado que nunca volverá.
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 ¿Pero qué pasaría si esa sensación
 de inevitabilidad no tuviera razón de ser? ¿Qué pasaría si
 simplemente fuera parte de nuestra excéntrica forma de ver el
 mundo, y no estuviera respaldada por ninguna ley divina? ¿Qué
 pasaría si los hipercomplejos sistemas tecnológicos y económicos
 que nos sustentan dejaran en algún momento de existir? En ese caso,
 la pérdida de cualidades dejaría de ser solamente un tema de
 romanticismo y nostalgia y pasaría a ser un tema de vida o muerte.
 Al fin y al cabo,
 los complejos sistemas de los que dependemos son bastante recientes
 a escala histórica (apenas unos pocos siglos), así que bien
 podrían acabar siendo una anomalía histórica, y aún no han
 demostrado que puedan sostenerse de forma indefinida. Como tantos
 observadores han hecho notar durante décadas (yo mismo puse mi
 granito de arena aquí, en los artículos Creando
 riqueza y Las
 cadenas de Prometeo),
 éste es tremendamente insostenible, al no mantener una relación
 equilibrada con nuestro entorno y depender para su funcionamiento de
 la rápida explotación de recursos naturales no renovables.
 Asimismo, el disfuncional mundo de las finanzas, del que hablé aquí
 la última vez en Una
 economía de alucinaciones,
 constituye una capa adicional de abstracción y complejidad, y no es
 menos frágil que la economía real que en teoría representa.
 Dice el dicho que tarde o temprano,
 lo que no es sostenible no podrá ser sostenido. Por lo tanto, estos
 sistemas de los que dependemos corren un serio riesgo de
 desaparecer. Para la decepción de los profetas del apocalipsis, no
 desaparecerán de la noche a la mañana, pero el riesgo sigue
 estando ahí. Por su parte, los más optimistas insistirán en que
 el abaratamiento colosal de las placas fotovoltaicas, o las mejoras
 en eficiencia energética, o la inminente revolución del coche
 eléctrico o cualquier otro avance demuestran que estamos camino de
 conseguir la preciada sostenibilidad, y que no tiene sentido que nos
 preocupemos. No comparto esta narrativa, pero que cada uno saque sus
 propias conclusiones.
 Es más, creo que
 los problemas ocasionados por el exceso de dependencia de los que he
 hablado en este artículo no son meramente hipotéticos, y de hecho
 ya se están empezando a manifestar en el mundo actual. Creo que la
 poca adecuación de las habilidades de la población al contexto
 actual ya se está notando en los países occidentales, con los
 altos niveles de paro y con la dependencia cada vez mayor de los
 bienes importados del extranjero. De hecho, en las últimas décadas
 hemos tenido varios recordatorios de lo frágil que es nuestro
 bienestar, y de hasta qué punto dependemos de cosas que están más
 allá de nuestro control. Hemos visto por ejemplo cómo los
 caprichos de la política de Oriente Medio pueden llegar a tener
 fuertes consecuencias en Occidente, al provocar shocks petrolíferos
 con importantes efectos en las economías occidentales (tal
 comoapunta
 el profesor James Hamilton,
 el aumento súbito del precio del petróleo ha coincidido con 10 de
 las últimas 11 recesiones económicas de Estados Unidos).
 Si estos sistemas desapareciesen,
 cualidades ahora mismo despreciadas volverían a cobrar
 protagonismo, y quizá un “paleto ignorante” de una zona rural,
 diestro en dichas cualidades, se convertiría en alguien
 relativamente “bien preparado”. En esa situación quizá alguien
 con “una buena educación”, pero con habilidades y conocimientos
 demasiado abstractos, se volvería completamente inútil. Quizá los
 arrogantes y “sobreeducados” habitantes del “Primer Mundo”
 vieran como la población de los países “menos desarrollados”
 (con su familiarización con los trabajos físicos duros, con su
 desconocimiento de las comodidades occidentales y con su mucho mayor
 conocimiento de la naturaleza) está mucho mejor preparada para el
 futuro que ellos mismos.
 Si estos sistemas desapareciesen,
 muchos de los que se declaran “enemigos del sistema” se
 enterarían de hasta qué punto dependen de éste. Se darían cuenta
 de hasta qué punto aborrecían el sistema, pero no sus frutos. Si
 el sistema colapsara, ellos y muchos más en el mundo occidental
 descubrirían de la forma más dura lo inútiles que se habrían
 vuelto.
 En este
 sentido, no
 tiene sentido hablar de conocimientos y habilidades mejores que
 otros en un sentido abstracto, sino mejor o peor adaptados a un
 contexto particular.
 Los habitantes del “Primer Mundo” pueden estar muy bien
 adaptados al contexto actual, pero esa adaptación probablemente se
 volvería tremendamente inadecuada en un mundo desindustrializado.
 Es por esto que creo que cualquier
 movimiento reformista o revolucionario enfocado hacia una mayor
 sostenibilidad debería tener como uno de sus principales puntos la
 recuperación de cualidades ninguneadas y despreciadas durante largo
 tiempo, como el conocimiento de la naturaleza o el cultivo de
 alimentos, y el abandono de actitudes improductivas, como el
 desprecio de los trabajos físicos y manuales o el no valorar la
 abundancia material en la que viven. Sin eso, dicho movimiento no
 llegará a ningún sitio.
 Obviamente, la mentalidad infantil de
 nuestra sociedad nos asegura que estas medidas nunca serán
 aceptadas, al menos a corto plazo; al revés, serán atacadas con
 fiereza, y si algún candidato al servicio público las planteara
 estaría cometiendo un suicidio político. Todo el mundo quiere
 mantener su estilo de vida confortable. Nadie quiere escuchar que
 este estilo de vida no es sostenible. Por lo tanto, no tiene sentido
 pensar en cómo implementar estas medidas a nivel público; nadie va
 a implementarlas, al menos a corto plazo.
 Pero a nivel individual la cosa
 cambia. Nadie nos puede impedir que cultivemos las habilidades que
 prefiramos. Podemos dedicarnos a aprender habilidades menos
 abstractas, más directamente conectadas con la producción de
 bienes y menos sujetas a los caprichos de un sistema hipercomplejo e
 insostenible. Aprender habilidades en las que uno pueda ver los
 frutos de su propio trabajo, ya que, aparte de que puedan ser más
 gratificadoras, son menos propensas a la desaparición.
 Esta es, a mi modo de ver, una buena
 forma de prepararse para el futuro que estamos construyendo a nivel
 colectivo.
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