CAMINO AL INFIERNO
¿Por qué
obedecemos si podemos no hacerlo?
Las desigualdades han aumentado. La Inflación, la
congelación salarial, el crédito, la deuda, las crisis, han sido las
herramientas para cambiar de manos el dinero. Instituciones no elegidas por
nadie son el ejército que impone condiciones innegociables: FMI, BCE, Comisión
Europea. Y el dinero ha servido para elegir a los políticos que han ejecutado
las directrices de esas élites.
A finales de los años 60 las élites que
controlan el sistema económico se preguntaban hasta cuándo deberían soportar el
contrato social surgido del equilibrio sociopolítico posterior a la Segunda
Guerra Mundial. El modelo keynesiano de capitalismo -cierta redistribución de
la riqueza, el estado del bienestar, los impuestos para mantenerlo-, les
incomodaba convencidos como estaban de que no eran más ricos por esa causa.
En abril de 1968, Aurelio Peccei -FIAT,
Olivetti, Club Bilderberg- fundó el Club de Roma, una organización de
financieros, banqueros, industriales, científicos y políticos. Lo primero que
hicieron fue encargar un estudio de prospectiva económica mundial a
investigadores del MIT (Massachussets Institute of Technology): Donella
Meadows, Dennis Meadows, Joergen Randers, William W. Behrens III y 13
científicos más. Querían evaluar el capitalismo y conocer qué futuro le
esperaba de continuar con el modelo vigente de desarrollo.
La respuesta del equipo investigador -marzo
de 1972- fue contundente:
• Estamos obligados a tener en cuenta las
limitadas dimensiones del planeta y, en consecuencia, los límites de la
presencia y de la actividad humana sobre la Tierra.
• Es esencial que nos demos cuenta de las
restricciones cuantitativas del medio ambiente mundial y de las trágicas
consecuencias que supondría salirnos de los límites.
• Cuanto más cerca estemos de los límites
materiales del planeta, más difícil será abordar el problema.
• Se impone una nueva manera de pensar y de hacer
ahora mismo.
• De no hacer nada, los problemas se
manifestarán antes de 100 años.
En síntesis, los científicos del MIT
sentenciaron que un sistema económico basado en el crecimiento perpetuo no es
sostenible si se considera la finitud del planeta y sus recursos -petróleo,
gas, metales, minerales, superficie, aire, agua, sumideros de residuos- en
contraposición al aumento imparable de la población.
Saber o sospechar que el sistema económico
que les había hecho dueños del mundo podía colapsar, alertó a las élites.
Debían decidir. Hacer caso al informe era suicidarse como clase social
dominante. Así que decidieron fortalecer su poder hasta el dominio absoluto,
cambiando las reglas del juego: acumular más riqueza y más deprisa, reducir el
número de personas que pudieran tener acceso a ella, asegurarse de que en el
momento del colapso los "elegidos" disfrutarían de los recursos
planetarios a disposición, traspasar a manos privadas todos los bienes de
titularidad pública que pudieran generar negocio. Se trataba de romper el
contrato social sin decirlo: era necesario desprestigiar el capitalismo
keynesiano, revertir la redistribución de la riqueza y el desarrollo del estado
del bienestar, alimentar el individualismo, destruir la solidaridad, convencer
a la ciudadanía de que cada uno tiene lo que se merece…
En definitiva, sustraer a la ciudadanía los
derechos conquistados desde la Revolución Francesa. Y si hacía falta mentir,
hacerlo. Las élites tienen derecho a imponer sus intereses superiores y
perennes. Una sola finalidad los motivaba: gobernar sin haber sido elegidos. No
había de importar la humanidad, el empobrecimiento, la salud, la educación, los
derechos de la mayoría, sólo la riqueza, que consideraban suya. Y se debía
monopolizar la política: primero por la seducción, segundo por la
abducción/compra, después por la obligación/deuda y finalmente con la
privatización. ¡Ah! y todo tenía que ir de sur a norte, para no asustar a la
sociedad acomodada y sometida a un hervor frío.
Era el momento de imponer un nuevo
monoteísmo: hacer del capitalismo la única forma de poder político cambiando la
hegemonía social.
