DESAMPARO, SECTARISMO Y GUERRA
Creo que merece la pena explorar el vínculo entre la
marginalidad, el fanatismo y las guerras.
Empiezo por el último punto para evitar malentendidos. No
creo que el origen de la guerra esté en la pobreza, ni siquiera en el fanatismo
de una minoría, sino más bien en
la política internacional llevada a cabo por los gobiernos en alianza
con las oligarquías que contratan sus programas electorales: una geopolítica
basada en el conflicto de intereses que compiten sin límites en su agresividad
preventiva en
un entorno de recursos escasos, (pues el planeta sí tiene límites).
Cuando esas mismas élites hablan de "errores",
como Tony
Blair hace bien poco, reconociendo que de aquellos bombardeos deriva el
terrorismo de nuestros días, hay que sospechar que prefieren reconocer errores
por no reconocer algo peor, como ese interés parcial buscado a despecho de lo
que ya se sabía que sería un "fracaso" social. Si no había pruebas de
que en Irak había armas de destrucción masiva, (y no podían tener esas pruebas
porque, efectivamente, no las había), cabe suponer que mintieron
deliberadamente y que actuaron premeditadamente con otro objetivo, como puede ser
"desestabilizar" un país o toda una región del planeta, es decir,
sembrar en ella la muerte y la destrucción, para hacerla más controlable y
tener acceso a sus recursos o a su posición geoestratégica.
Lo llaman realpolitik como si
la realidad no mostrara que, una y otra vez, esto es lo que hace
fracasar los deseos de convivencia pacífica de la gran mayoría de la población
de todo el mundo y de todas las culturas, (aunque las élites sí salgan
beneficiadas con ese sacrificio general, y los verdugos hayan salido impunes e
incluso se permitan ganar mucho dinero dando conferencias o dirigiendo think-tanks).
Lo que se asume como la cruda realidad de la lucha por el interés
nacional acaba perjudicando también a las poblaciones de quienes lo buscan con
esa crudeza. La comprensión de este efecto evitó la guerra nuclear en el
pasado: la conciencia de que llevar la lucha hasta el final acabaría también
con quien tirara la primera de esas bombas, fuera quien fuera el
"ganador", el que quedase menos destrozado. Esta lógica también puede
apreciarse en una escala menor. Sembrar el mal nos obligará a protegernos del
mal que crezca.
Un buen ejemplo de esto es la instrumentalización de la
disidencia más irracional, como ocurrió con la promoción
del fascismo y del nazismo anterior a la II GM, o como en la Guerra de
Afganistán, cuando la CIA
creó Al Qaeda a partir de personas fanatizadas, o como en tantos otros
casos en los que unas y otras élites arman a facciones ultra-violentas con el
fin de ver favorecidos sus intereses comerciales.
Unos días después de la matanza perpetrada en la discoteca
Bataclan entre otros lugares de París pudimos
leer que EE.UU. y Turquía habían llegado a un acuerdo para sellar la
frontera norte de Siria, principal vía de abastecimiento de los yihadistas
desde 2011. ¿Por qué no habían hecho esto antes? ¿Qué impedimento había para
hacer lo que ahora, casualmente tras los atentados, ya sí es posible? ¿Qué
interés había en tener abierta esa frontera? ¿Quién les compra, les vende y les
financia? Si la respuesta es conocida ¿por qué no actuar sobre esa causa? ¿A
qué guerra nos están llevando realmente?
Llama la atención el seguidismo acrítico de quienes cierran
filas ante los llamamientos de nuestros líderes en un gran alarde de
ingenuidad. Si ahora no quedara más remedio que defenderse, como mínimo muchos
partidos y líderes actuales tendrían que hacer un ejercicio de contrición y
pasar al basurero de la historia. Pero como esto no ocurre, hay que suponer que
desde el principio se está buscando la "sionización" del mundo: el
establecimiento premeditado de un apartheid de miseria y de violencia en una
zona del mismo ante cuyas "salpicaduras" reaccionaremos irritados
contra la maldad ajena, (reacción que en realidad sirve para disimular el mal
creado en nombre de los intereses materiales).