La URSS había caído en el desprestigio
después de Praga 68 y las revueltas sociales de ese mismo año, no habían
prosperado. La primera crisis del petróleo estaba golpeando la economía, en
especial a los trabajadores y las clases medias. Fundaron la Trilateral ,
sacaron de la Universidad la Escuela de Chicago y la pusieron a hacer el
trabajo sucio (por ejemplo en el golpe de estado del 73 en Chile) y dieron a
Milton Friedman el premio Nobel (1975) por sus ideas: impulsar el monetarismo,
dar todo el poder a los mercados, adelgazar los estados, privatizar las
empresas públicas, bajar los impuestos a los más ricos, convertir el estado del
bienestar en un negocio, negar los derechos sociales.
Thatcher y Reagan fueron sus aliados en los
años 80. Las sucesivas crisis políticas, económicas, reales o inducidas
sirvieron para ir imponiendo sus criterios. La caída del Muro y la implosión
soviética eliminó la oposición.
Decidieron comprar los medios de
comunicación: "Es imprescindible, que los medios de comunicación confirmen
nuestras informaciones y análisis". Y abducir a los economistas
convenciéndoles que fuera de la matriz no había ni dinero, ni influencia, ni
reconocimiento. Los disidentes fueron señalados y expulsados. A cualquiera que
se atreviera a cuestionar las verdades oficiales, se le echaría del sistema y
sería ridiculizado. Sólo el éxito sería alabado. El fracaso, un estigma. La
pobreza, un castigo. Los derechos, una antigualla.
Sin embargo, fue la Globalización el agente
determinante o excusa perfecta para imponer el neoliberalismo definido en el
Consenso de Washington: desregular, privatizar, aprobar legislaciones
favorables a las transnacionales. El objetivo: reducir lenta pero
inexorablemente el poder de los estados. La herramienta: la propia
globalización que ha permitido al poder hacerse extraterritorial, inalcanzable,
mientras que la política sigue siendo local, incapaz de actuar a nivel
planetario.
Ahora mismo no sabemos quién nos gobierna,
quien impone las políticas económicas, las condiciones draconianas que denigran
a la mayoría. Han conseguido que los llamemos mercados, y los cuantificamos en
el 1% o el 10% si contamos a sus servidores. No los ha elegido nadie pero
quienes están detrás, son los que mandan. Y los que dictan qué hacer. Los
políticos y los periodistas o aceptan el rol o son desterrados. Sin dinero no
hay partidos mayoritarios, ni presidentes, ni gobiernos, ni medios.
Las desigualdades han aumentado. La
inflación, la congelación salarial, el crédito, la deuda, el dinero virtual,
las crisis, han sido les herramientas utilizadas para cambiar de manos el
dinero. Instituciones no elegidas por nadie han sido y son el ejército que
impone las condiciones innegociables: FMI, Banco Central Europeo, Comisión
Europea. Y el dinero ha servido para elegir a los políticos que han ejecutado
las directrices de esas élites. Y no se han equivocado. Lo hacen bien para sus
intereses, que no son los de la mayoría. No yerran, prevarican.
Y aquí radica la clave del engaño, decir una
cosa para hacer otra mientras empleas todos tus medios de propaganda - ahora
mismo casi todos - para desprestigiar a quien te contradice. Nos imponen sus
candidatos, ideas e intereses a la vez que desalientan o intimidan los intentos
de oposición.
Han pasado 40 años desde la publicación de
los "Límites del Crecimiento". Dennis Meadows decía en Le Monde el
mes de mayo de 2012: “Lo que demostramos en el año 72 está vigente. Superar los
límites del crecimiento lleva al hundimiento. Y se evidencia en las sociedades
que cada día tienen menos capacidad de satisfacer necesidades elementales:
alimentación, sanidad, educación, seguridad”.
¿Y la izquierda?
La socialdemocracia se creyó la propaganda
negativa que se hizo del informe. Prefirió pensar que era un ataque a los
derechos de los trabajadores y al estado del bienestar. Decidió no reflexionar
sobre el alcance del estudio. Y se ató al capitalismo, a modernizarlo, a
gestionarlo, sin darse cuenta de que nunca le dejarían las riendas. Aún ahora
siguen sin creérselo. Tanto da si, abducidos por el capitalismo, por el
pensamiento único, por la privatización de la política o la compra de
voluntades. Continúan sin querer asumir que el progreso real de la humanidad es
imposible si no se supedita a la naturaleza y que no ha está obligadamente
vinculado al crecimiento. No hacen suyo que el crecimiento infinito, perpetuo,
es incompatible, paradójico, en un planeta finito. Y dicen creer en la
domesticación del capitalismo, síntoma inequívoco de que el neoliberalismo o
los ha comprado o forman parte de él.