Más al fondo tenemos un problema cultural. Es la medición
del interés propio y del interés nacional en base al criterio psicopático del
poder y de la riqueza en liza por la supremacía. En algún momento los
ciudadanos de todo el mundo tendremos que poner fin a esta tolerancia con el
enriquecimiento competitivo y sin límites de
naciones y de
individuos. El apoyo a esta clase de política no sólo está provocando una
nueva deriva bélica mundial sino que desde hace ya décadas está rebasando
la biocapacidad del planeta, como si sólo un colapso
pudiera detenernos y no fuéramos capaces de prever el rumbo que llevamos. Da la
impresión de que estamos gobernados por una panda de lunáticos con el agravante
de que aparentan ser personas sensatas velando por nuestros intereses.
Pero esta obsesión competitiva no sería posible sin la
explotación inmisericorde de grandes capas de población en
todas las latitudes. Su utilidad para estas oligarquías no se limita a bajar
los costes de producción sino que sirve, sobre todo, para atemorizar
y disciplinar al resto de ciudadanos que pueden verse en cualquier
momento en ese foso de precariedad o en el bando de las naciones perdedoras.
Así los mismos que instituyen la pobreza y la guerra consiguen el respeto
medroso de los que se sienten vulnerables y buscan su protección. Es más fácil
seguir las normas y evitar el castigo -pongamos el castigo del BCE, de la OMC o
de la OTAN- que intentar cambiar este funcionamiento.
Por eso el voto no suele ser coherente con la realidad: los
creadores del desastre se benefician del temor en lugar de salir reforzados los
partidarios de una justicia económica global opuesta a la indiferencia
competitiva. Al igual que se benefician del miedo al terrorista en lugar de
hacerlo los contrarios a la geoestrategia maquiavélica. Y de nuevo se
benefician del temor al inmigrante, confundiendo víctimas con verdugos, y confundiendo
a los verdaderos culpables del caos global con defensores de un mayor orden.
Esta responsabilidad de los poderes económicos y de sus
defensores es lo que se debería discutir, el verdadero origen del problema, y
no sólo cómo hacemos frente a las incesantes consecuencias. De lo contrario,
como se dice en el manifiesto #NoEnNuestroNombre,
"ni los recortes de libertades ni los bombardeos nos traerán la seguridad
y la paz."
Lo que necesitamos no es ganar en un juego mal planteado,
diseñado para que todo gire a favor de las élites de siempre, sino cambiar el
tablero de juego. Si la mayoría fuera más consciente de cuál es el verdadero
problema, al menos podría expresar su disconformidad mediante el voto hacia
otras políticas. Pero, por desgracia, quienes mejor comprenden La doctrina del shock son
sus creadores.
Sectarismo
Por esa frontera norte de Siria no sólo pasaban armas,
también soldadesca fanatizada para el combate contra el gobierno sirio y, como
se ha visto después, contra el resto del mundo. A no pocos occidentales les
preocupa que la circulación
global de personas impuesta por el modelo actual de relaciones
internacionales facilite la llegada a los países opulentos de excombatientes
fanatizados, pero lo que debería inquietar a todos es por qué miles de personas
nacidas y criadas en Europa deciden abandonar esta joya del neoliberalismo para
alistarse con los extremistas totalitarios, (además en contra del criterio de
sus propios progenitores, como estamos viendo). Ese es el perfil temido por las
fuerzas de seguridad, el del europeo que se va a la guerra y regresa
deshumanizado, no el de las familias que sólo aspiran a sobrevivir y que por
eso huyen de unos lugares de origen que no querían abandonar.
¿Cómo surge esta fanatización a menudo protagonizada por
ciudadanos nacidos en los países opulentos? No hace falta rebuscar mucho. Hace
unos meses pudimos leer (en uno de esos medios de comunicación de tirada
nacional que no gustan de ser enlazados sin lucro) que unos 2000 marroquíes de
barrios empobrecidos y más de 50 españoles se han ido a la yihad. Se
entrevistaba a personas de barrios como El Príncipe, en Ceuta, en los que el
paro llega al 65% y el fracaso
escolar al 90%. Como en casi todos los lugares, en ese barrio la
mayoría sólo quiere un futuro para sus hijos, y está harta de ser
estigmatizada, nos contaba una trabajadora social del lugar. Pero algunos se
habían vuelto fanáticos y otros simplemente estaban desesperados. Si estás
harto de pasar hambre y los reclutadores prometen 3000€ para tu familia, puede
que renuncies a tu vida y des prioridad a que tus hijos tengan alguna
oportunidad. También veíamos cómo esos captadores se trabajaban a sus
candidatos durante meses, generalmente elegidos en los institutos.
En todos los países opulentos pero no por ello carentes de
pobreza y marginalidad, opera la misma lógica. Las organizaciones sectarias,
(no sólo las yihadistas sino también muchas otras como pueden ser las fascistas
o mafiosas), ofrecen un amparo básico, un sentido de pertenencia y una idea de
misión en la vida que atraen a muchos excluidos (en un proceso psicológico que
se ilustraba, por ejemplo, en la película La ola ). Hay
muchas personas que no le ven la gracia a esta especie de fiesta indiferente
que gira en torno a las bolsas de valores en sustitución de
verdaderos valores. En otros casos se convierten en simples mercenarios.
Desde luego la marginación y la falta de expectativas no
implican que necesariamente sus sufridos protagonistas vayan a caer en manos
del sectarismo, pero ese es el caldo de cultivo más propicio para que tenga
éxito el amparo económico, social y cultural que ofrecen los reclutadores,
aportando un sentido a unas vidas que a menudo es más necesario que la propia
supervivencia, como demuestran una y otra vez los suicidas de todo tipo. O bien
aportando la esperanza de que uno podrá salvar económicamente a sus seres
queridos aun renunciando a sí mismo. La marginación siempre ha sido útil para
el sectarismo y para el reclutamiento, también el de los propios estados como
bien es sabido.
¿Cómo enfocar entonces la solución a este fenómeno? Es muy
frecuente la miopía de criticar los males que tenemos delante (robos,
extremismo, etc.), atacando sólo el primer eslabón de la cadena que vemos
detrás de los mismos, pero como pasa con la guerra, si nos centramos sólo en
las consecuencias, no solucionaremos un problema que seguirá creciendo mientras
lo combatimos.
Desamparo
En realidad, en contra de lo que solemos creer, no vivimos
en una sociedad liberal que tolera la libertad de pensamiento. El
neoliberalismo rompe con el liberalismo político original al imponer su propia
cultura, sus propios dogmas, las reglas productivistas para un crecimiento
competitivo que obligatoriamente debe asimilar todo ciudadano "de
bien", da igual que ya se produzca muy por encima de lo que serían
necesario para cubrir las necesidades de todos, y muy por encima de lo que
sería sostenible. Y para imponer la disciplina productiva instituye el
desamparo, la pobreza y la exclusión social, la amenaza de caer en un foso de
marginación por si alguien decide no creer en semejante despliegue
de transformación material del mundo. El barrio marginal es una
institución creada en la modernidad para cumplir su función aunque no se
reconozca oficialmente.
Pero como se deduce de lo anterior , el desamparo
que sufre el marginado no es sólo económico sino también social y cultural. La
represión económica innecesaria con la que se "estimula" a los
disidentes o perdedores implica además culpabilización y exclusión
cultural, condenando a muchas personas a un inquietante vacío en la posible
búsqueda de sentido para sus vidas. En general nuestra cultura adolece de esa
preocupación por la dignidad y por la integración cultural de todos sus
miembros.