Más allá de la socialdemocracia, el miedo se
ha ido imponiendo en las formaciones que quieren formar parte del arco
parlamentario. Miedo a decir cosas que pongan en peligro el poco poder de que
disponen. Algunos lo visten de pragmatismo: "Hay que asegurar el
poder que tenemos para influir y evitar que los derechos sociales se deterioren
del todo", otros vislumbran un mejor futuro: "Ahora que las
expectativas son buenas no podemos ponerlas en riesgo oponiéndonos a principios
arraigados”.
El miedo a quedar fuera del sistema, a ser
expulsados, les ha hecho cortos de vista si no sistematizados. No se han dado
cuenta de que encontrarían más votos si los buscaran fuera del sistema que no
dentro. Y no quisieron ver que cada día que pasaba/pasa, más ciudadanos y
ciudadanas quedan fuera. Ahora no tienen credibilidad para decir lo que hay que
decir. Dentro apenas caben y afuera no se les cree. No se han mojado bastante por
los excluidos. Han respetado en exceso el sistema.
Hace tiempo que debían haber dicho cosas que
han callado y hacerlo con claridad. Tales como: nosotros, la izquierda que se
reclama ecologista y de las clases populares, tampoco tenemos soluciones si no cambiamos
el modelo capitalista vigente y lo sustituimos por un sistema económico
supeditado a la naturaleza, a la finitud planetaria. Sabemos que la
sostenibilidad es impopular pero preferimos decirlo ahora que tener que
avergonzarnos después. No podemos continuar creciendo. Nos lo jugamos todo: el
clima, el hábitat, la energía básica - aire, agua, fuego, tierra / alimentos. Y
los derechos. Y la propiedad de los bienes públicos, que son de la ciudadanía y
no de las élites ni de los gobiernos. La naturaleza no es nuestra, sólo
disponemos de ella en usufructo.
La economía debe estar limitada por el
ecosistema. Y esto conlleva un nuevo concepto de prosperidad no relacionada con
la opulencia ni las satisfacciones exclusivamente materiales. No hay que crecer necesariamente para
prosperar. No es verdad que vivamos mejor cuando más tenemos. En ningún
lugar está escrito que la satisfacción de las necesidades inherentes a la
humanidad, esté supeditada al consumo. Hay
que renunciar a todo aquello que no sirve para nada y a la felicidad
instantánea, aprisionada por la moda. Y para ello será necesario decrecer
en términos de PIB y de dinero para uso individual. Somos ecodependientes:
respiramos, comemos, bebemos agua, nos movemos - petróleo - e incluso soñamos
gracias a la naturaleza. La prosperidad sólo es real si tiene acceso toda la
comunidad, todo el planeta. Y la tenemos que compartir en igualdad de derechos
y de uso, sin dañarlo. Asegurando su capacidad de resiliencia, de recuperación.
Aceptando vivir en perfecta armonía.
¿Qué se acerca?
La reducción del mundo a dos sociedades: Una
a la que sólo tendrán acceso los elegidos por las élites y aquellos que hagan
falta para asegurar su funcionamiento y la otra formada por el resto del mundo.
La primera será cada vez más reducida en tanto por ciento de población y más
poderosa en términos de riqueza acumulada, capacidad de represión y control de
los recursos. La segunda, abandonada a su suerte, dispondrá de gobiernos que
año tras año se irán debilitando. La primera abordará el colapso con la
seguridad de que estará blindada y dispondrá de la capacidad de rechazar
cualquier intento de ataque. La segunda, muy empobrecida, desorganizada y sin
amparo público, vivirá en un marco de violencia donde se verá abocada a la
lucha por la supervivencia, a la animalización de la vida gastando el tiempo en
protegerse, en buscar el agua o la comida, no disponiendo de él para pensar. La
primera alargará su declinar en espera de un milagro tecnológico. La segunda
suspirará por el milagro de la revolución.
Me pregunto qué esperamos para evitarlo, por qué obedecemos si podemos no hacerlo, por qué no desobedecemos ya, por
qué nadie que aspire a gobernar para cambiar el mundo, no llama a la insumisión
contra el tirano económico, sin violencia, solidariamente, superando el
individualismo y el aislamiento, compartiendo. No hay medias tintas. O nos
ofrecemos al enemigo, a ningún precio, esperando que nos seleccione de entre
los muchos en oferta, o le hacemos frente juntos y sin miedo para evitar que el
futuro sea insoportable, el infierno.
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