La integración cultural siempre se dio en las poblaciones
ancestrales entre las que se conformó nuestra naturaleza. En ellas lo raro era
el desarraigo que hoy en día es moneda común. Pero la nueva integración no
tendría por qué entenderse como una vuelta a sociedades cerradas. Vivir en una
sociedad abierta y valorarlo no deja de ser algo que se aprende, que se
adquiere culturalmente. Eso sí, requiere invertir en las personas y en velar
por su entorno, (por oposición a la complacencia con la existencia de grandes
barriadas de marginalidad, miseria y abandono por parte de las instituciones).
Y no se trata de imitar los métodos de adoctrinamiento de las sectas, pero sí
podemos observar cuáles son las carencias de nuestra cultura de las que se
aprovecha con éxito el pensamiento sectario y tratar de dar cobertura a las
mismas. La libertad miserable que nos da el liberalismo económico puede ser
experimentada por las personas excluidas y desamparadas como un sufrimiento a
evitar, como algo a temer -aquello
que enseñaba Fromm-, y en esas condiciones pueden sentirse tentadas por
planteamientos totalitarios, (no sólo por la llamada del deber de los
ejércitos patrios), sobre todo cuando los reclutadores sí ponen medios y
organización.
No se debe entender esto como una necesidad de que se nos
pastoree culturalmente, (cosa que, como he dicho, ya se intenta). Más bien al
contrario, necesitamos que a todos se nos facilite tomar partido, cada uno con
su punto de vista, y tener
presencia política; que se nos permita definir unos valores realmente entre
todos, (no sólo eligiendo opciones); unos valores en los que poder creer
por encima de la competitividad materialista, que puedan ser compartidos
también por quienes no salen ganando en el juego del mercado-estado-oligarquía;
y poder vivir de acuerdo con ellos, con aspiraciones al margen del mero
triunfo.
La verdadera libertad no puede depender de haber podido cumplir con el dogma productivista para subsistir. Además de una suficiencia económica básica, son necesarias formas de integración que no dependan del dinero y del consumo; formas de participación que permitan a las personas sentirse protagonistas de su destino y parte digna de su sociedad con independencia de su estatus económico, en lugar de sentirse despojos sólo porque el mercado no necesite de ellos. Permitir y proteger la iniciativa social, política y cultural, equivale a permitir y proteger la dignidad necesaria para sentirse integrado. Con ello podría emerger una nueva cultura compartida que haga frente a los verdaderos problemas de nuestro tiempo desde una conciencia y una deliberación colectivas. En lugar de sembrar odio y recelo, invirtamos en las personas y sembremos confianza. En lugar de buscar el mayor aprovechamiento patrio, busquemos que todas las poblaciones del mundo puedan vivir con autonomía. Recogeremos mejores frutos.
Uno de los supervivientes de la discoteca Bataclan contaba
que los terroristas le pidieron que quemara un fajo de billetes de 50€ para
poner a prueba su apego al dinero. Está claro que para ellos ni el dinero ni el
éxito económico era lo más importante. Los apóstoles del homo económicus,
al hablar de estos sujetos, sólo tienen una respuesta desconcertada en todas
las tertulias: están locos y se han creído lo del paraíso. Pero antes de ser
extremistas sobrevenidos eran personas que se sentían atrapadas en el basurero
de un juego que no habían elegido, (uno de esos juegos en los que a los
eliminados prematuros sólo les queda mirar con tedio cómo juegan los demás),
cosa que no justifica actos violentos pero que ofrece pistas sobre qué está
fallando y qué se puede hacer. Además, con independencia de cuál sea la
reacción de cada cual, no son los únicos que se han podido sentir así. La
cuestión es por qué muchas personas que no pueden acceder a la prosperidad o
que no pueden creer en el dogma del dinero y en el paraíso consumista que este
promete tampoco son capaces de verle otro sentido a nuestra cultura.
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